Las exposiciones de las Edades del Hombre habían sido capaces de extenderse por países, ciudades y pueblos abrazando piezas de arte, aunando ideas, recuperando del olvido cuadros, esculturas, escrituras y música de arte religioso; porque en sí mismas resplandecían con maravillosa claridad románica las tallas de cristos medievales; fulguraban de lumbre las imágenes góticas de vírgenes con el niño; relucían las exornaciones barrocas de la estatuaria y el mobiliario litúrgico de las iglesias; deslumbraba la agudeza imaginera para recrear el dolor y el éxtasis; fascinaba la festividad del color flamenco en composiciones de descendimientos, adoraciones, dípticos y trípticos; la aspereza de la madera castellana hermanaba el arte y la fe; la magnificencia del estofado en las vestimentas policromadas imitaba la suntuosidad de las telas de vestir; la representación de pasajes bíblicos con naturalezas muertas no tenía cuerdas, coronas de espinas o clavos sueltos; los bodegones con pan y jarras eran pródigos en significado porque aludían a la transubstanciación y las canastas con fruta a la caducidad de la vida. En este género religioso se requería originalidad y decoro sin que el arte ofendiese la vista y que la obra nueva encargada para la ocasión no fuese vana y de licencia ociosa.
Desde 1988-89 en que se celebró la primera edición de las Edades del Hombre (El Arte en la iglesia de Castilla y León) en Valladolid, se habían ido sucediendo nuevas ediciones: Libros y Documentos en la Iglesia de Castilla y León (Burgos, 1990), Música en la iglesia de Castilla y León (León, 1991-92), El contrapunto y su morada (Salamanca, 1993-94), Vlaanderen en Castilla y León (Amberes, 1995), La ciudad de seis pisos (Burgo de Osma, 1997), Memorias y esplendores (Palencia, 1999), Encrucijadas (Astorga, 2000), RemembranZa (Zamora, 2001), Time to hope (Nueva York, 2002), El árbol de la vida (Segovia, 2003), Testigos (Ávila, 2004), Kyrios (Ciudad Rodrigo, 2006), Yo camino (Ponferrada, 2007), Paisaje interior (Gormaz, Casillas de Berlanga, Soria, 2009-10), Passio (Medina de Rioseco, Medina del Campo, 2011), Monacatus (Oña, 2012), Credo (Arévalo, 2013), Eucharistia (Aranda de Duero, 2014), Teresa de Jesús (Ávila, Alba de Tormes, 2015), AQVA (Toro, 2016), Reconciliare (Cuéllar, 2017), Mons Dei (Aguilar de Campoo, 2018), Angeli (Lerma, 2019) y Lux (Burgos, Carrión de los Condes, Sahagún, 2021).
Me sometí a la disciplina de la Fundación de las Edades del Hombre en varios eventos. A continuación, relato mis desahogos íntimos, que combinaban admiración y protesta, donde todavía palpitaba el efecto que me causaba el olvido de las obras y el contexto de las exposiciones.
Para escribir sobre las Edades del Hombre no bastaba con las rigurosas y controladas visitas a las iglesias reconvertidas temporalmente en sitios expositivos; no era suficiente la riqueza de los objetos seleccionados, ni siquiera los primorosos, caros y pesados catálogos de las exposiciones; era preciso que las pinturas, esculturas, libros sagrados y bienes culturales seleccionados de cada tema religioso anual se encadenaran con sus templos, conventos o monasterios que les dieron vida, hasta que de ellos surgiera el sentimiento del pueblo que les facilitó la fuerza para crearlos.
Las Edades del Hombre se regían por normas ajustadas a la índole especial del género expuesto y derivadas de las cesiones temporales de obras de arte y consiguientemente de las cláusulas de las pólizas de seguros. Siempre que visitaba una exposición de las Edades del Hombre me percibía como un hombre de riesgo que atentaba contra la conservación de la obra. Como si mi presencia fuera inasegurable cuando portaba un teléfono móvil o una cámara de fotos. Invariablemente tuve la sensación de estar perimetrado como un peligro por personal de seguridad que me miraba de reojo si hacía un gesto con el móvil para contestar un mensaje de texto. Desconocía los compromisos contratados en los seguros de las exposiciones itinerantes. Me percibía neutralizado para hacer una foto (sin flash) de alguna figura, rostro o cartela. Nada. Me avistaban los vigilantes como un trance por observar los objetos con una cámara en bandolera. Al tratar de leer de cerca el rótulo de una obra – la mayoría de las exposiciones tenían una iluminación mortecina – no podía sustraerme a la mirada de una persona uniformada por si en un leve descuido me convertía en una emergencia factible más que potencial.
Entraba y salía de las exposiciones siguiendo la ruta sugerida por la organización de las exposiciones a la manera de un itinerario diseñado por centros comerciales que estudiaran el flujo constante de consumidores creando una experiencia de inmersión clientelar en los productos expuestos.
Esa percepción de peligro lo había captado en algunos monumentos pertenecientes a Patrimonio Nacional. Los argumentos eran siempre los mismos: la fotografía dañaba los objetos, la fotografía se podía comercializar, la fotografía se difundía en internet sin conocer su finalidad, los fotógrafos molestaban a otros visitantes, la dirección lo había prohibido (¿?) … pensaba para mis adentros que era una función encomendada a los vigilantes para que desempeñaran el rol de policías o guardianes por unas horas. Me acordaba de la Real Basílica de San Lorenzo de El Escorial. ¿Qué daño se podría hacer a la cúpula de la iglesia fotografiándola fuera de las horas de celebración de cultos religiosos? No pude tampoco fotografiar la armadura mudéjar de la iglesia del Real Monasterio de Santa Clara de Tordesillas por similares motivos, so pena de entrar en conflicto con la vigilancia del sitio. En fin, me había topado con dos caras de la misma moneda prohibitiva.
A esto había que añadir que algunas iglesias convertidas en sitios expositivos formaban espacios cubiertos de cortinones y los muros con paneles que me desorientaban como espectador de la estructura formal del edificio. Tuve que recurrir a segundas visitas a ciertos templos para apreciar la planta, los retablos y las capillas originales, una vez desprovistos de las piezas prestadas temporalmente de iglesias de otras localidades. Me estaba acordando de las exposiciones AQVA (2016) en la Colegiata Santa María la Mayor de Toro y de Mons Dei (2018) en la Colegiata de San Miguel en Aguilar de Campoo.
El otoño explotaba cuando llegué al atardecer a las calles de Medina del Campo un día de 2011. Quería ver la primera sede de la exposición Pasión de Cristo de la Fundación las Edades del Hombre. Para visitar Passio me desplacé a la iglesia Santiago El Real, Monumento Histórico-Artístico, al objeto de conocer la muestra medinense dividida en cinco capítulos. De noche, la fachada de ladrillo de la iglesia era austera en el exterior, siguiendo el canon jesuítico, y la escasa luz del interior me impedía observar el retablo mayor de órdenes clásicos superpuestos. Tampoco recordaba haber visto en aquella ocasión la capilla relicario al lado de la sacristía, dedicada a san Francisco de Borja, fundador del noviciado de los jesuitas.
Pasados los años, trataba de reconstruir los cinco capítulos del contenido expositivo de Passio a golpe de hemeroteca, partiendo del primer capítulo del ECCE HOMO, que incluía pinturas y esculturas clásicas. Con los restantes cuatro capítulos (Agnus Dei, Fons et culmen, Dulce Lignum y Via Crucis) la exposición temática contenía la cifra de ciento cincuenta piezas. Imposible de recordarlas. Parecía obvio que sobre esos capítulos la escuela castellana de escultura y pintura hubiera aportado imagineros de notabilísima categoría como Gregorio Fernández o Juan de Juni. Junto a ellos, Passio había incluido otros autores contemporáneos, como Eduardo Barrón. Esa fusión de autores y estilos había representado una novedad en esta exposición, que se repitió en otras posteriores. Valladolid era de suyo un baluarte en la imaginería religiosa de la Semana Santa. Medina del Campo conjugaba dos miradas a la Pasión de Cristo, la barroca por antonomasia y la contemporánea con novedosos escultores y ceramistas.
Antes de las ocho de la tarde ya había terminado mi visita a Passio. El resto del tiempo de la tarde lo dediqué a curiosear el Palacio de Dueñas (actual sede del I.E.S. Gómez Pereira), que me habían recomendado. Quedé impresionado por las esculturas del patio porticado renacentista de dos plantas. Pero la luz era muy pobre para fotografiar los detallados capiteles de las columnas y las medallas de las enjutas de los arcos. Así que pensé que sería mejor visitar el Instituto por la mañana. Luego me dirigí a la Colegiata de San Antolín que era el monumento religioso más importante de la localidad y que distaba a nueve minutos caminando. Variada en el estilo arquitectónico, me llamaron la atención del edificio la torre del campanario de remate octogonal y el reloj, el balcón de la Virgen del Pópulo y la sucesión de muros añadidos. Dos materiales constructivos dominaban la fachada: el primigenio ladrillo cubriendo los muros y la portada de piedra del siglo XVIII. Cerraba los ojos e imaginaba a mercaderes del siglo XVII escuchando la misa con la imagen de la Virgen en el balcón, que había sido un fenómeno constructivo utilizado en ulteriores iglesias y catedrales de Hispanoamérica. Me habría gustado escuchar el toque de campanas conocido como toque del címbalo, pero ese son coincidía con las nueve de la mañana.
El edificio de la Casa Consistorial del siglo XVII de piedra granítica con balcones corridos en sus dos plantas estaba espectacularmente iluminado en la Plaza Mayor de la Hispanidad. Al lado, la Casa de los Arcos era un sitio privilegiado para los clérigos de aquel siglo que podían ver los eventos en la plaza. A su derecha, el Palacio Real Testamentario de Isabel la Católica (BIC, 2003), donde vivió, testó y murió la Reina (1451-1504), que exponía, entre otros objetos, su testamento y codicilo. En esta ciudad, los mercaderes, cambistas, banqueros, letrados y gentes de otros menesteres se daban cita para sus transacciones económicas a nivel nacional e internacional. Era una ciudad de unos 20.000 habitantes a finales del siglo XV, los mismos que tenía en 2020 (20.416), aproximadamente.
Al día siguiente visité el Palacio de Dueñas (BIC, 1931) otra vez. Desde fuera, el zócalo de piedra caliza, el muro revestido de ladrillo y la torreta no daban idea del patio porticado, la escalera y la galería superior. La riqueza ornamental del patio porticado era exuberante. Contenía un programa iconográfico dedicado a los reyes castellanos en los medallones de las enjutas de los arcos, que me recordaban los que había observado en la plaza Mayor de Salamanca del siglo XVIII. Las columnas remataban con capiteles de floresta, calaveras, cabezas de angelotes, viejos, animales fantásticos y testudes de marón. Felizmente, otro palacio reconvertido en instituto de Educación Secundaria, como había ocurrido con el emeritense Palacio de los Duques de la Roca reestructurado en CEIP Trajano.
A escasos 2 km en dirección a la periferia de la localidad se elevaba un terreno de poca altura en un llano. Sobre la mota se había construido la fortaleza medieval más aclamada de la península: el Castillo de La Mota. De las funciones militar, archivo y cárcel de la antigüedad se había pasado a la turística y como sede de cursos de formación en la actualidad. Desde el exterior se observaba la doble muralla constituida por la barbacana y la muralla interior, así como cinco torres. La torre del homenaje era la más alta (40 m). Circunvalaba la muralla un foso. Accedí a la fortaleza atravesando un arco coronado con el escudo de los Reyes Católicos que indicaba que se había terminado de construir en 1483.
Sombras en las aceñas. Cruzaba la piel despierta del río Duero por el puente de Tordesillas, construido en piedra de sillería con reforzados tajamares. Al fondo, a la derecha divisaba enfática la piedra de la iglesia museo de San Antolín. De frente, la muralla de la ciudad. Continuando hacia la derecha en el paseo de Juana I el pespunte del campanario en espadaña del compás del Monasterio de Santa Clara sobresalía tímidamente sobre el tejado conventual.
El compás del Monasterio de Santa Clara ya advertía la conjunción de estilos románico y gótico que incluía el estilo mudéjar en la techumbre de lacería, dorados, policromías y piñas de la capilla de los Saldaña. Por un momento había pensado que Alfonso XI a mediados del siglo XV había tenido una visión artística que supo aprovechar Pedro I para construir su Palacio Mudéjar en el patio de la Montería del Real Alcázar de Sevilla. Y no iba descaminado. Dos mundos frente a frente. El uno unas monjas clarisas de clausura toda alma bajo rejas; el otro una corriente silente de turistas boquiabiertos admirando la portada del patio árabe, extasiados contemplando la armadura dorada del domus pucelae. Mi alma pensativa libertaba tormentas contra la prohibición de captar imágenes insondables para mis recuerdos. Entonces pensaba que el arrocabe de la iglesia y sus colores serían presa de mi olvido.
Ojos de puente eran los míos por donde pasaba la imaginería de la iglesia del Museo de San Antolín que iba a quedarse en mi retina. El retablo plateresco del siglo XVI de Gaspar de Tordesillas tenía figuras y composiciones atribuidas a Juan de Juni y a su taller. Mi pensamiento entraba en confusión con la imagen de la Inmaculada de Pedro de Mena porque la iconografía inmaculista había sido muy pródiga en Granada y no esperaba ver otra pieza de su legado artístico en este museo. Una talla de grandes ojos almendrados, nariz fina, boca pequeña y arqueadas cejas en una cara ovalada. Tocaba las puntas de los dedos a la altura del pecho en una característica posición de su maestro Alonso Cano.
Dejaba la ciudad del Tratado de Tordesillas que había repartido el mar entre España y Portugal para dirigirme a la Ciudad de los Almirantes, Medina de Rioseco.
La distancia desde Tordesillas a Medina de Rioseco por la ruta más rápida eran 59 km y no recordaba en que tiempo lo hice. Fui directamente a la iglesia de Santiago Apóstol, a veces llamada Santiago de los Caballeros (Monumento Artístico Cultural, 1964). Sus fachadas habían sido construidas en variados estilos con mayor apariencia el clasicista y herreriano, como la portada de la fachada principal de Alonso de Tolosa. En particular, me llamó la atención el frontis sur plateresco tipo tapiz de Gil de Hontañón. A lo largo de los cinco tramos de la planta salón del interior se exponía Passio relatando la vida de Cristo de manera cronológica, según el Evangelio, con episodios de la Sagrada Cena, Cristo atado a la columna, Cristo Crucificado y Cristo Resucitado.
De nuevo, se combinaban obras clásicas barrocas con otras en estilo neofigurativo, como la Santa Cena de Venancio Blanco o la Última Cena de Vela Zanetti, artistas que había contemplado en la iglesia Santiago el Real de Medina del Campo. Ni un músculo se movía de mi cara contemplando el retablo barroco de profusa decoración y equilibrio tranquilo de las columnas y frisos que ascendían por las cinco calles de la fábrica ensamblada de dorados. Me perdí muchas cosas del templo, como el brillo refulgente de la luz que provenía de los amplios ventanales del lado del evangelio, el sonido del órgano barroco del siglo XVIII en forma de punta de flecha dorada o las capillas laterales. Por la hora de la visita y las características de la exposición tampoco pude percibir la suntuosidad de las bóvedas y cúpulas barrocas.
Passio había significado un relanzamiento económico para dos localidades: había supuesto el empleo directo de 40 personas y otras casi 70 personas participantes en actividades de 15 empresas diferentes. Además, había sido visitada por 448.229 personas: 226.106 en la sede de Medina del Campo y 222.133 en la sede de Medina de Rioseco.
El paseo por la calle Lázaro Alonso era regresar a la arquitectura de Tierra de Campos, como el palentino pueblo de Ampudia. Casas con pórticos apoyados en zapatas de piedra, columnas con capiteles talavera de madera o de piedra que daban cobijo a los pequeños comercios en los soportales.
Una esbelta torre rematada en estilo barroco de la iglesia de Santa María de Mediavilla (1516) me llevó a la plaza de Santa María para contemplar su fachada. Allí la puerta marcaba su estilo gótico. Había dejado para otra ocasión la visita de la Capilla Benavente que había mandado construir el cambista y mercader Álvaro de Benavente en 1553, que Eugenio d’Ors había calificado como la «capilla sixtina del arte castellano».
El camino por la ciudad hasta la antigua iglesia de Santa Cruz que albergaba el Museo de Semana Santa fue cómodo y tranquilo. No me entretuve en el interior del museo, porque conocía el Museo de Semana Santa de Zamora. No obstante, reconocía que la reconversión del templo de estilo herreriano en un museo aprovechando la nave central y las capillas con bóvedas barrocas no solo era único en Valladolid, sino que también había sido declarado de Interés Turístico Internacional.
Erigido el antiguo Convento Franciscano de Nuestra Señora de la Esperanza en 1520, quedaba tras la desamortización su iglesia de cuatro tramos y bóvedas de crucería convertida en Museo de San Francisco (2007). La fachada exterior era austera. Una campana anunciaba el profundo compás del antiguo Convento. El interior elegante de la iglesia de estilo isabelino mostraba un retablo del siglo XVIII dedicado a Nuestra Señora de la Esperanza. La presentación virtual del Museo se hacía a través de un monje y del Almirante Fadrique Enríquez de Velasco, primo del rey Fernando el Católico, que había fundado el Convento en 1491. Allí, como en otros museos vallisoletanos, me había deleitado con la obra del francés Juan de Juni, en particular, contemplando la composición del Martirio de San Sebastián de barro policromado (hacia 1577) y la expresividad de San Jerónimo penitente. No recordaba la colección de piezas de platería, el crucifijo de marfil hispanofilipino ni la custodia del Corpus Christi. No podía retener en la mente todos los datos oídos del fraile y del fundador del convento que me habían conducido en sus apuntes digitales a la recuperación de los muros habitados.
Solté las amarras riosecanas, y de un salto en el tiempo fui a ver la exposición de las Edades del Hombre intitulada Teresa de Jesús, maestra de oración en 2015, remontando las iglesias del Convento de Nuestra Señora de Gracia, Capilla de Mosén Rubí y San Juan de la ciudad de Ávila y la Basílica de Santa Teresa de Alba de Tormes en Salamanca.
En el viejo, calmo y fuerte Duero, mirando en el teso a la Colegiata de Santa María la Mayor y a la iglesia del Santo Sepulcro me reconforté con la exposición de las Edades del Hombre llamada AQUA en la localidad zamorana de Toro en 2016.
Regresando de Cantabria, había divisado a lo lejos los muros ruinosos del Castillo de Aguilar de Campoo. Conforme me acercaba al sitio, veía la fachada este con una puerta de medio arco apuntado y una torre defensiva de la época de la Reconquista. Edificado en el siglo X, se alzaba sobre un peñasco de 970 m. Una masa de pinares lo separaba de la iglesia románica de Santa Cecilia del siglo XII. Desde allí, las águilas dominaban el campo. Desde allí, Aguilar de Campoo tuvo su entidad municipal.
En esa iglesia comenzaba la exposición de las Edades del Hombre Mons Dei de Aguilar de Campoo en 2018. Decía el profeta Isaías, Venite ascendamus, y así lo hice. Subí hasta la iglesia para ver el exterior del templo, consciente de que no podría captar en fotografías las bóvedas de crucería de su interior o los detalles del capitel con la escena de la Matanza de los inocentes.
La torre de tres cuerpos se disponía en la cabecera. Tenía un muro en el primer cuerpo, una ventana en el segundo y dos ventanas en el superior, todas ellas de medio punto con doble arquivolta y columnas. El ábside era de planta cuadrada. La portada principal avanzaba sobre el muro. Presentaba cuatro arquivoltas que se apoyaban en otras tantas columnas. Fuera de la iglesia una escultura representaba una figura humana apoyada en una roca. Un escenario conveniente para la exposición sacra.
Ascendiendo a lo alto de la roca como refugio se visionaban los montes bíblicos de la oración (Tabor, Sión, Sinaí, Carmelo…) en la presentación. En efecto, el relato de la transfiguración del Señor en el monte Tabor había servido de guión para la exposición Mons Dei. Los capítulos I (Levanto mis ojos a los montes) y II (Del Sinaí al santuario) se desarrollaron en Santa Cecilia.
Del primero recordaba el valor simbólico de la montaña en distintas religiones. Los organizadores de la muestra acopiaron bastantes pinturas abstractas de montañas (cósmica) o de montes reales (Fuji, Kailash, Gargano, Mont-Saint Michel, Castel Sant-Angelo, Carmelo) a través de los cuales explicaban pasajes bíblicos. El segundo capítulo evocaba la historia de Israel. Como ilustraciones de este capítulo me llamaron la atención algunas piezas provenientes de Zamora, como una piedra labrada del siglo XII con Moisés entre Aarón y Jur.
Descendía a la Plaza de España mirando un horizonte nublado, que preludiaba el capítulo III de la exposición La nubecilla del Carmelo en la Colegiata de San Miguel. Algunas casas porticadas me hacían caer en la cuenta de otras que había visto en Medina de Rioseco o Covarrubias: espacios protegidos para el comercio de mercaderes y paseos para ciudadanos. Las galerías acristaladas de las viviendas de doble planta me recordaban el conjunto armónico de soportales de dos alturas que había visto en la Plaza Mayor de Almagro. Algunas casas mantenían los blasones en sus fachadas evocando el poderío de una clase burguesa que había adquirido bienes y fama, como la Casa de los Velarde, Palacio de los Marqueses de Aguilar, Palacio de los Villalobos Solórzano, etc.
De cimentación visigótica y de factura tardorromámica: gótica, renacentista y herreriana, la Colegiata de San Miguel Arcángel había obtenido este título en 1541 concedido por el Papa Pablo III a través del Tercer Marqués de Aguilar.
En este templo, la nubecilla del Carmelo se asociaba al misterio de la Inmaculada Concepción, que era una forma de representar a la Virgen en los cuadros de Alonso Cano o Fray Juan Sanchez Cotán. Ese capítulo III se había cerrado con cuatro imágenes de la Virgen del siglo XIII, una de las cuales procedía de la misma Colegiata: la Virgen con el Niño en madera policromada y dorada.
El capítulo IV llevaba por título Cristo, el monte de salvación. Agrupaba piezas de pintura y escultura, combinando épocas distintas, incluso contemporáneas, que representaban al Señor como buen pastor, Jesús en el desierto vestido de sacerdote o en el sermón de la montaña, la multiplicación de panes y peces, la transfiguración, la entrada en Jerusalén, la oración en el huerto, Cristo muerto en la cruz, etcétera. De esas piezas había seleccionado un grupo escultórico del siglo XVI en policromía, Calvario, de una iglesia de Venialbo (Zamora).
El capítulo V, Una ciudad puesta en lo alto del monte, aludía a la Pascua consumada en Pentecostés como nacimiento de la iglesia. La pintura de Lorenzo de Ávila en Toro representaba a Juan, Pedro y Santiago como los discípulos que fueron testigos oculares de la grandeza de Jesús en el monte Tabor.
La subida al monte de perfección era el capítulo VI. La obra de San Juan de la Cruz Subida del Monte Carmelo reflejaba mejor que ningún otro poeta la subida a la perfección, la unión del alma con Dios. También aparecía en artistas renacentistas y contemporáneos la escalera empinada como símbolo de camino angosto para entrar en la puerta estrecha de la vida.
Sonaban caireles de luz en el San Bernardo de Goya, nubes enhebradas por angelitos en Sebastiano Conca, ondulaciones en la transverberación de Santa Teresa en un óleo anónimo, la transfiguración en una copia de Rafael, o el Salvador Bendiciendo de Pedro Berruguete. El Capitulo VII intitulado Preparará el señor para todos los pueblos en este monte un festín reunía piezas de artistas de indudable valor, aparte de los mencionados: Gil de Siloé, El Greco, Gregorio Fernández, etc., que aludían al alma transformada, una transición a la transparencia del recinto santo.
Habían pasado tres años cuando regresé a Aguilar de Campoo para contemplar el teatro imaginero del retablo renacentista de la Colegiata de San Miguel construido entre 1555 y 1565, Bien de Interés Cultural con categoría de Monumento. Me detuve ante la torre del siglo XVII de doble cuerpo en estilo herreriano, rematada por una cúpula semiesférica. Luego de atravesar la austera puerta abocinada de nueve arquivoltas y 18 capiteles que transitaba del románico al gótico y de reparar en el ábside pentagonal de tres cuerpos, me detuve leyendo las cartelas de las imágenes situadas en las calles del retablo central del retablo. Tenía empaque y simbolismo la figura del Arcángel Miguel como patrón titular y la Virgen en Ascensión elevaba su mirada acompañada de ángeles. (Varias publicaciones habían relatado el proceso de la restauración del retablo).
En mi primera visita no había podido contemplar los sepulcros de los siglos XIV y XVI en los arcosolios laterales y los trasdoses de los arcos. En los enterramientos destacaban los bustos orantes tallados en mármoles de los Terceros y Cuartos Marqueses de Aguilar, situados a ambos lados del presbiterio. Más llamativa había sido para mí la capilla funeraria fundada por el Arcipreste de Fresno en el lado de la epístola a los pies del templo. El sepulcro de este Arcipreste, ricamente entallado el trasdós gótico, era un homenaje al fundador de la capilla. Allí, en la conocida igualmente como capilla de los Pobres, merecía detenimiento la contemplación del Sepulcro del Arcipreste García González en estilo gótico, que había sido el fundador de la Colegiata. En el mismo lado de la epístola se abrían otras capillas. Sobresalía por el fervor popular una imagen de un Cristo yacente, articulado, milagrero, obra gótica del siglo XIII en una urna de cristal de un sepulcro del siglo XVII en la Capilla del Santo Cristo.
Había sentido admiración por la iglesia de San Miguel. Todavía palpitaba el efecto de la muestra de las Edades del Hombre. El templo había ganado su enfático carácter con altares, capillas y sepulcros eslabonados en estilos arquitectónicos que le habían dado su propia energía.
Atravesaba el Puente del Portazgo para contemplar la ribera del Pisuerga. Recordaba en el halo verdor del río a los 185.735 visitantes que habían contemplado la exposición Mons Dei en esta villa , y que la habían convertido durante siete meses en un referente cultural.