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Luis Miguel Villar Angulo

SANTO DOMINGO DE SILOS

El silencio impasible de los pinares, las dehesas atestadas de robledales, los enebros espinosos que salpicaban las laderas de la Sierra de la Demanda se transformaban en una planicie de cereales cultivada cuando salí de Santo Domingo de la Calzada. Tras cruzar Salas de los Infantes, el riachuelo Mataviejas corría en dirección a Silos para engordar con su chorrillo de agua el río Arlanza. Aquel “Triángulo del Arlanza” enlazaba imaginativamente  LermaCovarrubias y Santo Domingo de Silos.  Además, los dos últimos mantenían la armonía de la Ruta del Cid en el itinerario burgalés. Cada uno de los tres pueblos poseía una tradición cultural de resonada belleza artística.

Desde un hotel rural de la villa silense me acerqué por segunda o tercera vez de mi vida a escuchar los oficios de las Vísperas (canto, himno, salmos, lectura y preces) y de las Completas (invocación, himno, salmos y canto, lectura y preces) en la sobria y neoclásica iglesia de la abadía benedictina edificada siguiendo los planos del madrileño Ventura Rodrígez (1751-1792), que reemplazaba el primitivo monasterio medieval.

Los 31 monjes de edad madura del año 2018 eran menos en 2022 (25 benedictinos). Tras sus negros hábitos y calmos semblantes, las voces emitían sonidos relajantes, sanadores; unos armónicos que segregaban endorfinas y daban sensación de bienestar; en fin, unas resonancias que crepitaban de paz la vida interior.

A la salida del templo reparé en la torre rematada con campanario de la iglesia y caminé por la calle la Cadena hasta un parque situado junto al río Mataviejas. Allí percibí el gozoso recuerdo de un salmo bíblico musitado poéticamente minutos atrás. Allí reconocí la errante vida de recogimiento benedictino después de la Revolución Francesa y la claridad de la fe que vino como una luz a través del canto gregoriano. La desamortización del ministro Mendizábal (1835) supuso la extinción de la Congregación, pero en 1880 el monasterio fue repoblado por monjes franceses. Era la Congregación de Solesmes que integró los Monasterios de Silos con su filial de Montserrat de Madrid, Leyre (Navarra) y Valle de los Caídos (Madrid).

Después de leer una breve sinopsis de la historia de Domingo natural de Cañas (Rioja), que fuera prior de la abadía benedictina de San Millán de la Cogolla, me llamó la atención su firme voluntad de no contribuir a los gastos de la guerra del rey navarro Don García, razón por la cual fue depuesto del cargo en 1040. Una estatua modernista lo rememoraba sobre un pedestal en una explanada del pueblo, mientras que la Urna de Santo Domingo (“Frontal de esmaltes de Santo Domingo”) del s. XII acogía sus restos en el Museo de Burgos. Aparte, una estatua yacente con apariencia alargada de Santo Domingo daba silencio a un cenotafio soportado por tres leones en la panda norte del claustro del Monasterio. Aunque la gente solo tuviera lívidos recuerdos del abad canonizado en 1076, tres años después de su muerte, lo cierto fue que su sepulcro arrebataba a los peregrinos y el monasterio se convirtió en una fortaleza espiritual.

En los monasterios benedictinos de España, los claustros de estructura rectangular con cuatro pandas tenían jardines interiores; abrían las luces de piedra con arcadas; giraban los paseos en dos plantas; ceñían el espacio con portentosos cipreses de contorno vertical; oraban en el atrio porchado que era su domus; y en la abadía silense disponían las restantes estancias y esculturas en torno a cuatro galerías: Cenotafio de Santo Domingo, Virgen de Marzo (a la que Rafael Alberti dedicó un dialoguillo), Capilla en el antiguo armariolum, Arquería de la Sala Capitular, Capilla de Santo Domingo, Refectorio renacentista, Museo, Recreación de la Botica, Recreación de la Rebotica, y Antigua cilla.

Esa arquitectura la había contemplado en el Monasterio de Santa María de Ripoll. Las fuentes centradas o apartadas en una esquina de los patios gorgoteaban cadenciosamente y así la había escuchado en el Monasterio de Montserrat, que se convertía en un templete para proteger el brote de agua en los monasterios cistercienses, fieles a las estrictas reglas de San Benito. El arte en las abadías del císter relegaba la ornamentación basada en figuras humanas de las columnatas del sotechado, como sucedía en el Monasterio de Poblet, cuyos capiteles y ménsulas estaban decorados con motivos vegetales o geométricos.

Había concertado una hora temprana para la visita del claustro románico, la botica y el museo de la abadía silense, Bien de Interés Cultural (1931). Como en otros monasterios, un guía acompañaba a los turistas en el recorrido por las distintas estancias abadiales. A veces sospechaba que había más visitantes en el Monasterio que vecinos tenía el pueblo (264 habitantes en 2022, incluyendo los tres núcleos poblacionales). Tal era el grado de atracción turística de este monumento religioso.

Previamente había descargado la web del monasterio, cuidada en la arquitectura de la información y suficiente en la ordenación de los menús, apartados y subapartados. Había navegado por todas las pestañas de la configuración básicamente jerárquica para profundizar en la lectura de los subapartados, que se ilustraban con el anagrama de la institución, fotos y textos compuestos con distintas letras en cursiva para algunas entradas, como Abadía, Comunidad Monástica, Visita Monasterio o Gregoriano (que usaban letras brush script y lato) sobre fondo blanco. La arquitectura y disposición de la pestaña Tienda online era una web con estructura jerárquica incrustada en la general. Cerraban la web de la abadía Hospedería, Contacto y Compartir. Me entretuve hojeando la Tienda online porque quería comprar para luego escuchar y leer el CANTO GREGORIANO EN EL MONASTERIO DE SILOS y El Ciprés de los Poetas.

Desde el principio quedé asombrado por la configuración de las columnas y capiteles del nivel inferior del claustro. No todos los relieves tenían la misma hechura. Dos escuelas de talleres se apreciaban en las figuras planas o con relieve, que con tanto detalle había descrito Antonio García Omedes en La Guía Digital del Arte Románico.   

Las esquinas estaban consteladas de escenas litúrgicas en grandes relieves donde mis ojos sintieron con suprema ternura la Ascensión; la debilidad y timidez de la Duda de Santo Tomás que parecía un instante mágico en el ángulo noroeste; el hacinamiento de la escena de Pentecostés; el ensueño de la Asunción y Coronación de María; el corazón apesadumbrado de las figuras en el Descendimiento de la Cruz; el plano esquemático del Árbol de Jessé; la multitud de personas que flotaban apilados en los Discípulos de Emaús (ángulo noroeste); o el cuerpo mecido en el aire por encima de los sepulcros en la Muerte y Resurrección, que sugerían la amplitud del misterio de la vida y despertaba la inquietud en el espectador al haber vagado por la vida Cristo en busca del Padre.

Mi emoción no alteraba la visión de cuanto observaba archivando con paciencia distintos ángulos de enfoque con mi cámara cuando esquivaba a los visitantes. Caminando miraba el alfarje de la crujía baja del claustro de estilo mudéjar (s. XV) o me quedaba pensativo sobre las labras de algunos capiteles de arenisca que parecían trabajos de orfebres sobre marfil, como en el caso de un par de leoncillos de un capitel.

De nuevo los ojos se me quedaron como en éxtasis, fijos largo rato sobre las hojas de acanto terminadas en piñas, como los motivos florales arrebujados de la Colegiata de Santa Juliana que había visto en Santillana del Mar o el ajedrezado jaqués, compuesto de filas de tacos o semicilindros dispuestos alternativamente, que decoraba muros y guardapolvos de la Catedral de San Pedro (Jaca). Las arpías o sirenas-pájaro eran otro motivo decorativo recurrente que representaban la seducción y el atrapamiento del pecado carnal. Había que observar silenciosamente las escenas para no perder detalle del cuerpo de ave, cara de mujer y pezuñas de chivo en medio del ruido de los cuchicheos de los turistas.

Caminando entre errantes perspectivas de capiteles, con rumbo me dirigí a ver la botica y el museo. Como cuidadores de leprosos y enfermos, los monjes del monasterio desarrollaron una cultura vinculada con la botánica. La biblioteca constaba de 387 volúmenes. El Dioscórides (1525) fue un manual de aprendizaje de plantas medicinales utilísimo para otros monjes boticarios. Además, el botamen con 376 jarros de cerámica de Talavera de la Reina y los instrumentales para la creación y administración de pócimas, ordenados en anaqueles, abandonaban el tiempo.

El museo conservaba piezas recuperadas de la desazón de la desamortización (1835-1880): esculturas, pinturas, esmaltado de joyas, orfebrería, en particular, la custodia procesional (s. XIV), el cáliz de Santo Domingo de Silos (s. XI) o la arqueta relicario (ss. XII-XIII).

El Beato de Silos fue copiado e iluminado con 106 miniaturas entre 1091 y 1109. Se conservaba en el British Library de Londres, y contenía una famosa miniatura del Infierno y el Peso de las Almas de San Miguel. Parecía que seguía la tradición estilística – expresividad del dibujo – del arte miniasturista mozárabe (s. X y XI), aunque también conservaba detalles del arte románico.

 

Autores de la Generación del 27 abrieron sus manos ante los contornos simbólicos de la Abadía en el libro Referencias literarias. Allí leía versos alusivos al ciprés de Gerardo Diego compuesto en la noche de 1924 y dedicado en el Libro de Firmas: “Enhiesto surtidor de sombra y sueño que acongojas el cielo con tu lanza… ejemplo de delirios verticales, mudo ciprés en el fervor de Silos”;  Después seguí la fuerza de la imaginación del  poema de Miguel de Unamuno (“Conchas marinas de los siglos muertos, Repercuten los claustros los cantares…”).  Delicado y breve, el poema de Rafael Alberti me sorprendió en Dialoguillo entre la Virgen de Marzo y el niño (¡… Déjame bajar, que quiero, Madre, ser tu jardinero!”).  Más extenso y prodigioso el poema al ciprés de Fray Justo Pérez de Úrbel (1923) acumulaba metáforas palpitantes: (… “nuestro hermano más viejo, con ese gran sayal y con tu puntiaguda capucha monacal…”). Este benedictino había sido uno de los estudiosos más preclaros en la historiografía de la Congregación y del arte (recuérdese El Claustro de Silos, 1930).

Mi visita había sido un jubileo al epicentro del Triángulo del Arlanza: el Monasterio de Santo Domingo de Silos. Había sido una visita fecunda por las facetas escuchadas y contempladas (música y plástica); por las actitudes variadas en un momento de respiración de paz y embelesamiento, que entre piedras estallaban.

 

Miscelánea de Silos y la abadía benedictina

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