CU de la US
Luis Miguel Villar Angulo

Y los eméritos se jubilaron en Mérida

Dos ríos – Guadiana y Albarregas – habían rajado las entrañas de Lusitania al sur del río Duero. La voz de Octavio Augusto había promovido la ciudad Emerita Augusta entre ríos y encinares para acoger a los soldados retirados de la Legio V Alaudae. Una legión de alondras jubiladas que tenía situado su campamento en la Asturica Augusta (Astorga) para participar en las guerras contra cántabros y astures y como guarnición de Lusitania. Aquellos soldados licenciados y los de la Legio X Gemina habitaron la colonia Augusta Emerita en el 25 a.C., realizada por el legado de la provincia Publio Carisio, según había contado el historiador de los orígenes de Roma Dion Casio. Para entonces, Tito Livio había escrito el libro Ab Urbe condita sobre la fundación de Roma en 753 a.C.

Mientras pensaba en las rutas de mi visita corta a Mérida, leía información de la ciudad contenida en una página web, al tiempo que repasaba otros itinerarios de una aplicación oficial para IOS que comprendía un recorrido de visita breve, aparte de cuatro rutas temáticas. No dudaba que estas opciones explicativas eran inicialmente suficientes para repasar sitios y monumentos de la ciudad que había conocido en excursiones anteriores. Decidí dar una vuelta por los monumentos atendiendo a sus horarios de apertura al público y a la proximidad de mi punto de salida que era el Convento Jesús Nazareno (Parador Nacional de Turismo Vía de la Plata, desde 1933).

El primer destino había sido el Museo Nacional de Arte Romano (MNAR), inaugurado en 1986, construido por Rafael Moneo después de cuatro años de trabajo, y considerado Patrimonio de la Humanidad de la Unesco. Lo había visto en otras ocasiones. Cuando paseaba a lo largo de las arcadas sucesivas de ladrillo, como si fueran bóvedas triunfales de una nave de luz indirecta, comprendía que el arquitecto navarro había interiorizado brillantemente la grandeza constructiva de la época imperial romana con un eje longitudinal vacío y muros transversales. Incluso la calefacción del edificio recordaba los hipocaustos romanos. 

Interior del Museo de Arte Romano

El ladrillo de adobe o cerámica había sido el material básico en la construcción de la Antigua Roma. El ladrillo de tipo bético recubría las paredes (opus testaceum) y arcos en el interior y exterior del edificio. La unidad estilística del material latericio en el museo realzaba su valor estético.

Biblioteca de restos pétreos en el muro de fondo del Museo

Había echado horas contemplando las alas laterales entre muros de la nave central deteniéndome en sus múltiples mármoles que contenían dioses, emperadores con vestimenta militar (peto y espaldar con adornos, paludamentum sujetado al hombro por una fíbula o broche, y tiras de cuero o launas). 

Emperador con vestimenta militar. Siglo I d.C.

Más adelante, advertía los atuendos más suntuosos de la musa Proserpina que había ocupado un sitio en el frente escénico del teatro.

Proserpina

Proserpina era hija de Ceres que, siendo diosa de la agricultura, había presidido las representaciones de obras de la literatura clásica en el teatro romano, coincidiendo con la recogida de los cereales.

Ceres. Siglo I d.C.

Una pieza de cabeza simbolizaba la deidad sincrética de Serapis que había ocupado un espacio en el frente escénico del teatro.

Serapis

Una estatua cubierta parcialmente con un manto representaba a Esculapio. Continuaba viendo piezas. Un cipo funerario dedicado a un intendente había sido encargado por su esposa. Me detuve un momento ante un brocal de pozo con figuras infantiles talladas en medio de arquitos que saltaban como chisporroteos de agua. Otra mirada detenida a un muro. Un mosaico con el rapto de Europa mantenía viva la cultura llegada del Mediterráneo oriental.

El movimiento de la supuesta estatua de Ascanio, calzado de botas, adelantado con la pierna derecha, vestido con túnica corta pegada al cuerpo y manto cruzado en el brazo derecho y prendido por fíbula a la altura del pecho,  parecía una encarnación de un hombre corriendo en busca de un mejor destino; y así continuaba mi paseo observando interpretaciones de deidades, como Anquises, Isis-Perses, Venus de pie con amorcillo montado sobre delfín, Mercurio sentado sobre una roca, escenas de banquetes y otras dedicadas al culto mistérico del mitraismo

Supuesta estatua de Ascanio. Siglo I d.C.

La cabeza de Augusto velado en su condición de augustus, tallado en mármol de carrara, le había dado al emperador una condición divina y de máxima autoridad religiosa.

Augusto velado

Muchos retratos faciales eran increíblemente realistas (por ejemplo, un varón con una verruga debajo de la comisura de los labios). Mientras, las mujeres retratadas aparecían peinadas con rizos. 


Retrato de varón con verruga. Siglo I d.C.

De vez en cuando miraba cómo las ovas y los roleos de acanto se enrollaban en capiteles o lastras precediendo su uso a la decoración barroca, o cómo una ménsula en forma de toro había formado un voladizo arquitectónico en el foro.

La recreación de una casa de Mérida con mosaicos (opus tessellatum) y pinturas murales de vivos colores con dinámico movimiento resultaba ser una vivienda de clase social pudiente y cazadora (a juzgar por la temática pictórica).

Recreación de una casa de Mérida

La escena de cacería de una pantera hallada en la villa romana de “Las Tiendas” parecía un intento de magnificar la aventura cinegética del dueño (siglo IV d.C.). Mostraba cómo hábiles albañiles sabían construir capas de statumen, rudus y nucleus de un mosaico, y cómo adiestrados y creativos pintores autorizados por los dueños entregaban sus bocetos a musivarios y teselarios para rematar el trabajo. El mosaico de los Aurigas era un suelo alfombrado de teselas hábilmente tejidas en colores de una habitación. 


Escena de cacería de la Villa Romana “Las Tiendas”. Siglo IV d.C.

El relieve minucioso de la cabeza de Júpiter-Amón, divinidad sincrética, fijado a una pared que había presidido la entrada del Foro tenía gran pulcritud técnica.

Clípeo de Júpiter-Amón

Reconocía que la epigrafía y la numismática eran asuntos temáticos en los que no ponía mucha atención. Así que pasaba delante de esos objetos expuestos en los pasillos laterales y vitrinas sin detenerme. Por el contrario, me apoyaba en las barandillas de los pasillos transversales de las plantas altas para ver tapices geométricos de teselas atacados a los muros que me deslumbraban por su diseño y tamaño.

También me detenía ante los retratos funerarios que parecían obras sacadas a puntos por escultores de máscaras funerarias. La retratística romana era una de las secciones más atractivas de este museo. Algo llamó mi curiosidad. Las estelas funerarias en edículos caseros habían adoptado múltiples formas en la actualidad. Esa singularidad estilística la había reconocido en el arte de nuestros días. Por ejemplo, había recordado la sucesión de hornacinas en las bancadas de las provincias de la plaza de España de Sevilla como quioscos para la lectura de libros. Un detalle arquitectónico adoptado de los antiguos edículos.

Estela funeraria en forma de edículo

Las ruinas de la cripta pertenecientes a una zona suburbana de la ciudad se descubrieron cuando se construyó el museo. Cuando llegué al sótano del Museo había recorrido tres pisos en varias horas. 

Mi ruta continuó por el anfiteatro y teatro que estaban al lado del museo. Había conocido otros anfiteatros de la época romana en Sevilla (Carmona e Itálica), Cartagena, Tarragona y Córdoba. Todos ellos tuvieron el mismo propósito: los juegos gladiatorios, las cacerías y luchas entre animales sobre entarimados de madera cubiertos de arena. Eran grandes esos recintos para acoger a unos quince mil espectadores, clasificados según clase social, que se acomodaban en graderíos (caveas summa, media e ima) aprovechando los desniveles de las colinas. En ocasiones aparecían sillares almohadillados a la entrada de los vanos. El acceso al anfiteatro de Mérida del siglo VIII a.C. lo hice por una de las tres puertas monumentales de tres metros de ancho que tenía tongadas de piedra desgastada con verdugadas de ladrillo y con cartelas explicativas sobre el juego de los gladiadores, vestidos y armamento, aparte de trece vanos para el público.

Anfiteatro

Puerta de acceso monumental

Separado el anfiteatro por una calzada, pasé al teatro, que lo conocía en su función real: un sitio para las representaciones de obras trágicas, cómicas y conciertos de música que en el año 2021 iba por la edición 67 del Festival Internacional de Teatro Clásico, y que había sido declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Construido a instancias del cónsul Maco Vipsanio Agripa en los años 15 y 16 a.C. daba cabida a unos seis mil espectadores. Era de tamaño menor que el primer teatro romano construido en España (Cádiz), y que el ejecutado sobre piedra (teatro romano de Cartagena), excavado y restaurado por Rafael Moneo en 2008. Como el teatro romano de Málaga había sido erigido en la ladera de la Alcazaba, el de Mérida también había aprovechado el desnivel del cerro de San Albín para su levantamiento. Al igual que el anfiteatro, la distribución de la cavea se disponía según rango social de los espectadores. Bajé por un vomitorio a la zona de la orchestra para contemplar de cerca el proscenio y la escena que conservaba réplicas de esculturas que se guardaban en el Museo de Arte Romano, entre ellas, la diosa Ceres. No recordaba la función que había visto hacía años. Había grabado en mi memoria el calor sofocante de la noche, la sonoridad de las voces, y la sensación de haber vivido en otra época. (El teatro romano de Itálica acogía el festival de teatro clásico de Andalucía, aunque había visto la mayor parte de las representaciones en el anfiteatro de la localidad). Salí por detrás de la escena al peristilo que conservaba una zona de pórticos usada como esparcimiento entre función y función.


Calle de comunicación anfiteatro y teatro

Frente de la escena o frons scaena con detalle del proscenio

Peristilo

Apresurado por la hora de cierre del monumento, me adentré en el espacio arqueológico donde se hallaba la Casa del Anfiteatro. La arquitectura privada indicaba el urbanismo de muchas urbes. Siendo los teatros, anfiteatros y circos, al igual que las necrópolis, monumentos construidos en los suburbios o afueras de las ciudades, la Casa del Anfiteatro distaba de la posición privilegiada del Foro donde se habían levantado los edificios más emblemáticos. No obstante, la casa tenía un patio porticado, pozo y jardín, el triclinio con el Mosaico del Otoño, junto a otras dependencias como comedor, cocina y baño termal que se evidenciaba por unos arquitos. Los pasillos estaban cubiertos con mosaicos. Observé que quedaban restos de pintura en algunos muros. La Casa del Anfiteatro no estaba incluida en el índice de la organización Villae Hispaniarum. Hacía memoria de otras villas visitadas, como La Olmeda, o la espectacular villa romana de Casale en Piazza Armerina, y reconocía el esfuerzo por excavar y mantener el legado arqueológico de esta Casa para la ciudad de Mérida.


Fragmento del Mosaico del Otoño con escena de pisa de uva

Baños

Ya divisaba a lo lejos de la calle Marquesa de Pinares los primeros pilares robustos de hormigón romano del Acueducto de los Milagros. Crucé un paso bajo nivel de la línea férrea cuando se abría una enorme pradera que permitía divisar la larga conducción hidráulica que había traído las aguas desde el pantano de Proserpina a unos cinco kilómetros al norte de la ciudad. Allí ganaban hegemonía hiladas de pilares de granito y ladrillo rojo de unos veinticinco metros de altura en una trazada de mas de ochocientos metros. Allí anidaban cigüeñas. Allí acompañaba al gigante el riachuelo Albarregas. Allí un puente romano del siglo I a.C. salvaba las aguas de este riachuelo crecido de vegetación palustre, acompañado de fresnos y sauces refugio de ardeidas (garcillas, garcetas, etc.).

Acueducto Los Milagros
Puente romano sobre el río Albarregas

No era momento de dudar en el paseo. Llegué a la Avenida de Extremadura para fotografiar un recinto que tenía dos piezas de desigual caracterización estética. En la misma acera había un oratorio (el Hornito) del siglo XVII con dos columnas de mármol, dos capiteles y relieves extraídos de un templo dedicado al dios Marte que concentraba a la gente para platicar con la elocuente Santa Eulalia, niña martirizada en Mérida en tiempos del perseguidor de cristianos, Diocleciano, hacia el 303-305 d.C. Aquel odio a la Niña Santa alimentó la devoción de los emeritenses convirtiéndola, entre otros títulos, en Patrona de la ciudad.


Hornito y Basílica de Santa Eulalia

La portada románica de la Basílica Menor de Santa Eulalia, considerada como tal por su antigüedad, extensión y magnificencia en 2014, se cerraba con un ábside de estilo gótico. Había sido lugar de peregrinación para visitar a la Santa en la edad media, hecho constatado en las reformas del templo entre 1990 y 1992. Entendía que la excavación era como un libro que se leyera en dos capítulos: el primero era la cota inferior al basamento, que albergaba el peristilo de una casa romana, un pozo de noria musulmana, sepulturas de un cementerio cristiano del siglo III, la cripta de santa Eulalia en la cabecera visigoda del templo del siglo XIII, un mausoleo redecorado con pinturas del siglo XVI, y los cimientos de las tres naves y de las dos torres de la iglesia. El otro capítulo era la iglesia en el suelo del nuevo basamento desde el que se contemplaba el inframundo del túmulo de la mártir en el ábside del siglo V d.C. Mirando al techo veía un artesonado barroco. Observando el púlpito notaba un fenómeno entre pisos del pretil del púlpito: la escalera estaba alrededor de un pilar en el suelo de la iglesia, pero el sostén reposaba en el nivel de la cripta. La plataforma para el oficiante y el tornavoz eran vivibles en la iglesia. La Basilica acogía imaginería que procesionaba en Semana Santa. Entre las tallas destacaban la escultura en madera de ciprés del Santísimo Cristo de los Remedios del siglo XVII y la imagen de vestir de Nuestro Padre Jesús Nazareno.

 


Portada románica

Interior de la Colegiata

Muro del ábside mayor

Artesonado mudéjar
Escalera y plataforma del púlpito
Sostén del púlpito en la cripta

Santísimo Cristo de los Remedios

Nuestro Padre Jesús Nazareno

Iba incorporando mis reflexiones y recuerdos de la Colegiata visitada por la rambla Mártir Santa Eulalia, cuando atravesé la Puerta de la Villa y de inmediato me planté en el antiguo foro romano ante el Templo Diana-Palacio de los Corbos. El Templo de planta rectangular era un edificio religioso romano construido con bloques a soga y tizón en el siglo I d.C. dedicado al culto imperial de Augusto. Rodeado de columnas de granito, elevados sus fustes estriados sobre una base, remataba su altura con capiteles de estilo corintio. Vista de frente la columnata hexástila y el tímpano, el Templo tenía una belleza clásica justamente reconocida (Patrimonio de la Humanidad). En ese entramado aparecía el Palacio de los Corbos de estilo renacentista (siglo XVI) al fondo, llamado popularmente la Casa de los Milagros, que se había podido salvar después de una obra de restauración para la ubicación de un centro de interpretación del Foro de la colonia. El barrio judío se había levantado junto al Templo de Diana. 

Templo de Diana con fondo del Palacio de los Corbos

El ruido de obras callejeras retumbaba con fuerza. La gente se agolpaba en zonas de la Plaza de España hasta que frené en mis oídos el chasquido del agua sobre las cornucopias de la fuente neobarroca y luminosa de finales del siglo XIX realizada en un taller lisboeta, que ocupaba el centro de la Plaza, caminando hacia la Concatedral de Santa María. En ese momento, el reloj del Ayuntamiento de 1883 marcaba las 12,35 h. A pocos metros, una cartela rezaba que la sociedad del círculo emeritense se había construido en 1897. Algunos socios se congregaban a pares en los bajos del edificio de corte clásica. Circunvalaba la plaza en contra de las agujas de reloj para situarme enfrente de la Casa de los Pacheco de tres alturas con vanos de frontones curvos, triangulares y ventanas adinteladas. Pensaba en la comodidad de las vistas desde la terraza que remataba la Casa con bolas rojas sobre acróteras. (Luego reflexioné que sería mejor para otra ocasión). Siguiendo la acera, el Palacio de Vera Mendoza, renovado como hotel, al igual que la Casa de los Pacheco, tenía una apariencia barroca y robusta por los sillares graníticos que le daban sustento. Eran dos edificaciones que los propietarios habían sabido remozar acompasando los patios interiores a las necesidades turísticas para alcanzar más estrellas en sus logotipos. Enfrente de estos edificios, el Palacio de la China de marcada influencia neomudéjar de 1928 había nacido como centro comercial y continuaba esperando inversores para tener mercado. Me quedaba girar la cabeza para cerrar la representación de esta histórica plaza que desde la época de los Reyes Católicos la habían transitado espectadores en miles de actos culturales, políticos y sociales.

Ayuntamiento

Fuente, Palacio de Vera Mendoza y Casa de los Pacheco

Palacio de la China

Por encima de la puerta adintelada de la Santa Iglesia Concatedral Metropolitana de Santa María la Mayor que miraba a la Plaza de España se distinguía una hornacina cerrada con verja entre un par de columnas con capitel corintio que amparaba la Virgen de la Guía del siglo XVII. Durante unos minutos observé pensativo como sonarían las diez campanas de la torre-campanario. Bordeé el templo hasta posicionarme delante de la Puerta del Perdón para contemplar los detalles de las pilastras cajeadas de capiteles jónico y corintio del siglo XVI hechas en piedra, y la torre-campanario encalada que conservaba un reloj mecánico del siglo XVI, al estilo del guardado en la Catedral de Santo Domingo de la Calzada, que no tenía esfera ni agujas. No era horario de repiques. Así que entré en el templo.


Puerta de Santa María o de la Guía

Puerta del Perdón

Capilla Mayor, Altar Mayor y Santísimo Cristo de la O

Lo había experimentado en muchos templos, una sensación a la vez artística y religiosa, como un homenaje que admiraba y apreciaba a partes iguales. Contemplaba la magnificencia del Altar Mayor con la representación de la Asunción de la Virgen acompañada por ángeles de la Capilla Mayor cortejada, entre otras imágenes, por la alcaldesa perpetua y patrona de la ciudad, Santa Eulalia, y Santa Lucía. Una mirada frontal al barroquismo del retablo contrastaba con otra de privación decorativa de la bóveda en abanico cerrado con clave de ese tramo del presbiterio y de austeridad ante el sepulcro en alabastro del canciller Alonso de Cárdenas bajo un arcosolio. Un crucificado tardogótico del siglo XIV, el Santísimo Cristo de la O, ocupaba un lugar del evangelio en el presbiterio y procesionaba el Viernes Santo en un Via Crucis por el Anfiteatro Romano.


Asunción de la Virgen, Santa Eulalia y Santa Lucía

Dos lápidas me animaron a conocer parcialmente la historia del templo. Una recordaba que la hermana de Carlos V, doña Leonor de Austria, Reina de Portugal y de Austria, estuvo enterrada allí desde 1558 hasta 1574. El templo tuvo ampliaciones de capillas en el siglo XVI por los enterramientos de familias nobles que le dieron una nueva configuración a la fábrica. La otra placa celebraba el XXV aniversario en 2019 de la elevación del templo al rango de Santa Iglesia Concatedral tras lo cual y por la Bula “Universae Ecclesiae sustinentes” de Juan Pablo II se creó la Provincia Eclesiástica de Mérida-Badajoz y se nombró primer arzobispo de la Sede Metropolitana en 1994. El Cristo de las Injurias era la imagen más antigua (siglo XVII) de las tres que desfilaban desde la Concatedral el Lunes Santo, junto a Jesús de Medinaceli, una talla anónima de 1948, y la Virgen del Rosario, obra del sevillano Manuel Pineda Calderón de 1966.

Cristo de las Injurias

Me entretuve mirando la gente deambulando por la calle Puente Romano de 790 m que cruzaba el río Guadiana sobre un nivel medio del agua de 12 m, al lado de la estatua de la Loba Capitolina, copia regalada por Roma a la ciudad de Mérida en 1997. Los 60 arcos conferían al Puente Romano la consideración de ser el más largo y antiguo del mundo romano. Construido en el siglo I a.C., cubría todas las vías de comunicación de norte a sur de la Ruta de la Plata y de oeste a este, desde Lisboa a Córdoba, Toledo o Zaragoza. El puente era peatonal, pero la ciudad de Mérida seguía siendo un nudo de comunicaciones importante del oeste de la Península merced al nuevo Puente Lusitania de seis pilotes de hormigón, construido por Calatrava en 1991. Posaba mi vista en el tajamar circular convertido en isla donde los aliviaderos perforaban los tímpanos de los arcos de medio punto. Luego desviaba mi mirada hacia los primeros arcos construidos de cemento (opus caementicium) y revestidos de sillares. De reojo descubría el dique de contención de aguas sobre el cual los árabes edificaron La Alcazaba.

Loba Capitolina
Puente Romano y Puente Lusitania
Dique romano de contención de aguas y muro de la Alcazaba árabe

Atravesé la barbacana para acceder a la Alcazaba del 835 d.C. Tenía 25 torres, 130 m de lado, 10 m de alto y 2,7 m de grueso. Era la fortificación árabe más antigua de la Península construida por el culto Abderramán II, fundador de Murcia. El recinto cuadrado tenía el Aljibe que almacenaba agua procedente del río Guadiana y la mantenía fresca con una entrada en la que aparecían dos pilares con grabados de época visigoda y sendos pasadizos inclinados.

Restos de la Alcazaba
El Aljibe
Pasadizo del Aljibe

La caminata de dos días pesaba como un plomo y me sentía algo despeado. Era, además, hora de almorzar alguno de los platos típicos extremeños: me gustaba el zorongollo, la caldereta de cordero, mas que las migas extremeñas, a pesar de su fama, y el cremoso queso Torta del Casar.  Ya tenía decidido el menú.

A una manzana de distancia de la Alcazaba, en el zaguán del edificio de la Presidencia de la Junta de Extremadura, cuyo claustro no estaba abierto al público, un vigilante me explicaba el origen del antiguo Convento Santiaguista del siglo XIV. Con los paneles informativos me hice idea en la cabeza de la venida de la Orden de Santiago a estas tierras.

Atravesé de nuevo la Plaza de España y me situé frente a la Iglesia de Santa Clara. Conocía el barroquismo de la iglesia y de la colección de arte visigodo que albergaba, que había leído en algunas referencias documentales. Pero la puerta de la iglesia estaba cerrada. Este museo, como otros monumentos no visitados, los dejaba para futuras excursiones a la ciudad.

Enfrente del Museo, el CEIP Trajano marcaba en su ornamentada fachada el número 1889 como fecha de recepción por el Ayuntamiento emeritense de las obras de transformación del Palacio de los Duques de la Roca en “escuelas públicas”. Una mutación plausible para la ciudadanía.

Pasé por debajo de los 15 m del Arco de Trajano, que en realidad eran dos arcos paralelos, independientes y de medio punto, sintiendo la ampulosidad de su luz (9 m), seguro de que las dovelas de granito de 1,4 m no se iban a derrumbar, y que no me perdería caminando por el Cardo Maximus (eje Norte-Sur) para averiguar donde estaba el Foro Provincial de Lusitania, que previsiblemente se encontraba en la actual Plaza de la Constitución.

En esa zona de la ciudad había edificios religiosos, algunos asentados sobre antiguos templos romanos. Este fue el caso del Convento Jesús Nazareno, convertido en el Parador de Mérida a partir de 1933, coincidiendo con la primera representación artística en el Teatro Romano. El Convento, fundado como institución hospitalaria en 1724 en un estilo barroco clasicista, constaba de iglesia, enfermería, cocina, celdas, claustro y huerto. Desde el exterior, blanco por demás, destacaba la puerta con pilastras enmarcadas por un frontón triangular y sobre el tejado dos espadañas, una de las cuales marcaba junto a un cupulín el cimborrio de la iglesia.

Próximo a la residencia antigua del Pretorio, el Convento de las Concepcionistas del siglo XVI, regentado por una comunidad femenina de clausura, tenía hondo significado religioso para la ciudad por el Voto y Juramento expreso de la Corporación municipal a la Inmaculada Concepción de la Virgen María cada 8 de diciembre desde 1620. (Me dio pena ver que las dos puertas del Convento de la calle Concepción estuvieran embadurnadas con grafitis de mal gusto). Como desagravio, volví a la Puerta de la Villa donde Mérida hacia público reconocimiento a los arqueólogos que habían resucitado una ciudad desde sus losas de diorita y cuarcita. Junto a la estatua de Juan de Avalos, otra estatua rememoraba a Santa Eulalia, patrona de la ciudad.


Antiguo Convento Santiaguista

Portada de la iglesia del antiguo Convento de Santa Clara

Arco Trajano
Fuste de columna del claustro del Parador de Turismo
Espadaña y cupulín del antiguo Convento de Jesús Nazareno
Convento de las Concepcionistas

Ya no pasaba de largo por Mérida en mis viajes por la Ruta de la Plata. Ayer y hoy había disfrutado del silencio del crepúsculo en el altozano de su Teatro Romano.  

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Luis Miguel Villar Angulo
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