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Luis Miguel Villar Angulo

Peñaranda de Duero

Peñaranda de Duero

Con un parpadeo en las mieses de trigo y un pestañeo en las espigas de cebada me iba acercando en coche a Peñaranda de Duero, después de abandonar el Monasterio de Santa María de la Vid. El día estaba diáfano. La esperanza veraniega se acercaba, los cereales germinaban, los vencejos giraban buscando el respaldo de la piedra dura de cobertizos de labranza, los primeros tractores aparecían por la BU-923, que habían estado puestos al sol, a la tierra y a la mañana, y las parcelas se teñían de colores áureos. Luego crucé el río Arandilla, junto a terrenos barbechados. -Dentro de poco tiempo comenzará la cosecha, pronosticaba desde el volante mi amigo leonés cultivado en faenas agrícolas.

Era una etapa de un viaje a las entrañas del renacimiento burgalés. Un renacer de hondura. Una vuelta profunda al estudio de la naturaleza en las artes. Una revalorización intensa de la antigüedad clásica. Una búsqueda de la proporción en los elementos. También era la práctica del mecenazgo. Ricoshombres que invertían sus bienes en grandiosas construcciones palaciegas, como antes lo había visto en el Palacio de Jabalquinto de Baeza o en subliminales enterramientos como la Capilla del Salvador de Úbeda. En fin, un arte que representaba un zumbido del hombre como centro de la creación o un viento desenfrenado que secularizaba y laicizaba el saber y la ciencia.

A finales del s. XV y principios del s. XVI irrumpía la luz y la simetría en los cánones estéticos de la arquitectura. Con el bisbiseo de los arquitectos de la época se habían propalado e incorporado elementos renacentistas en las construcciones góticas. Silbaban en los oídos de los maestros escenas mitológicas que musicalizaban acontecimientos narrativos. No daban tregua los artesanos a la piedra arenisca que hurgaban profusamente, como en la primera fachada plateresca de España (Ayuntamiento de Sevilla) o en la prestigiosa portada de la Universidad de Salamanca.

Cuando traspasé el Arco de la Plaza, me situé delante del Palacio de los Condes de Miranda o Palacio de Avellaneda, s. XVI, único y solitario, ennoblecido por una portada plateresca, fecunda en altura con decoración de festones, medallones, blasones familiares, ángeles, pináculos y remates de cruz, ocho ventanas con ligeras pilastras y pináculos en jambas y dinteles, y labrados antepechos, y dieciséis sobrias ventanas que ocupaba un sitio privilegiado de la Plaza Duques del pueblo. En aquella cosmovisión, el palacio suponía una ambición febril para un título nobiliario. Allí, los pedreros habían tallado los cerramientos emulando a plateros artesanos. El dueño del Palacio, conde, grande, señor y capitán general de la Mar (Francisco de Zúñiga y Velasco, tercero del Ducado de Peñaranda de Duero), ejerciendo de mecenas, había encargado la construcción de la mansión a un arquitecto de época (probablemente el burgalés Francisco de Colonia).

Una vez dentro de la residencia, ágil y ligera, se alzaba la belleza de la escalera de honor, articulada en torno a los corredores del claustro con un doble arco carpanel presidiendo la embocadura de ida y vuelta al piso superior. Los estucos decoraban los contornos de las salas en lánguida blancura. Los mudéjares habían trazado las techumbres como artesas de madera, creando armónicas geometrías. En otros techos se suspendían las cubiertas en carpinterías góticas o en armaduras renacentistas. A pesar del expolio y abandono del Palacio en el s. XIX, el renacimiento del inmueble había quedado atado como un Monumento Nacional. Realmente me impresionó, como también me había sorprendido el patio renacentista del Palacio de Dueñas de Medina del Campo.

Enfrente del Palacio, se elevaba el Museo de la Ex-Colegiata de Santa Ana. Un edificio religioso promovido por Doña María Enríquez de Cárdenas (viuda de Francisco de Zúñiga), fundador del Palacio. De nuevo un mecenazgo que cubrió los gastos desde 1540 hasta que se terminó el templo a principios del s. XVII. Me detuve mirando la portada de estilo barroco con varios nichos presididos por la imagen de Santa Ana y escudos heráldicos de la familia, que recordaba un retablo columbario donde se colocaban santos, estilo de eternidad muy propio del arquitecto benedictino Fray Pedro Martínez de Cardeña. Sobresalía la torre campanario de 65 m de altura en la volumetría de líneas quebradas en las que Rodrigo Gil de Hontañón había realizado un alarde al situar un cimborrio de 42 m de altura, junto a otras obras que había admirado del artista, como la fachada de la actual Universidad de Alcalá. El retablo mayor del templo era de estilo neoclásico (1783) – que no visité por estar cerrado el museo – debido al ilustre arquitecto Ventura Rodríguez, que también había dibujado el retablo Mayor dedicado a la Transfiguración del Salvador en el s. XVIII de la Catedral de Zamora.

En la misma plaza no había pasado inadvertido a mis ojos la picota o rollo jurisdiccional con decoración flamígera, Bien de Interés Cultural en la categoría de Monumento. No era la primera vez que veía en tierras burgalesas columnas de piedra labradas que daban a entender la plena jurisdicción de los villazgos y paralelamente el sitio anterior a 1820 de los ajusticiamientos, como había acontecido en otros pueblos de la comarca, como Covarrubias, Villahoz o el rollo de Justicia de Mahamud.

Al final de la calle Pons Sorolla se levantaba la casa de la Villa y delante una fuente. A pesar del interés turístico, no se notaba movimiento de peñarandinos por la zona. Quizás los casi quinientos habitantes del pueblo, según el censo de 2020, tenían resueltas las necesidades burocráticas. Era más fácil tropezarse con turistas, a juzgar por el uso de dispositivos fotográficos en todos ellos. Las casas mantenían apariencia de antigüedad, y profunda la ofrecían los soportales y entramados de madera rellenos con adobe de la calle Real. En este reflejo duro y arcaico, distintos pueblos castellanos habían procurado mantener la invarianza de esa forma en Medina de Rioseco o Covarrubias.

En medio de recuerdos volví a reparar en la botica de Ximeno sita en la calle del mismo nombre, porque hacía gala de ser la más antigua de España en funcionamiento desde 1685. La colección de 300 tarros de cerámica de Talavera, las colecciones de la rebotica, el laboratorio y los jardines de plantas medicinales – según contaban algunos cronistas y blogueros – la hacían particularmente una joya de la antigüedad. Bien es cierto que Covarrubias tenía el Museo Antigua Botica de 1746 hasta que se convirtió en farmacia, pero no superaba a la anterior en antigüedad.

El patrimonio de Peñaranda se extendía por más monumentos que dejaba en el tintero (la Herrería del s. XIX, el Convento del Carmen, también fundado por el Duque de Peñaranda, D. Juan de Zúñiga en el s. XVI, y el Monasterio Concepcionistas Franciscanas, de alto y severo paramento en el exterior que reservaba sombras vivas dormidas en su amor en un claustro renacentista) y fiestas relatadas por algunos vecinos, mientras saboreaba entrantes de morcilla de arroz y chuletillas de cordero, como la promovida por la Asociación Cultural “Las Águedas de Peñaranda de Duero” que reclamaba un fugaz mando a la “Alcaldesa” y que alcanzaba viril semblante de alegría cada 5 de febrero.

Siguiendo la Travesía del Castillo, parado el coche en un estacionamiento de la ladera rocosa adornada de pinos en la Peña de Aranda, atravesé una puerta separada de un foso situada al Este en medio de dos cubos de la fortaleza (Castillo de Peñaranda de Duero), siguiendo las trazas alargadas del Castillo de Peñafiel, visitado con anterioridad. Como en este, sobresalía la torre del homenaje de planta cuadrada en toda la estructura. Situado cerca del mismo, la masa de sillares en altura con cierre de almenas había inquietado mi mirada. En sus muros observaba ventanales que daban luz a las plantas de la torre. La distribución longitudinal e irregular de la muralla se acomodaba al suelo roquero. Estaba reforzada en el centro y rematada en ambos extremos por cubos. El paseo por el adarve permitía amplias vistas de las choperas en el curso del río Arandilla, el valle y las rojizas tejas de los techados y buhardillas del pueblo, donde destacaba de manera preeminente el entorno de torre, cimborrio y planta de la Ex-Colegiata de Santa Ana.

Había visto un pueblo de bandadas de arte en armonía y curiosidades de artesanía callada que el tiempo despacio sobre un lecho de azar iba deshabitando.  

Puerta del Palacio de los Condes de Miranda o Palacio de Avellaneda

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Luis Miguel Villar Angulo
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