CU de la US
Luis Miguel Villar Angulo

San Juan de la Rambla (Tenerife)

Estaba San Juan de la Rambla en un barranquillo de la costa norte de Tenerife, pasado Los Realejos por la TF-5. Allí los nadadores se jugaban la piel entre las olas por impaciencia. Allí las rocas se abrían en estanques circulares, retorcidas por las raíces del Teide mostrando sus venas. ¡No valía tentar la suerte!

Miraba unas calles acordonadas por flamboyanes (Delonix regiade flores rojizas y follaje verde brillante fuera de vacilación alguna, en compás lento de pies. Sin quebrantamiento del instante los ojos se detenían en miradores de casas modernas y en casas tapiadas y trepadas por buganvillas vivamente coloreadas. La Capilla de la Cruz y San Rafael, patrocinada por un grupo de personas del pueblo en el s. XX, pasaba inadvertida en la calle Calvario.

El balcón canario, símbolo de gente con poderío, rescataba la tradición renovada del mirador tradicional. Ensamblados de base, pilastros y tejado, el antepecho de los balcones con celosías atraía los ojos de los paseantes, como ocurría en la villa de La Orotava.

La acera de la Av. La Libertad discurría entre palmeras canarias (phoenix canariensis) con bancos callejeros vacíos de gente, pero llenos de dichas y sinsabores, orientados el este de la isla libre de edificaciones. Allí, apostado a un mirador, la brisa esparcía una amorfa tranquilidad entre boqueadas.

A la izquierda, detrás de un muro blanco y asentado sobre un rellano, se erigía la Iglesia de San Juan Bautista en una placita enlosada. Acompañado el templo por tres casas de una planta con balcones de hierro, ventanas de guillotina y balcón terraza de madera tallada, el blanco de las fachadas contrastaba con los oscuros portones.

Ni un grito de chiquillos en la calle. Todos los estudiantes estaban en los colegios de educación infantil y primaria o en el Instituto de educación secundaria. Ni una lluvia horizontal que calmara la sed de las plantas suculentas. Tan solo el viento barría las calles peatonales y movía el dosel de las palmeras. Circulaba algún coche subiendo una cuesta de casas modernas adosadas con portales adornados de maceteros, algunos con palmitos arbóreos y anturios. Una mujer de edad se iba ahogando por el esfuerzo de subir y bajar cuestas refugiándose en una pared. Dos mujeres iban o venían de comprar en algún bazar o supermercado cercano.

Cuando mi anfitriona preguntó por el lugar más emblemático del pueblo, la mujer de más edad señaló el mirador Charco de la Laja, y para mayor fama dijo que la revista Vogue había hecho un reportaje del mismo. (Su memoria le había hecho una mala jugado, porque el Mirador de La Laja estaba en la Gomera).

Una torre de cantería con reloj se alzaba sobre los muros de las dos naves de la antigua ermita. Dos portones con arco de medio punto de piedra ignimbrita con impostas resaltadas y dos ventanas cerradas recogían el equilibrio sereno de la fachada.

Dos personas se asomaban a la puerta abierta de la iglesia y dos arcos de cantería abrían la sencillez de las columnas toscanas y el crecimiento arquitectónico por adición de capillas de la parroquia. La tradición de la imagen de la Virgen de la Candelaria era consustancial a la isla y allí las almas quietas la rezaban. La pronunciación delataba acento extranjero en algunos susurros de visitantes.

Al día siguiente era Viernes de Dolores. Henchidas de juventud, Mercedes y Milagros olvidaban su ronda de los ochenta años de edad y colocaban flores de invierno en la peana del paso de la Virgen de Dolores subidas a una escalera de tijera. Delante de un cortinón morado que tapaba el altar mayor y los restos de la antigua ermita, el Cristo Crucificado atribuido al escultor grancanario Lujan Pérez dominaba la estatuaria barroca y dejaba silente de notas de oratorio el teclado del órgano del lado opuesto de la nave. El paso de la tradicional Borriquita tanteaba la Semana Santa y Jesús portaba una túnica roja preludio de su crucifixión.

No había chácharas en las calles peatonales. Los coches se alineaban en tramos de la Av. Libertad y algunos paisanos se sentaban en la terraza de la única cafetería que estaba abierta. Se veía y sentía el mar. Las mareas llenaban de espuma blanca el azur de la bandera de San Juan y del primer colono portugués no había quedado rastro de acento alguno.

Los turistas se acercaban a ver las rocas por el paseo del Charco de la Laja. Desde arriba armonías de tomillo marino y lechuga de mar acompañaban los peldaños del sendero delimitados por lascas. Pocos forasteros habían reparado que un grupo de profesionales de los 4828 habitantes del pueblo había merecido una inscripción honorífica en una lápida de piedra que cerraba una callejuela: “Me fui a San Juan de la Rambla para hacerme a la medida unos zapatos a prueba de malpaíses y ortigas”. Aquellas palabras del poeta Pedro García Cabrera, dedicadas al gremio de zapateros, recordaban que la gente tenía más necesidades de abrigarse los pies que de reparar redes y aperos de pesca. 

La bajada al Charco de la Laja se acompañaba de acordes de una sinfonía dominada por instrumentos de viento y percusión. La cautela era una virtud al contemplar la bravura de las olas que desgastaban las rocas y habían hecho una piscina con un salidero que mas parecía el desagüe de un embalse. Estaba prohibido acercarse a esa zona. Las fotografías de bañistas en tiempos de aguas calmas eran de otra época. Marzo era un mes que atraía las fuerzas de los vientos alisios y el mar rugiente hacía migas la lava convertida en un pedregal negruzco. Los letreros de sostenibilidad y prohibiciones de la zona dejaban como única opción al turista extasiarse con los ojos para ver la transformación de los azules transparentes en blancos cremosos y escuchar trombones y timbaleros escondidos en oleadas rítmicas en una hondonada de agua natural.

(Dedicado a mi anfitriona, OMAR)

Escenas del pueblo de San Juan de la Rambla

 

Iglesia de San Juan Bautista

 

 

Charco de La Laja

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Luis Miguel Villar Angulo
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