Todo empezó en una excursión a Mijas, un pueblo pintoresco malagueño, que había visitado hacía años. Recordaba la altitud de 428 m sobre el nivel del mar de su casco antiguo, sus calles en marañas de inagotables pasos, que siempre me habían dejado la sensación de pulcritud vecinal en las casas con fachadas de repintada blancura salpicadas de macetones colgados con flores. En la altura del pueblo sentía una saludable tranquilidad, alejado del tráfico de la autopista AP-7 (Málaga – Marbella).
El candor gravitaba…
No me daba tiempo a vagar sin desatino porque mis pies se dirigieron a la Ermita de la Virgen de la Peña que celaba una roca excavada desde el s. XVII. Dentro, se veneraba la imagen de la Virgen de la Peña, patrona de Mijas, en un altar rococó con lámparas votivas de latón antiguo colgadas del techo y velas votivas encendidas como luminarias de cristianismo, y sartas de cuentas colgadas en la pared por las muchas gracias recibidas de los fieles tras los rezos del rosario, que imaginaba se multiplicaban cada 8 de septiembre en el día de su festividad. Fuera, el Mirador de la Aldea del Compás esparcía la vista hasta la misma costa del Mediterráneo azul. Inmóvil, de pie, repasaba los veraneos pasados en la Costa del Sol. Tenía una sensación física agradable, una impronta que había ocupado un hueco en mi memoria.
Era de mañana cuando un pintor colocaba el caballete y exponía sus caricaturas en el jardín de la Ermita. La mayoría de la gente que paseaba por la Plaza de la Virgen de la Peña no reparaba en la estatua del cenachero que simbolizaba a un vendedor ambulante de pescado fresco. Mijas era costa y cumbre. Y en la cresta del pueblo se recordaban las faenas de la mar y los espetos de la playa. Por eso había otro monumento en la misma plaza recordando a la sardina, que ensartada en largas cañas o a la brasa ahumaba los chiringuitos y las cocinas del hogar.
Mientras leía los letreros de las estatuas reparé en la escultura de un burro con la montura de cobre dorada y brillante por las subidas y bajadas de turistas de sus lomos. Había visto años atrás algunos borricos enjaezados con monturas y aparejos serranos andando pausadamente con turistas ajustados a horcajadas por las callejuelas, pero desconocía que el monumento erigido se había hecho en honor a Salvador Dalí, que un día montó en un pollino con su mostacho enhiesto y curvado. Ahora las calesas tiradas por caballos ofrecían mayor comodidad en los paseos turísticos que los burros-taxis.
Andaba despacio y leí el pie de otra escultura “Mijas, cuna de pastores”, un bronce de José María Córdoba, que ensalzaba a los pastores y sugería idílicamente los certámenes de pastorales que se representaban en el pueblo.
Hermosas destrezas…
Como si viniera de lejos, un trabajador regaba mecánicamente uno a uno los maceteros de cerámica pintados de azul colgados en la fachada del Museo Casa Molino de Harina en la Cueva del Compás. Un murmullo de un grupo de turistas extranjeros perfectamente audible se arremolinaba sin guía en una de las muchas tiendas de recuerdos adornada con recipientes pintados con flores y de bolsos fabricados en corcho natural con asas de piel vacuno. El antiguo Carromato de Max estaba cerrado en el mismo sitio de antaño. Había conocido después de 1972 el Museo de Miniaturas, creado por el artista Juan Elegido Millán. Me sentía tranquilo. Ya no le daba importancia a la colección de 34 piezas, a pesar de que no recordaba visualmente ninguna, como la famosa representación de la última cena de Leonardo da Vinci sobre un grano de arroz o el increíble Cristo de Dalí en una chincheta.
Idéntica a sí misma…
Estaba cruzando el Paseo de la Muralla cuando vi abierta la Iglesia de la Inmaculada Concepción y al entrar gocé de la paz en la soledad de un templo edificado sobre una antigua mezquita allá por el s. XVI. Como otros templos renacidos de escombros vecinos, mantenía elementos y materiales de estilo hispanomusulmán en el exterior de la torre de ladrillo y blancura de la fachada, mientras que el retablo interior de dos pisos y tres calles con columnas salomónicas era barroco. El centro destacado del retablo lo ocupaba la imagen de la Virgen. La iglesia de tres naves separadas por arcos sostenidos por columnas desplegaba una techumbre de carpintería de madera, como una artesa invertida.
Enfilé mis pasos al Castillo que destacaba entre los jardines de la muralla por una torre almenada de mampostería. Los restos no tenían mayor importancia para mí, pero su origen de época romana le daban cierto valor histórico. Ese flanco de la muralla ofrecía unas vistas panorámicas del Mediterráneo de exquisita belleza.
El pasillo fluye entre capotes…
Parecía el final del pueblo, pero me detuve delante de la Plaza de Toros (1900). Era un coso de forma casi rectangular que rompía la estructura geométrica típica de los redondeles para esta suerte de espectáculos de tauromaquia, aunque la plaza de Béjar era cuadrada (1711). Miraba con sorpresa el graderío numerado para 2.000 personas.
Había tendidos próximos a la barrera y localidades de grada superior de sol y sombra. La tierra batida, los servicios (médicos, música, emergencia), las puertas (toriles, arrastres), los corrales, chiqueros y el desolladero eran elementos arquitectónicos propios de una plaza de toros. Una serie de dibujos en negro o blanco a manera de hierros de ganaderías aparecían en los muros blancos y en las barreras granas.
Un pasillo repleto de cartelería de hojalata con los espadas y fechas de las novilladas conducía a un museíto con nuevas lápidas de mármol y placas de aluminio como aquellas que agradecían a los toreros Sebastián Palomo Linares sus actuaciones en 1983 y 1985 o a Enrique Ponce en 1994. Además, unas vitrinas exhibían trajes de luces.
El encanto del estío…
Este espacio centenario coexistía con el Auditorio Municipal Miguel González Berral en los Jardines de la Muralla donde se celebraban los festivales de teatro veraniego, y más importante para la ciudadanía cohabitará con el proyectado anfiteatro al aire libre del Gran Parque Mijas para disfrute de los mijeños.
Reconocía que el paseo perimetral por el oeste que miraba la Ermita del Calvario estaba ausente de vecinos, pero la densidad habitacional de las calles en la falda de la sierra parecía un salpicón de brochazos blancos con verdes moteados de pinos para una escena de cualquier paisajista. Me detuve en el Mirador de la Muralla repasando sin brío tejados y azoteas asaltándome la luz en absorto reposo.
Lánguidas piezas…
En una de sus callejuelas (Málaga, 28) el Centro de Arte Contemporáneo de Mijas (CAAC Mijas), del que solo podía escribir abriendo las ventanas de la web, acumulaba exposiciones de artistas y cerámicas de Picasso en una colección poderosa para su tierra vencedora.
En ese instante plácido y vacío, salían del velador de un bar efluvios como ondas que abrían surcos indolentes en mis papilas gustativas. Cerca estaba el Museo Histórico Etnológico de Mijas y Centro de Interpretación de las Torres Vigías, pero mis labios ávidos aspiraban a sentarse en un chiringuito de Mijas Costa y deleitarse con un espeto y contar desvaríos.