CU de la US
Luis Miguel Villar Angulo

TÁMARA DE CAMPOS

Vista De la Torre de la Iglesia de San Hipólito el Real y el Ayuntamiento (antigua Capilla del Hospital de Peregrinos)
Retablo mayor

El corto crepúsculo decembrino me había desperezado del sueño para viajar temprano por Tierra de Campos. Hasta el río Duero se habían establecido los visigodos a finales del s. V y por allí se extendió el reino de los cristianos. Había recorrido, calles arriba y abajo, pueblos palentinos de Tierra de Campos, unas veces para trasponer rincones mágicos del Camino de Santiago (Camino Francés) y otras para contemplar agudamente iglesias de estilo románico de los reinos de Castilla y León.

Un lúcido recuerdo reinaba en mi memoria cuando pronunciaba San Martín de Tours de Frómista y me llegaban imágenes del cimborrio, los afinados ábsides, las impostas y los canecillos. Rescoldos de iconografías vivas tenía de los oficios medievales esculpidos en la iglesia románica de Santa María de Carrión de los Condes a la que había echado una mirada reciente en las Edades del Hombre de 2022. Había sido imponente el impacto de un templo-fortaleza con la advocación de Santa María en Villalcázar de Sirga. Y la roma piedad de Ampudia la había intuido en la colegiata de San Miguel después de tener el árido placer de atravesar las rígidas líneas de las columnas de sus calles porticadas.

El arte románico había durado más que los grandes trillos de acero tirados por mulas o el olor característico de la mies de una era. Las cigarras no chirriaban porque no había paja seca en la terrosa Támara de Campos. Caminando volví la mirada a la torre de cuatro cuerpos (la “Moza de Campos”, 1606-1614) que aparecía en una empedrada travesía ascendente hacia la Iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Asunción y San Hipólito el Real (s. XIV). El relieve heráldico de los Reyes Católicos apoyado en dos guerreros orlaba la piedra en un arco escarzano del segundo cuerpo de la torre. Mirada de frente, parecía que se escoraba a la izquierda del eje simétrico de la nave central ensanchando la fábrica por el frontal de la epístola que descargaba la luz sobre una columnata. Tres puertas abrían las naves al oeste siendo la portada de la epístola de estilizada belleza por su alfiz y arco conopial visiblemente apuntado.

Me había olvidado de las horquillas, bieldos y aparvaderas que eran instrumentos camperos de otra época como las piedras adustas del arte románico. Abstraída la ojeada y moviendo imperceptiblemente la cabeza con cierta confusión no acertaba a sustanciar el monumento que chisporroteaba modernidad herreriana, a tan solo 7,6 km al sur de la románica villa de Frómista. Parecía una construcción condimentada con reformas barrocas en el exterior junto a aderezos primigenios. Era un regalo de piedra que entretenía la luz en el interior chorreando con juegos convulsos el fino estilo gótico y el abigarrado barroco de los retablos.  

Aquel día invernal caminata deprisa para calentar los pies y cubría el cuello con una bufanda de lana. Nada de chicharras ni de bálagos desgranados en las montoneras. Los árboles de la calle la Salud estaban deshojados. El agua escarchada del canal del Pisuerga refulgía bajo la luz mañanera. Eran las 10:40h en el reloj de la torre de la iglesia. Parecía que ninguno de los 77 tamarones (INE 2022) hubiera salido de sus casas a comprar el pan.

Pero ¿cómo era aquel pueblo habitado por tan pocos vecinos y forasteros que segaban a mano, recogían el trigo en carros tirados por bestias, lo transportaban a los molinos, almacenaban frutas y hortalizas en el desván, cuidaban gallinas y cerdos en los corrales, se calentaban con las glorias, picaban piedras y levantaban construcciones de envergadura? ¿Cuál era el nivel tecnológico de los artesanos canteros? ¿Cómo empleaban los sillares?

Luego de esa digresión contemplaba como las palomas revoloteaban alrededor de una balaustrada con pináculos rematados en pequeñas esferas modulados rítmicamente en el último cuerpo de la torre de doble cúpula semicircular. (¡Cómo me recordaba a los cierres de pirámides angulares y esferas del Archivo de Indias sevillano, y mejor todavía de El Escorial!). Mi visión artística de la zona monumental se ampliaba con la espadaña de tres cuerpos de la Capilla del Hospital de Peregrinos o de San Juan de Jerusalén (s. XII), ubicación de la sede del Ayuntamiento que quería adecuarlo como Museo Etnográfico.

Aquella espadaña tenía como precedente la más antigua de la Ermita de la Virgen de Rombrada, patrona del pueblo, que mantenía la cultura peregrina del tiempo interior y de ocio de la romería del pan y del quesillo cada 25 de abril entre las asociaciones de vecinos. Desde la singular colina divisaba la calle del Caño que conducía a la única puerta de doble arcada de la antigua muralla medieval del s. XI (Puerta del Caño). A partir de ella se evadía el alma por la llanura cerealista y se interrumpía el silencio por los zureos de los palomares circulares. Girando mi cabeza observaba el perfil de la nave central de la iglesia apoyada en arbotantes y contrafuertes, con galería superior corrida y una balconada junto a la cabecera.

A impulsos de los privilegios reales concedidos al pueblo sobre tributos – en particular el rey Alfonso XI que concedió fuero y donación de montes a Támara -, los bulos papales y las donaciones de los ricoshombres de entonces, los ingresos invertidos en las obras eclesiásticas hicieron que estas duraran mucho tiempo, y que los arquitectos, aparejadores, maestros mayores y artesanos ofrecieran distintos enfoques de sus representaciones, metamorfoseando los cánones estéticos como si hubieran vivido en tiempos de confrontación de estilos.

Un guía concertado abrió el interior del templo de apariencia catedralicia. La escucha del guía se solapaba con la contemplación del retablo mayor apoyado en el ábside poligonal mayor de las tres naves. Era una visión nueva del tiempo barroco que apuntalaba la madera para sugerir un espacio de recreación intimista con Dios Padre bendiciendo a la feligresía desde la cúspide del semicírculo. Allí Fernando III representaba la casa real. Los restantes intersticios del retablo se repartían entre cinco calles con columnas salomónicas donde los elementos decorativos iban cargados de simbología cristiana: “Yo soy la vid, vosotros los pámpanos”, decía Jesucristo (Juan 15:1, y versículo 5). De ahí que las columnas enhebraran su tronco con hojas de parra y pámpanos.

Dos cuerpos con cinco esculturas cada uno contenían santos intercesores para el espectador. Sobresalía San Hipólito ecuestre en el centro de la primera calle y la Asunción en el centro de la segunda junto a un grupo de tallas alusivas a la vida de San Hipólito. Y en la plática sombría, mis ojos repararon en la maestría del carpintero ensamblador de aquella orquestada composición, Fernando de la Peña, que ya gozaba en 1691 de un acreditado curriculum vitae que le permitía diseñar retablos en serie. Cerraba el espacio infranqueable del dorado presbiterio una reja de combinadas figuras geométricas con florituras platerescas de un herrero palentino (Francisco Osorno) rompiendo en mil pedazos el tuétano de la luz.

Me fui desplazando con parsimonia a lo largo de cada una de las tres largas naves hasta que terminaba en los ábsides. Acostumbraba a mirar a lo alto para comprender la robustez de los pilares, en este caso cilíndricos, donde descansaban las nervaduras de las distintas bóvedas. Mientras que un tramo de la nave central tenía nervio de ligazón o espinazo (como en la catedral de Burgos), las de los pies eran estrelladas (como en la catedral de Toledo). Ahí se notaban épocas distintas. Los tramos cuadrados de las naves laterales tenían bóvedas cuatripartitas o de crucería simple, aunque las estrelladas también aparecían en algunos trayectos.

Irguiéndose en la palmera más altiva de tronco de madera con basa de piedra, revestida de yeso y coloreada, asomaban los tubos del órgano (Gregorio Zabala, 1667) en una caja rematada como ventanales góticos de madera dorada. Imaginaba la brisa de los rangos, con timbres, tonos y volúmenes diferentes, como vientos en un ambiente oscuro invitando a los fieles a emocionarse en burbujas de intimidad e introspección… cuando estuviera restaurada la fuellería y remoldeada la tubería. Una obra única del s. XVIII.

Del órgano al coro en gótico flamígero. De la caja de los vientos a las columnas talladas que sustentaban la bóveda del sotocoro de arcos escarzanos, clave con la representación de los Reyes Católicos y la barandilla central calada presidida por la figura de Dios Padre en actitud de bendecir. En un lateral seis representaciones esculpidas de los apóstoles bajo doseles, y en el otro lado cinco figuras apostólicas exentas, igualmente rematadas con doseletes.

Surgía el púlpito de yesería para anunciar la palabra en estilo gótico mudéjar policromado y el tornavoz renacentista hacía de nido alisando el sonido del prelado en vuelo desde el atril.

Ensartadas en las naves del Evangelio y de la Epístola cuatro nuevos retablos (San Juan Bautista, Nuestra Señora de la Soledad, Virgen del Populo, Santo Cristo o del Miserere) acongojaban mi mirada tras ver calles y columnas estriadas, fustes y capiteles corintios, mesas y predelas, hornacinas y veneras, tallas y medallones, escenas bíblicas y relieves de la vida de San Hipólito, obras de autores contrastados (Francisco Tejedor) y atribuidos a maestros (Francisco de Colonia), arquitectos y decoradores de los s. XVI y XVIII, que habían teñido la madera de pino con cintas de color trigueño. Sentía huir de mi memoria el abanico de retablos de los pilares como humo sin que pudiera posar ninguna nota con mis manos. El angular de mi cámara había afirmado sus moléculas cristalinas.

A los pies de la nave de la epístola se reservaba una capilla para la pila bautismal de tibio blancor. Cosmovisión bíblica tallada en relieve, donde el agua en la piedra melodiosa acentuaba la purificación. Nacimiento a la vida cristiana de múltiples contornos.

Aquella villa de Támara de Campos de casas arrimadas, con cercas de adobe, cortas calles, fuertes calicantos, alternaba bellos edificios entre árboles y enramadas con fértiles sementeras. Y en mi despedida los lauros a la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción y San Hipólito el Real.

 

Fachada e interior de la Iglesia
Coro. Lateral
Órgano
Púlpito
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Luis Miguel Villar Angulo
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