CU de la US
Luis Miguel Villar Angulo

Monasterio de Santa María de la Vid (Burgos)

Monasterio de la Vid

Cuando me situé delante de la fachada del Monasterio de Santa María de la Vid dejé de leer en el móvil. Con los ojos cerrados hice un campaneo interior para retraer las escápulas después de dos horas de viaje en coche desde Madrid. Miré de arriba abajo la torre espadaña churrigueresca de 33 m en forma de pináculo de tres cuerpos decrecientes y conté las seis campanas. Bajé la vista para reparar en el arco de medio punto abrazado por pilastras de capitel corintio presidido por la titular del Monasterio Santa María de la Vid. La imagen eternamente presentida del monumento había sido una sorpresa artística.

Me gustaba la soledad monumental y espacial del exterior de la fachada occidental de la iglesia del s. XVIII. Allí – pensaba – podía pasar horas sin otra compañía que los libros más leídos de la especialidad, el siseo de las hojas del árbol del amor (árbol de Judea o árbol de Judas), y el chillido de las golondrinas que trisaban alborozadas anunciando el verano. Era un refugio idóneo de vida eremítica.

Las vides de aquella tierra en tiempos de Alfonso VII (1126 y 1157) debieron estar muy crecidas, retorcidas y con hojas palmeadas en las que se habría aparecido la Virgen, según una leyenda. Allí, los vitenses de entonces repartidos en dos barrios habrían visto en el cercano huerto tras el ramaje yerto como se elevaba una casa sobre la tosca piedra para la orden de canónigos blancos ceñida de contemplación y trabajo.

Aún no había traspasado la puerta de la iglesia cuando percibí los escudos de la casa ducal de Peñaranda al lado del óculo del frontis. Girando la cabeza al ala perpendicular, la fachada monumental con portada clasicista del monasterio del s. XVII estaba presidida por la figura de san Norberto, fundador de la Orden de Canónigos Premostratenses. Habían llegado eclesiásticos y seglares hasta la soledad del terruño profesando las reglas de San Agustín. Los religiosos “norbertinos” habían creado otros monasterios en Valladolid, Palencia, Burgos y Lérida, conforme las tropas cristianas ganaban terreno a los musulmanes empujándolos al sur de la península.

Atravesado el zaguán del monasterio empecé a comprender la monumentalidad de la sede monacal. En primer lugar, las tres naves de la iglesia. Caminaba por el pasillo central más amplio mirando el frontal del ábside y la majestuosa bóveda que arropaba el crucero. La luz irisada del óculo de la fachada exterior inundaba las naves de curiosos matices áureos. La perspectiva que divisaba era sorprendente. Y más asombrosa debió ser para la familia de los Miranda de Castañar que la concibieron como su lugar de enterramiento. Así lo había descrito Pascual Madoz en el s. XIX: “En el presbiterio al lado de la Epístola se conservan en su sepulcro las cenizas del primero de estos 2 personajes (Don Francisco de Avellaneda), y al lado del Evangelio las del segundo (Don Iñigo López de Mendoza)”. Era, pues, un templo de exaltación familiar, particularmente del segundo titular que había sido abad comendador del convento.

Se me plegaba el aspecto de la piel viendo el cenobio, porque después de la expropiación y venta de las propiedades eclesiásticas por el ministro de Hacienda Juan Álvarez de Mendizábal (1835), para recaudar fondos de la guerra carlista, tenía que especular acerca de la forma de la primitiva versión conventual.

La originalidad de las columnas pareadas de la panda este del claustro que daba acceso a la Sala Capitular atrajo mi atención. Eran los torsos de piedra (1517) como un gesto de baile en melodía. Las ventanas geminadas se apoyaban en un haz de columnas de cuatro troncos redondos que remataban en capiteles geminados con hojas de acanto trepanadas. Constituían un movimiento vívido, con alma. La panda este tenía otro vano posterior de estilo gótico, de arquivoltas apuntadas, y más ágil.

Mirando el aspecto de la panda oeste, distendido en el centro, un pozo enmarcado por una pérgola floreada de rosas coloreaba de esmeralda el pedregoso suelo. Al lado, un verduzco longevo espesaba un ciprés. Las bóvedas del claustro de la planta baja irradiaban nervios unidos desde la clave hasta las ménsulas de cabezas de serafines silentes. Las arcadas del piso bajo llevaban abrochadas con celosías desde el s. XVIII y las galerías del piso superior se cerraban con ventanas y arcos de medio punto.

Únicamente me faltó contemplar caminando la lánguida blancura de un canónigo, como había visto tiempo atrás a un cisterciense en el Monasterio de Poblet. Con recuerdos de monasterios en mi memoria, caminé hacia la biblioteca para reconocer la dedicación al conocimiento de la orden que tenía 80.000 volúmenes en las estanterías desde 1798. (¡Qué triste la cantidad de documentos y manuscritos que se perdieron en tiempos de la exclaustración!). Me asomé por una puerta para fotografiar la caja de la escalera del s. XVII que remataba en un techo decorado con pinturas de colores bajo una luz difusa.

No le dediqué mucha atención a la colección numismática de la antigua cilla convertida en Museo, encima del refectorio, con “15.000 medallas y monedas ibéricas, celtibéricas, púnicas, romanas y visigodas”, probablemente del yacimiento arqueológico de la antigua ciudad de Clunia (Peñalba de Castro) que distaba a 24 km. (No obstante, reconocía el valor de las cecas de época para la acuñación de monedas, como las existentes en la Real Casa de la Moneda de Segovia o la de Sevilla).

Como hombre mortal, un torso de Cristo atado a la columna del taller de Gregorio Fernández marcaba la puerta de la religiosidad en el espacio museístico. Acompañaban a la escultura piezas de orfebrería religiosa, figuritas talladas de crucificados en marfiles filipinos, que eran abundantes en las sedes conventuales de órdenes religiosas que habían evangelizado Filipinas, como la orden jerónima del Monasterio del Parral (Segovia) (de la que solamente quedaban seis frailes en el mundo), agustinos calzados, agustinos recoletos, franciscanos descalzos, jesuitas y dominicos.

Regresé a la iglesia desde la portada plateresca del claustro, bruñida en piedra. La nave central estaba cortada a la altura del crucero por una reja convertida en el espacio de una capilla funeraria, que en el exterior retenían arbotantes. En el techo una bóveda estrellada de forma octogonal y cúpula sobre trompas entretejía la piedra. Era el estilo de los condestables, como la Capilla del Condestable de la Catedral de Burgos. El retablo mayor tenía esquema renacentista, de compleja elaboración en donde se suponía que el entallador Elejalde el Joven habría trabajado con más de cinco operarios, incluidos “pintores, doradores, escultores, ensambladores, carpinteros, maestros, oficiales y aprendices…”. En el centro de la hornacina la imagen sedente del s. XIII de la Virgen sostenía apoyado en su pierna izquierda al Niño y en la mano derecha levantaba una rama de vid. Sobre el arco toral aparecía la fecha de terminación (1572). El retablo trascendía majestad.

De nítida arquitectura eran las variantes de veneras que se reproducían en la bóveda de horno del ábside y en algunas pechinas. Todas las conchas decoraban la gravitación de las cargas. Y si no, casetones en las capillas laterales que adornaban los huecos de la bóveda en el estilo renacentista. Una forma vehemente de huir de la espesura de la piedra.

Hospedería y albergue, sede del Noviciado Interprovincial de los Agustinos españoles, grutescos y heráldicas decorativos en testeros, contrafuertes y vidrieras que rumoreaban apellidos ilustres y celaban la memoria (Avellaneda, Velasco, Mendoza y Zúñiga). Al crepúsculo del día volvía agradecido a mis anfitriones que me conducían de Linares de la Vid a Peñaranda de Duero.

Retablo Mayor. Virgen de la Vid
Etiquetado en: , ,

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Luis Miguel Villar Angulo
A %d blogueros les gusta esto: