CU de la US
Luis Miguel Villar Angulo

Ribadelago

Tenía el sueño de la distancia del Albergue juvenil San Martín de Castañeda de los años cincuenta del siglo pasado. La luz de mi memoria mantenía destellos de nostalgias: los campos de florecillas azules de lino que se cultivaban en Vigo de Sanabria y se sumergían en la orilla del lago atadas en manojos hasta macerarlos con “espadiellas”; las meriendas de pan y un par de onzas de chocolate; las marchas hasta el Monasterio de San Martín de Castañeda.

Y la tristeza de mis ojos se posaban en la gran tumba de agua de la madrugada del 9 de enero de 1959, cuando se levantó el pardo velo de 150 m de longitud del muro de la presa de Vega de Tera para ocultar con el día el pueblo zamorano de Ribadelago.

Dos veraneos de muchacho viendo de día el espejo azul del Lago de Sanabria a dos km cuesta abajo y de noche las cumbres estrelladas de Peña Trevinca y sierras Segundera y de Cabrera. Dos vacaciones rodeadas de auroras entre brezos y retamas y miradas a pájaros que emigraban entre improvisados nocturnos. El sueño idílico del paisaje de los profundos cañones, las estrías glaciares y las morrenas que rodeaban todo el derredor del lago se transfiguró el 9 de enero de 1959: aquel chaval olvidó los neveros del alba tras la arrasada noche que los termómetros habían marcado -18º bajo cero.

En aquella añoranza del pasado aciago el lago vertía un caudal lúgubre de emociones por los casi 8 millones de m³ de agua esparcida del salto de Moncabril. Acompañaba mi rostro al claro desengaño de aquellos capataces que arrancando de cuajo sus corazones habían reclamado a los ingenieros metros y metros de granito y hormigón de calidad para cimentar mejor los contrafuertes 22 y 21 de la presa y al desaliento de aquellos 1.300 hombres que trabajaron por un salario de 9 pesetas diarias. Contrafuerte destruido a los tres años de su puesta en servicio, nunca más reconstruido, que el sueño aciago nos brindaba.

Las olas del lago no desplegaban su énfasis cuando hice camping en las playas de arena y piedra al lado de La Cabaña (oficialmente Albergue nacional de pescadores de Ribadelago de Franco), tres años después de que las noticias propagaran el aliento de los 405 supervivientes de las desoladas alquerías y la ruina perpetuara su estirpe. Contemplaba atribulado la insondable profundidad de los 53 m del lago, vórtice abierto de la tumba de 144 personas, segunda catástrofe más importante habida en España por la rotura de un embalse.

Había caminado parcialmente los 139 km desde la desembocadura del río Tera, nacido en Peña Trevinca tras drenar la cuenca del norte de la provincia zamorana, hasta el río Esla. No quería estar con penas viendo reverdecer las espigas verdes de lino en las aguas limpias del río de truchas y lucios.

Caminando por la ZA-104 y a un km del antiguo pueblo se había levantado otra aldea para los supervivientes: Ribadelago Nuevo (anteriormente Ribadelago de Franco). Asentado junto al río Tera, la construcción de las casas de una o dos plantas a lo largo de la avenida de las Dos Castillas tenía apariencia de solidez, enfoscadas las fachadas en blanco y los tejados inclinados forrados de pizarra con buhardillas. Su apariencia, un tanto descontextualizada, parecía uno de tantos pueblos con arquitectura de la colonización agropecuaria de la época del régimen, como el poblado sevillano Isla Mayor (hasta el año 2000 reconocido como Villafranco del Guadalquivir).

Desterrado el pánico ancestral, los cuerpos de los 104 habitantes se alentaban sin ayer buscando risueñas mañanas. Una paulatina inversión en campings sembraba de autocaravanas, caravanas, tiendas de campaña, merenderos, alquileres de barcas distintas zonas que amortizaban las playas desde Custa Llago y Viquiella a Los Arenales, Los Enanos y otros. Aparte, las regatas internacionales de piragüismo acogían los mejores deportistas de la especialidad y el catamarán eólico-solar Helios Cousteau ofrecía viajes turísticos y posibilitaba la investigación subacuática.

Mis ojos inconformes habían regresado al Ribadelago Viejo en varias ocasiones. Sobre una roca se había levantado un monumento que conmemoraba los 50 años de la tragedia de 2009, impulsado por el Ayuntamiento de Galende. El escultor zamorano Ricardo Flecha había cincelado un modelo de madre sanabresa protegiendo un niño. Los nombres de los desaparecidos aparecían en una lápida.

Sus 30 (INE 2017) habitantes plateados de sienes faenaban cada día para ordenar sus propiedades rústicas minifundistas, proteger su exigua cabaña de ganado bovino alistano-sanabrés, cuchichear cuitas en su dialecto «senabrés» o «pachuocu», en una economía de subsistencia mejorada por el turismo en la actualidad, que acertadamente había recreado en personajes (Amadeo, el cura; Vicencio, médico…) la novela A las orillas del Tera. Tragedia en Ribadelago (Recio Moya, 2014). Los estudios sobre los dialectos de los primeros pobladores leoneses de la zona habían arrancado de la publicación El Dialecto de San Ciprián de Sanabria: Monografía Leonesa (Krüger, 1923). Este pueblo, situado a 17 km al NW de Ribadelago, me hacía suponer las concomitancias lexicológicas entre ambos pueblos sanabreses.

Igualmente, se sentaban a la sombra de un roble (“carballo”) esperando ver pasar a los niños irrecuperados de la tragedia a lo largo del lago o espejados en él, como los aldeanos esperaban oír la voz del imaginario Don Manuel (cura) de la novela San Manuel Bueno, mártir (Unamuno, 1931) que había recreado una leyenda sobre la desaparición del pueblo sanabrés de Valverde de Lucerna (inspirado en una visita del autor a San Martín de Castañeda), y premonitoria de la catástrofe, donde el personaje Lázaro narraba las dudas (representadas en el lago) sobre la fe (simbolizada en la montaña) del ilusorio Don Manuel.

Otros repetían las mismas historias personales en las mañanas lentas, de cielo azul y verdes turberas, de hierbas frescas y secas, del campanario de la iglesia y del puente, de la siega mediante hoz para el centeno, porque ese era el cereal de su pan,  en una unión de espiritualidad trágica antes que el silencio los embutieran de melancolía. En los escasos espacios complacidos socialmente los aldeanos añoraban algunos romances iniciados mediante una cuerda de recitación a la que seguía una respuesta colectiva rítmicamente construida sobre patrones en compases de ¾. Las tesituras del coro de voces oscuras bajaban sus graves notas a las profundidades del lago frotándose las manos a impulsos de su terrible desesperación.

Soñolienta el agua del Lago de Sanabria, en contraluces oleaban los cuerpos ausentes.

 

 

Documentos:

https://www.youtube.com/watch?v=sA0tXnpVWHk

https://www.youtube.com/watch?v=_Sgd7bim9Jw

https://www.youtube.com/watch?v=FcrUkT0z6oQ

https://www.youtube.com/watch?v=F7PcsQcjmHM

https://www.youtube.com/watch?v=b6YGBanmeEU

https://www.youtube.com/watch?v=gPhX8lnqOPc

http://www.rtve.es/filmoteca/no-do/not-837/1487132/

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Luis Miguel Villar Angulo
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