La despreocupación que me provocaba conducir el coche por Cala Blanca a 4 km al sur de Ciudadela era similar a la pereza vivida anteriormente en la Urb. Punta Grossa al lado de Arenal d’en Castell en el este de la isla.
Prefería caminar por la urbanización homónima de Cala Blanca para contemplar el color del talud de arena blanca y las aguas trasparentes de la playita en forma de una U abierta al crepúsculo del día. Vientos del mar sin esfuerzo cruzaban los cuerpos en un atardecer arrobado.
Conduciendo desde la urbanización se sucedían caletas como grietas en la costa y rotondas de tráfico hasta divisar el Castillo de San Nicolás, que era la marca de acceso a la hendidura longitudinal del puerto de la ciudad menorquina.
Todas las rutas del oeste de Menorca que había tomado en Ciudadela tenían un arranque parecido. Mantenían la misma disposición urbana desde la Plaza des Born a la Plaza de la Catedral que luego se bifurcaba en callejuelas peatonales. Unas travesías coincidían con las huellas barrocas de casas generosas y otras con fachadas revestidas de piedra del marés. Las portadas y frontispicios marcaban la frontera del casco antiguo. El entramado dividía la costumbre de la cháchara del gentío en los comercios, el ruido del tráfico rodado y los ejidos de eras y pastos circundantes. Mi estancia soleada en la ciudad daba libertad a la mirada que se clausuraba en suelo, paredes y cielo raso.
Ya había recorrido anteriormente los laberintos esculpidos de la cantera de piedra marés de Lithica. Pedreres de S’Hostal, y posado en la imagen quieta de la tumba colectiva de la Naveta des Tudons marcada por un cercado pétreo en medio de eriales. Campos inertes de restos fósiles. Una mañana desnuda de nubes en un huerto cerrado. La brisa del mar insinuaba latidos sordos contra los bloques de caliza de la barcaza invertida. El juego de sombras de los pasillos de arenisca de Lithica ceñía el Jardín Medieval sobre el amor eterno de la flor de los almendros en un claustro, y el Laberinto Mineral quedaba opreso en granos calcáreos, insigne, quieto como la Naveta, sobre el límpido plano dilatado del cielo. Imaginaba a los canteros del marés con alzaprimas, picos, azadones, escodas y trinchantes al hombro cada mañana para cortar la piedra en polígonos convexos.
La prehistoria había dejado piedras fallidas de santuarios, unidas a junta seca, y poblados de rituales y sacrificios que flotaban a la deriva en altos defensivos. Torres sin vida marcadas por taulas para puntear las sombras de los muertos sobre el contorno adusto de una T gigante, que batía como en el Poblado de Torrellafuda, el recinto de una taula. Murallas ciclópeas ocultadas por viejos acebuches. De los corales de sangre del santuario de la Naveta con 100 enterramientos a este Poblado con cuevas de tumbas había que salir de la carretera Me1 y seguir el predio de Son Sintes a 9 km de Ciudadela.
Mas al sur otro nuevo poblado con una característica taula de doble apoyo auguraba la intensidad de la vida prehistórica. El Poblado talayótico de Torretrencada veteaba las paredes con sepulturas antropomórficas y ponía ráfagas de silencio en cuevas con sepulcros. Eran tres los monumentos talayóticos que pude visitar en pocos km que emergían desde la barca como casco marino a torreones de pensamientos defensivos con botados nichos.
Polarizaban los hilos del tiempo con sus agudas taulas de piedras soporte y capitel, y rasgaban sus siluetas el verde parduzco de la urdimbre boscosa de los acebuchales.
Mirando al cielo, me dije, ¿-por qué no ir a otro confín? Me decidí por la Reserva Marina del Norte de Menorca para conocer la Playa de Binimel-la. Frente a otras conocidas, tuve que caminar un trecho de varios km hasta llegar a la arena gruesa, los acumulados de posidonia y los bordes rocosos. Fuera de la temporada turística, el paisaje estaba arañado, la marina entrañaba soledad. Ni siquiera veía la llegada de los caballistas que habrían partido de la Playa de Cavallería, más lucida y solicitada por la población. Batidas las playas norteñas por el viento, el verdor se anclaba en los dedos de los arbustos, y el frescor se enroscaba en mi cuerpo. Fuera viento o roce, me enfrenté con la cinta azul crespada de la orilla y regresé caminando 400 m sobre el polvo levantado hasta llegar al parking.
En los jardines de Sant Patrici había piedras aseadas. Limpio el paseo que circundaba el jardín con esculturas modernas. Había sol, campo y laboreo. El sereno y oloroso queso de leche de vaca cruda de cuatro meses de maduración se ofrecía al paladar hecho gusto. Representaba el típico queso de Mahón, con DOP de Menorca. La Huerta Sant Patrici albergaba un hotel rural con restaurante, piscina y zonas de descanso, ubicada en el término municipal de Ferreries. Pasé por el lado de las estatuas. Enhiestas estaban, diseños expositivos de cuerpos abstractos, y paseaba despaciosamente. Inconcebibles los planos artísticos mezclados con una bodega y una quesería dibujando el azul profundo del cielo sobre el verde del césped, los blancos del mármol de las efigies, de la piedra caliza de las figuraciones más modestas y del lienzo peinado de la fachada del Hostal. La degustación de los quesos no resistió mi tentación de llevarme muestras de menos y más curados.
Por entre pinos verdosos y una lámina azul del mar, regresé a un kiosko en Cala en Blanes al lado norte de Ciudadela y a 16 km de Ferreries. El plato de caldereta de langosta con una rebanada de pan tostado untada con ajo y un postre a base de pasta de almendra (carquinyols) fueron un sueño de deliciosos sabores, una fuga a la galería del bienestar, casi techando el cielo. Me acerqué al litoral rocoso, abrupto, tajado. Las olas chocaban con las escarpadas paredes sin hacer mella en mi resuelta presencia. Amainado el viento, sentado en un merendero junto a un palmeral, la puesta de sol mirando al oeste en dirección a Mallorca ofrecía colores tornasolados en sueltas nubes sin fronteras.
Había visto la esencia de la prehistoria de Menorca, pero en aquella tarde quise conocer las Coves de Cala Morell, un conjunto de catorce cuevas artificiales formando un hipogeo con columnas que se erguían en la sombra, y losas que diferían en el tiempo desde el Neolítico hasta la época romana. Las cuevas se dilataban y los ámbitos se expandían con 22 cavidades ovaladas allá en lo alto de las paredes de un barranco sobre un paisaje verde vivaz. Las casas modernas del pueblo nuevo, blancas, carentes de expresividad, mantenían el pulso de la vida.
Bordeaba el Poblado talayótico de Son Catlar a 12 min al SE de Ciudadela. Muralla ciclópea impactante de 2 m de grosor y 870 m de longitud de época postalayótica (550-123 a. C.). Bloques de piedra inmensos apilados en corte irregular. Puerta de acceso al interior bien conservada en el entrepaño del sur con dos jambas y una piedra a modo de dintel. En tramos se descubrían oberturas estrechas en la pared como “portells” para el trasiego del ganado de una parcela a otra. Dentro, paredones derribados en montones de restos y ripios de talayots. Unos monolitos estaban caídos sobre el blando césped, otros formaban hiladas como garitas en medio de los cuales, troncos de árboles libraban esfuerzos de supervivencia. En algunos lugares espesaba la fría oscuridad, fontanar de la insondable vida vegetal crecida en las oquedades de la piedra que el agua retenida alimentaba. El recinto de la taula centraba la onda del recuerdo lento donde una tortuga se despertaba cuando el sol doraba la hierba. Recuerdo ese paseo como una tersa maravilla pétrea en la soledad del campo.
Tras el cerco de acechanzas de sombras del poblado inhabitado, donde las voces habían dejado existir en comunidad, me dirigí al SO de la isla para ver el faro del Cap d´Artrutx a menos de 8 km de distancia del poblado anterior y a siete de Ciudadela. ¿Adónde iba la mirada? A ver la costa de la vecina Mallorca de semblante refulgente. El faro era uno de los siete de la isla y también uno de los tres que había visitado por el exterior. La casa del farero (restaurante en la actualidad) se mezclaba con los habitantes de los núcleos residenciales de la zona. Situado en el Carrer del Cap d’Artrutx percibía las bandas alternas de colores blanco y negro del cilindro de 36 m recrecido en 17 m (1968) a partir de su base. Desde su construcción en 1858 a la actualidad el sistema de iluminación había pasado del aceite de oliva, petróleo, acumuladores de acetileno a la electricidad. Reforzado con contrafuertes, formaba parte del patrimonio histórico de Menorca. Sus tres destellos de luz cada 10 seg. peregrinaban hasta las 19 millas náuticas. Imaginaba su pestañeo desde la semiesfera de su cupulín rayando a hilo paños de luz blanquecina cruzando la oscuridad.
Desde la Cala en Bosc, junto al faro, partí a visitar otro, el poblado talayótico Torralba d’en Salord (entre Mahón y Alaior), que en la isla se convertía en paisajes mil. Savia de hombres que fueron y que ahora en sus restos compartían piedras irregulares sin cara y vegetación. Una obra de piedra viva tejida para levantar un talayot en lo alto del cerro y salvaguardar los confines de un territorio. No faltaba la característica taula en el interior de una planta absidal con portada cóncava destinada a los ritos religiosos. Allí, el humo de los fuegos había suspendido volutas en el recuerdo, y los tallos altos crecían con los ramajes. Mas allá, protegido, vi un silo para el almacenamiento de víveres o un aljibón de agua, luego canalizada o decantada. (¿Cómo sería el oficio de aljibero en aquella época?). Una casa del s. XVII demostraba que la vida humana continuaba y mojaba la actualidad en una finca cercana.
Playa matinal en Cala Galdana. Torsos tostados fulgían bajo cremas. Quizá, primaveral, animaba la arena entre las dos orillas. Del blanco roto de las piedras de los poblados visitados al turquesa y azul intenso del mar se ensanchaba el ámbito de mi memoria. Imágenes nítidas. El aire claro. Sin turismo abusador. Era útil recordarlo. Presencia de tranquilidad y de humedad tibia y tramontana estática, sin densidad. Luego, miraba desde lo alto, casi en vacío y a la sombra de pinos, las orillas del molde de herradura y me retenía inmóvil la retina. A 23 km de Ciudadela, era la playa más familiar. Alba clara. Estéril sombra a esas horas. Adivinaba pujante el apetito en un restaurante viendo la playa desde lo alto. Con maestría me sirvieron un pescado del día a la brasa. Aguardé hasta el crespúsculo viendo las ondas esquivas de la cala. Una evasión deseada.
Había unos muros de piedra seca (“parets”) en ondas y otros zigzagueantes en la ladera empinada del poblado de Migjorn Gran a 26 km de Ciudadela, que separaban la tierra cultivada de la autóctona o “marinas”. Terrazas de azotea de piedras ignoradas. Las manos de aquellos “paredadors” eran expertas para combinar las seis caras de una piedra. ¡Qué apariencia áspera la piedra roja del centro de la isla o blanca de marés del poniente menorquín! Las tapias levantadas de la arquitectura ciclópea se remontaban allá por el s. XV a.C. Atado a mi recuerdo quedaba la inexplorada visita a otra nave funeraria (Cova des Coloms o Catedral, BIC, 1966) que había reservado, sin prisas, para otra cita. A los poblados roqueños de tintes blancos sobre tapices verdes se sumaban silencios aviando rituales antaño perdidos.