CU de la US
Luis Miguel Villar Angulo

Una jornada malagueña entre museos e iglesias

La segunda jornada tuvo el mismo itinerario desde Torremolinos hasta la capital que en Mi primer día en Málaga.

Museo Carmen Tyssen.

Después de observar de nuevo la escultura Monumento al Cenachero, recorrí la Calle Marqués de Larios hasta la sede del Museo Carmen Tyssen en la calle Compañía. Desde la placita observé el estilo renacentista con elementos mudéjares del Palacio de Villalón (s. XVI), de tres plantas de altura, rehabilitado por el arquitecto Manuel Baquero.

Me llamaron la atención los techos con vigas de madera y los detalles renacentistas de algunos salones, en particular, el artesonado de la sala dedicada a cuadros en soporte papel sobre arquitectura bajo la idea de construcción/deconstrucción de Rafael Canogar.

La pinacoteca albergaba una colección de 230 obras de arte, principalmente pintura española colorista del Romanticismo y Realismo del s. XIX. Cuando entré en el Museo, los pasillos estaban intransitables por la mucha gente. En algunas zonas el público se agolpaba para ver el mismo cuadro. Apenas cabían los ramilletes de personas que escuchaban con pinganillos las explicaciones de los distintos guías. En algunos pasillos del recorrido se estrujaban hombres y mujeres para atender los comentarios.

A veces pugnaba por hacerme un sitio para leer las cartelas e identificar la autoría de los óleos. Tuve que esperar a que se fueran los espectadores asomados a los cuadros para mirar lo que quería ver. Aquellos desfiles de grupos por las salas me recordaban las procesiones precedidas por el barandales típico zamorano.

Recorrí embelesado las salas siguiendo los itinerarios recomendados por la dirección del Museo para ver la colección: Maestros antiguos (como el color vibrante de Jerónimo Ezquerra en “La adoración de los Reyes”), Paisaje romántico y Costumbrismo (encarnado en el paraje de Manuel Barrón en “Cruzando el Guadalquivir”), Preciosismo y pintura naturalista (con el óleo sobre lienzo embebido de costumbrismo de Valentín de Zubiaurre en “Paisaje al atardecer con dantzaris”), y Fin de siglo (con la temática costumbrista relacionada con el mar de Enrique Martínez Cubells en “Pescadores arrastrando la barca”).

La adoración de los Reyes. Cruzando el Guadalquivir. Paisaje al atardecer con dantzaris. Pescadores arrastrando la barca.

Me detuve en autores señaladamente virtuosos de cromatismo, que había visto en profundidad en museos y exposiciones monográficas dedicados a su producción: Joaquín Sorolla (“Vendiendo melones”) en su Museo Sorolla, Ignacio Zuloaga (“Corrida de toros en Éibar”) en Pedraza de la Sierra (Segovia) y Julio Romero de Torres (“La Buenaventura”) en la ciudad cordobesa.

Vendiendo melones. Corrida de toros en Éibar. La Buenaventura

Aparte, me privaron entre otros cuadros: la pintura de refinadas calidades y ejecución minuciosa de Raimundo de Madrazo (Travesuras de la modelo), la viveza expresiva de Ramón Casas (“Julia”), la paleta de color de José Benlliure (“El Carnaval de Roma”), el bordado de vivos colores de la mantilla de Gonzalo Bilbao (“Una muchacha con mantón”), y los minuciosos detalles plásticos y taurinos de José Jiménez Aranda (“Un lance en la plaza de toros”) o Mariano Fortuny (“Corrida de toros. Picador herido”).

Travesuras de la modelo. Julia. El Carnaval de Roma. Una muchacha con mantón. Un lance en la plaza de toros. Corrida de toros. Picador herido.

Reconocía con deleitación profesores sevillanos estudiados con más detalle por su relación con el pintor Alfonso Grosso que había biografiado en un libro (Vida y obra de Alfonso Grosso, 1973). Se trataba de sus maestros Gonzalo Bilbao (“Romería”), José García Ramos (“Salida del baile de máscaras”), y de su amigo Gustavo Bacarisas (“Feria”).

 

Romería. Salida del baile de máscaras. Feria.

Iglesia del Sagrado Corazón.

En un descanso me asomé a una azotea del Museo para ver la torre neogótica de la Iglesia del Sagrado Corazón que antes había observado a través de un techo de cristal de la tercera planta del inmueble. Por los senderos del espacio del cielo se entrecruzaban rectas agujas de piedra que sondeaban huellas del pasado de las catedrales de Burgos y Toledo y del Monasterio de las Huelgas.

Me decidí a visitar el templo jesuítico cuando terminé de recorrer la exposición. Era una iglesia moderna (1920) de simbología antigua en un arrabal; una bóveda estrellada, un altar, un signo con agua bendita, un púlpito, el Cristo de la Clemencia (antiguo Cristo Mutilado), una celebración de la liturgia de una boda que hacía eterno un tempero de amor. Aquella nueva metamorfosis del interior restaurado en 2010 había entibiado mi mente con el estuco del recuerdo de la antigua Capilla de Santa Bárbara de la Catedral malagueña visitada el día anterior.

Iglesia del Sagrado Corazón desde el Museo.

Iglesia del Sagrado Corazón. Interior. Cristo de la Clemencia.

Procesiones.

A la salida del templo se agolpaban las masas de invitados a una boda, mientras buscaba una ruta callejera en dirección al Museo del Vidrio y Cristal de Málaga. Me sorprendió en la calle Compañía un nuevo gentío acompañando un paso de Semana Santa que avanzaba con acompañamiento de banda de música desde la iglesia de San Juan, alzada con solemne torre barroca, donde se encontraban radicadas dos cofradías de Semana Santa, la Archicofradía de los Dolores de San Juan y Reales Cofradías Fusionadas. Siguiendo la tradición, desde la iglesia de San Juan retornaba la Hermandad de la Sentencia a la iglesia de Santiago Apóstol.

Era la semana de vísperas de la Semana de Pasión de gran tradición procesionista en Málaga cuando los pasos se trasladaban desde sus sedes canónicas a sus tronos procesionales. Por la tarde del “Domingo de los Traslados” observé con detenimiento el tránsito del paso de los Gitanos entre las calles Méndez Núñez y Casapalma que había salido de la parroquia de los Santos Mártires (1497) para dirigirse a su hermandad con acompañamiento musical de la banda de cornetas y tambores de los Gitanos.

Hermandad de la Sentencia. Paso de los Gitanos.

En la calle Guerrero, a escasos metros del pequeño y original museo de vidrio y cristal con un alto número de figuritas de un coleccionista privado, se levantaba la Iglesia de Santa Cruz y San Felipe Neri, refulgente de imaginería religiosa.

Iglesia de Santa Cruz y San Felipe Neri.

Cuatro parroquias malagueñas eran las primitivas fundadas a raíz de la llegada de los Reyes Católicos (Santos Mártires Ciriaco y Paula, San Juan, Santa María y Santiago), mientras que la de los filipenses era del s. XVIII. En la nave del Evangelio se encontraba la imagen del Santísimo Cristo de la Sangre (Francisco Palma Burgos, 1940-1941) de la Archicofradía de la Sangre.

Paseaba por la nave  central del templo barroco clasicista de influencia de Ventura Rodríguez, cuando me detuve delante del trono de la Hermandad de la Salutación reconociendo la imagen barroca del Divino Nombre de Jesús Nazareno de la Salutación abrazado a un madero (Antonio Joaquín Dubé de Luque, 1986), que seguía la tradición de la escultura religiosa de Juan Martínez Montañés, Juan de Mesa o Pedro Roldán.

Trono. Baldaquino de la Iglesia de Santa Cruz y San Felipe Neri. Divino Nombre de Jesús Nazareno de la Salutación. María Santísima del Patrocinio y San Juan. Santísimo Cristo de la Sangre. Mujer de Jerusalén.

En una jornada había conocido los estragos de la Guerra Civil española en el patrimonio eclesiástico malagueño. ¡Qué año el de 1931! Se arrasaron todos los aires sin disculpa. Algunas esculturas de madera fueron pasto del odio y de las llamas, y ciertos templos reducidos a escombros. Nunca más conoceremos la forma original del Cristo de Mena, reinterpretado por el escultor malagueño Francisco Palma Burgos en el Cristo de la Buena Muerte y Ánimas (1942), que también había moldeado el Santísimo Cristo de la Sangre.

Museo del Vidrio y Cristal.

Cuando visité el Museo del Vidrio y Cristal de Málaga no se podían hacer fotos sin flas del mobiliario, cuadros o vidrios expuestos en el interior, aunque estaban autorizadas en la actualidad según constaba en la página web del Museo. La casona estaba restaurada y se ampliaba la sección del jardín. En ella vivía el propietario del museo (que a su vez lo explicaba). La colección tenía unas 3.000 piezas de vidrio de todas las épocas.

Una guía me acompañó y reveló elocuentemente el origen y características de los materiales empezando por la aclaración terminológica de las palabras vidrio y cristal. Subrayó creaciones originales de Ingrid Conrad-Lindig; el color, diseño y ensamblaje de Dale Chihuly;  el diseño y ejecución del mexicano Pedro Ramírez, autor entre otras obras del Pabellón de México en la Expo’92 de Sevilla, que trabajaba el cristal como si hiciera “escultura con la luz” o la placa de vidrio de Salvador Dalí (“El Caracol”). La casona tenía estanterías y no había un palmo desocupado de pared o rincón que no sorprendiera al visitante por las anécdotas que contaba la guía sobre el proceso seguido por el propietario para la adquisición de las piezas.

Mi conocimiento de esta temática era muy limitado, aunque hubiese poseído geodas, bisuterías de cristal de roca, lámparas de murano y gafas con cristales progresivos. También había visto talleres de vidrio soplado, cristal de Bohemia en el Palacio de Dolmabahçe, palacios enteros de cristal como invernaderos (Palacio de Cristal del Retiro en Madrid y The Crystal Palace en Londres) y vidrieras en catedrales (León, Palma, Burgos, etcétera), o visitado la Real Fábrica de Cristales de la Granja. De este modo iba recordando vidrios sódicos de época romana conservados en el Museo Nacional de Arte Romano, que fueron importados o producidos en la misma Mérida, edificios emblemáticos de museos (Pirámide de cristal del Museo de Louvre).

Palacio de la Aduana.

Después de degustar canapés y tentempiés, y beber zumos en la cafetería Lepanto de la calle Larios que completaba el tapeo del Mesón Cervantes de mediodía, me dirigí al Palacio de la Aduana, pasando por el exterior del ala Sur de la Catedral. El inmueble barroco clasicista del s. XVII, visitado por primera vez en 2017, un año después de su apertura como Museo de Málaga, se alzaba con colecciones de pintura, escultura y arqueología (mosaicos, tinajas, jarritas, estelas, etcétera), como si el muelle cercano hubiera descargado 2.700 piezas artísticas que atirantasen las paredes opresas de artistas españoles, aparte de los 17.000 restos y fragmentos del catálogo general.

A pesar de los brillos de la luz en los óleos, inicié mi sesión fotográfica seleccionando la religiosidad de Murillo, la plenitud manierista de Luis de Morales, el bulto cierto, inerte y sin espasmo de Pedro de Mena, los elementos del aire luminoso veneciano de Reyna, la retratística de Ricardo Madrazo, Muñoz Degrain o Joaquín Sorolla, la escultura naturalista de Mariano Benlluire, el costumbrismo de Moreno Carbonero, las jarras, dibujo y retrato de Picasso, o la pintura del s. XIX-XX de Hernández Díaz. Cuando salí del edificio de gran cuadrado con un patio interior veía líneas de tallos empujadores, bajo palmas de cielo abierto que rindieron mi estancia en una jornada malagueña entre museos e iglesias.

 

“San Francisco de Paula” (Murillo). “Dolorosa” (Pedro de Mena). “Busto de Joaquín Sorolla” (Mariano Benlliure). “Retrato de Antonio Muñoz Degrain” (Joaquín Sorolla). “Retrato de Fernando de los Villares Amor” (Ricardo de Madrazo). “Bebedor vasco” (Joaquín Sorollla). “Vista del Canal de Venecia” (Reyna). “El viejo de la manta” (Picasso). “Dánae” (Hernández Díaz). Patio de interior. Palmeras de exterior.

(Continuará)

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