CU de la US
Luis Miguel Villar Angulo

Un espacio cultural malagueño

 

Paseo de la Pérgola.

Bajado del autobús de Torremolinos, veía miles de m2 claros, restaurados, solemnes desde el Muelle 3. Livideces de luces y sombras en lamas sinuosas del Paseo de la Pérgola por el Muelle 2 que retenía al público en tránsito a la Plaza del Agua.

Desnudas y alineadas 400 palmeras ceñidas en cuarteles sin vuelo y aves henchidas de semillas y bayas. Rodajas de azul adormecido del Mediterráneo, vigiladas por 200 láminas de hormigón armado blanco colgadas de una pérgola. Verdes floraciones en cuarteles 20×20 m ante el Paseo de los Curas, y rachas de terral rayando en jirones las yemas renovadas.

Centre Pompidou Málaga.

Un brillo terso, hiriente de luz, titilaba en los reflejos de los colores fríos y primarios azul, verde, rojo y amarillo, estructurantes de los códigos que los arquitectos habían usado en el parisino Centre Pompidou, y que actualmente iluminaban el cubo de cristal del Centre Pompidou Málaga.

Era una fachada como un gigantesco cuadro de Mondrian de vida subterránea. Cuando entré en el interior del pozo de luz, las personas que accedían al museo parecían hormigas curiosas mirando hacia dentro.

Había estado por primera vez en 2017, dos años después de su inauguración. Había penetrado en el centro cultural malagueño siguiendo una bajada a paso lento por una escalera armoniosa. En esa planta se abrían cauces de salas con pinturas de sutiles matices e implacable modernidad: 90 obras que procedían de una compilación de la institución parisina, y que formaban la exposición semipermanente titulada la Colección (2015-2017).

Una instalación de video de Sorin me anticipaba que todo estaba bien (“It’s Really Nice”, 1998), introduciéndome en una nueva dimensión del arte al ver los rostros de personas de distintas apariencias en monitores de TV. En otro haz, Erró sacaba de “Stravinsky” (1974) dos lucientes gestos en un óleo y barniz sobre lienzo de lino.

Cuando el crepúsculo personal de Picasso no aparecía en el delicado óleo sobre tela “Le Chapeau à fleurs” (1940), Saura trazaba gruesas pinceladas en tres colores para retratar a “Dora Maar” (1984), amante de Picasso, que éste la había retratado en 1937 siguiendo el principio deconstructivo del cubismo.

En la exposición de 2023, Picasso apostaba por un “tiempo de ocio” (uno de los motivos de la exposición) para los niños en el bronce “Petite fille sautant à la corde” (1950), donde los trazos me dejaban las pupilas abiertas para seguir el movimiento.

Particularmente ensimismado con las obras de Chagall, su “Dimanche” (1952-1954) con temas y asuntos judíos, perfilaba dos amantes flotando en el espacio parisino en un color desbordante. La frescura imaginativa del amor corría contenidamente y los reflejos del amarillo, rojo y verde buscaban el sueño.

La soledad parecía vivir en la presencia de la imagen, en el valle de la ausencia donde el caudal del tiempo no tenía límites. La distorsión del “Autorretrato” (1971) de Bacon, pintado sobre lienzo, me ayudaba a filosofar sobre la discrepancia entre cuerpo e imagen proyectada, en clara distancia con respecto a la representación del “Autorretrato” (1948) de Dufy.

Sin embargo, su óleo sobre un panel de fibras “Bal au Moulin de la Galette” (ca. 1943), expuesto en 2023, era un homenaje a Renoir, y servía otro propósito de la exposición (“Tiempo de las vacaciones”) mostrando un aspecto de la relajación y del entretenimiento.

De la vertiente surrealista era el óleo sobre aluminio “The Frame” (1938) de Kahlo o de uno de los innumerables autorretratos que jalonaron la experiencia artística del español González, como el óleo sobre cartón “Dernier autoportrait” (1942-1943).

Caudales de lentitud aparecían en el óleo sobre lienzo “Femmes dans un intérieur” (1922) de Léger. Un canapé amarillo contrastaba con figuras sedentes o erguidas como modelos metálicos. La pompa de los personajes se alineaba con el interiorismo preciso del fondo del cuadro. Por otra parte, en “Les Loisirs. Hommage à Louis David” (1948-1949) de la exposición de 2023 había más movimiento en las figuras del espacio, y los colores blancos flotaban en las nubes.

El ocio arrastraba a los personajes con latidos más humanos. Más metafísico parecía el lienzo “Deux personnages” (1920) de De Chirico. Un cuadro que representaba a dos personajes sentados en una butaca roja portando cada uno de ellos barcos con sensación de inmensidad en dos cuerpos inmóviles, dormidos, en medio de la soledad del espacio.

Un bronce patinado de Giacometti parecía que los miembros del cuerpo extendido de una mujer gravitaban, de frente, sobre un paisaje mudo (“Femme nue debut”, 1954), mientras que las líneas abocetadas desgarraban el rostro y el cuerpo sedente de su última musa “Caroline” (1965), una modelo obediente, y un óleo que hacía brotar a flor un relieve terso.

Cuando miré “Figurine dans une boîte entre deux boîtes qui sont des maisons” (1950) en la exposición de 2023, Giacometti había dotado de movimiento a la figura en un interior, que era un espacio sagrado de intimidad (“Tiempo de la introspección”), y que representaba una evolución de la rigidez de la mujer desnuda a la ligereza y elegancia de la figura en movimiento.

Más seguida y alámbrica era “Masque” (1929), una silueta de un rostro con la que el estadounidense Calder había iniciado la escultura cinética. Mientras tanto, el rumano Brancusi había creado una musa oval durmiente con pelo insinuado, nariz, labios y ojos cerrados de forma lisa y simple, todo como un semblante abstracto.

Los visitantes iban entrando uno a uno y las paredes distanciaban las obras para mejor contemplación. Entraban innumerables parejas y comentaban las obras en murmullos de baja intensidad. No dedicaban tiempo a contemplar las obras ni a leer las cartelas. Ojeaban los cuadros con suspicacia como si uno hojeara un libro sin curiosidad. Sucedían colgados o encerrados en vitrinas de las salas, cabezas levemente esculpidas, lienzos de gran tamaño como frisos que cabalgaban por las paredes e imágenes distorsionadas en formato de video.

Así, la escultura de un hombre cabeza abajo dentro de un cubo (“Le mannequin”, 1985) donde Séchas, manejando gomaespuma, ropa, cuenco de plástico y escayola, había edificado un maniquí provocador, o la pintura acrílica “Femme-objet” (1967) de Klasen que representaba el rostro inerte de una mujer y otras representaciones fragmentadas de elementos más o menos identificados.

En el caso de un cuadro de Dubufett, un magma de colores contenía figuritas iluminadas que bailaban con pasos rápidos y complejos en tiempo de giga. La tonada del lienzo lo había titulado “La Gigue irlandaise” (1961).

Mientras, en la Sala principal abarrotada de 133 esculturas amontonadas de papel de aluminio comprimido a la deriva, había percibido orantes sin alma, sueños bordoneados sin entusiasmo. Era una creación fantasmagórica del francés Attia (“The Gost”, 2007).

Tiempos de Confrontación.

Cuando volví al Centro en 2023, esta Sala exponía “Tiempos de Confrontación”, que servían para repensar la realidad. En ella cabían artistas de la talla del brasileño Neto (“We stopped just here at the time”, 2002) con una obra suspendida de bolsas que contenían olores y colores como licra, clavo, cúrcuma y pimienta fomentando con esas liras inspiración, espiritualidad y sensualidad.

La maqueta de madera, metal y cristal de Rossi (“Il teatrino scientifico”, 1978) daba significado a un tiempo del teatro distinto al de los relojes, y la “arquitectura como filtro” (descrita como la base de un hexágono de forma irregular) de Ito (“Pao II: A Dwelling for Tokyo Nomad Women”, 1989-2017), compuesta de metal, tejidos, plexiglás, cerámica, papel, ropa y libros, compendiaba una sinrazón forma de vivir.

Después de atravesar una lámpara colgante que emitía sonidos pasé a una habitación azul y de ahí a la Sala principal con un enorme gusano compuesto de objetos residuales de colores.

Avanzaba sin mucho entusiasmo por las salas, y me detuve ante una obra de Tàpies que me resultaba familiar después de haber visto exposiciones del autor en la Fundació Antoni Tàpies de Barcelona y otras obras terrosas en la Fundación Juan March de sus sedes (Madrid, Palma y Cuenca). Se trataba en este caso de una pintura de dos piernas a la cola, madera y tejido coloreadas sobre lienzo (“Les Jambes”, 1975).

La hora se acercaba a mediodía y mi visión tenía cierta bruma por la legión de pinceladas del holandés De Kooning que en “Untitled XX” (1976) había desparramado brochazos de azul y amarillo en todas las direcciones sobre un lienzo, mientras que Picasso había pintado una pareja con pinceladas de ciano sobre un soporte contrachapado en “Couple, 7 de febrero – 25 de junio de 1971 Mougins”.

Se notaba el sueño que desprendía “Souvenir de voyage” (1926) del belga Magritte que superponía moldes de torsos y paisajes en planos imaginarios con precisión fotográfica y asociados aleatoriamente.

Eran tiempos surrealistas que habían alcanzado el modo de pintar de algunos artistas, entre ellos el rumano Brauner o el tinerfeño Oscar Domínguez con el que había participado en una reyerta. De aquel veía el óleo sobre lienzo “La Formatrice” (1962), una formadora en la que latía la inquietud en las venas como promesa de protección innombrada.

En el caso del francés Picabia, su “Figure et fleurs” (1935/1943) reflejaba que el artista había transitado por todos los géneros pictóricos del momento terminados en ismo, sin que hubiera renunciado al arte figurativo. En el palpitante corazón de la figura desconocía que las flores eran un sueño bajo una sábana de lluvia. Cuando regresé en 2023, el centro exponía una nueva obra de este artista: “Bords de la Sédelle” (1909) en la que se percibía el latido del agua discurriendo entre espacios de colores planos. En este caso, las formas rendían tributo a la materia sin fingimientos para un “Tiempo de las vacaciones”.

Dos esculturas habían señalado mi despedida del espacio cultural malagueño en 2017 arrastrando mi perplejidad ante las composiciones de desnudez en la figuración: una en bronce (“L’imbécile”, 1961) y otra en hierro (“Daphné”, 1937).

El autor de la primera obra era el alemán Ernst, que había experimentado con cualquiera de los materiales que tuviera a su alcance en una época de guerra convulsa. El segundo escultor era el español González, que había aportado nuevas formas de trabajar con los materiales. En ambos casos, mis ojos se habían quedado sorprendidos. Había sentido un pincho en la mirada, como un sueño estéril.

Había representación de pintores españoles en la exposición de este Centro en 2023, particularmente en la sección “Tiempo de los intersticios”, un tiempo para la evasión del alma. No quería saber si el color azul era antes o después de la aurora que estaba naciendo entre puntos y nubes de un espacio elíptico, como un sueño de elementos dispares cargados de simbolismo en un lienzo de Miró (“La Sieste”, 1925). En otro óleo sobre tela del autor, “Baigneuse” (1925), el azul profundo casi líquido de olas mortecinas amaba la esperanza a la luz de la luna.

Los tiempos de búsqueda de la expresividad y planitud previos a la Segunda Guerra Mundial se acomodaron en el estilo de Matisse con un óleo sobre lienzo “Liseuse sur fond noir” (1939). Allí había dejado retazos de simplicidad en elementos conjugados con cromatismo expresivo.

Los senderos del espacio volvían a estar como en la tierra y se entrecruzaban lejos de la ciudad, lejos del hombre y de su laboreo. Varela sondeaba con laca sobre masonita su “Imagen nº 2” (1974) de amplísimas rectas en un marco sombreado de una ventana que se abría a un valle oferente de verdeoscuros con fondo de azules que aleteaban las montañas. Captaba el “Tiempo de los intersticios” de la vida interior a la exterior.

La escultura italiana, simbolista, había encontrado en Wildt un creador que se inspiraba en modelos clásicos renacentistas y que deformaba hasta dotarlos de expresividad, como en el dolor retorcido del bronce “Vir temporis acti” (1921).

De su discípulo Fontana llegué a conocer sus producciones radicales en las que hendía cortes o perforaba la materia haciendo que las pinturas-objeto de sus conceptos espaciales tuvieran movimiento, como si fueran una constelación en la pintura vinílica sobre lienzo y madera lacada (“Teatrino (65 TE 76)”, 1965).

Dado que no entendía el movimiento espacialista, no pretendí comprender sus manifiestos y reglamentos sobre la luz y el espacio que justificaran sus perforaciones y cortes en obras de papel y luego de lienzo. Me costaba vislumbrar el espacio más allá de la materia en el bronce “Scultura Spaziale” (1947) con el que sugería la transformación de la materia, sobre todo después de haber degustado la pintura impresionista de Derain en “Les Deux Péniches” (1906) captando el movimiento de unas barcazas en el londinense Támesis.

No me quería preguntar más sobre el arte que entendía recortar la realidad pegada en un cuadro. No lo sentía. Un óleo, enlucido, diversas telas y arpillera fijadas sobre lienzo y cordel eran objetos que el italiano Burri había ensartado en “Sacco e bianco” (1953) recordando otras formas que había conocido durante la Segunda Guerra Mundial en su país. Debió de inspirarse en el “arte en bruto” acuñado por Dubuffet, pero a mí me había recordado más el Tapiès de obras abstractas con sustrato material que había conocido sobradamente en museos españoles.

Paseo Marítimo.

¡Humildad en la contemplación estética! que esta visita no había sido la primera y no sería la última que afilara el intelecto, me dije. Caminaba por el Paseo Marítimo Pablo Ruiz Picasso. La playa aovillaba espetos en chiringuitos llenos. ¡Adiós a la cola del Chiringuito Cachalote! ¡Multitud de corrillos en el Restaurante Apolo! La mar salpicaba aleteos de gaviotas. La primavera retiraba la resaca de las ramas en que germinaba la aurora floral. Cerré los ojos. La paciencia premiaba con cervezas talones cansados. En la sombra de un velador, el humo de un puro lejano dormía mis recuerdos del espacio cultural malagueño. Adiós. Adiós.

(Continuará)

Miscelánea de la Colección.

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Un pensamiento sobre “Un espacio cultural malagueño

  1. Anónimo

    !! Muchas gracias por compartir Luís Miguel !! he estado en Málaga y conozco el Museo Picasso, pero no el Centro Pompidou, y lógicamente tengo que volver a la ciudad para visitarlo… Me has provocado con tanta riqueza artística,

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Luis Miguel Villar Angulo
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