CU de la US
Luis Miguel Villar Angulo

Doce preludios narrativos

Doce pueblos de ANDALUCÍA: 1 Garrucha, 2 Níjar, 3 San José, 4 Alcalá de los Gazules, 5 Bornos, 6 Medina Sidonia, 7 Motril, 8 Salobreña, 9 Trevélez, 10 Niebla, 11 Antequera y 12 Nerja

Con este anuncio anticipaba visitas cortas a pueblos que me despertaron un sentimiento de curiosidad o interés por los mismos. De ellos guardaba fotografías que me sirvieron de introducción para la redacción de los textos narrativos. El preámbulo se ajustaba a las imágenes, sin que omitiese divagar por el paisaje de mis propias emociones y sentimientos.

La ordenación de las localizaciones se ha hecho siguiendo el criterio alfabético siguiente: comunidades autónomas, provincias y pueblos.

 

1 Garrucha (Almería)

No había monumento de cuatro metros de mármol de Macael más reluciente y lustroso que la imagen serena de la Virgen del Carmen, patrona del pueblo de Garrucha, recreada de la cálida imagen que presidía la capilla del Carmen y que procesionaba cada 16 de julio. La blanca estatua sobre pedestal en un espigón era honrada por los garrucheros en su esparcimiento por la playa del Pósito. En el paseo del Malecón, el poeta ciego dialectal de Garrucha, Antonio Cano Cervantes, ponía letra al lenguaje de pescadores y mujeres de su tiempo con un deje ilustrativo:

“Anteanoche te dije: Juanica,
si pasá mañana,
qu’es el día de tu santo, en la noche
hace la luna clara,
pa cantate coplicas qu’apriendo
allá en la montaña.
Te prometo qu’al pie de tu reja
traigo mi guitarra…

Allí, la fama del escultor Manzano se gozaba, porque había dejado inmortal a dos vírgenes (Carmen y Rocío) y al ciego poeta local, Antonio Cano Cervantes. Desde su pedestal, éste miraba el puerto pesquero por donde desembocaba la Gamba Roja que mi paladar había saboreado apoyado en la limpia baranda blanca de mármol de Macael del Paseo del Malecón. Allí, también, los pescadores aprovechaban que el cuerpo se alegraba de cualquier contrariedad de las picadas de peces en las cañas viendo la salida de barcos cargados de granel sólido de yeso procedente de las canteras de Sorbas.

Había sentido despreocupación en el paseo kilométrico del Malecón sintiendo la placidez del ambiente saladillo aliviado por la ausencia de turistas de sombrilla y tumbona.  Cantaba un marinero en el bar que en las barquitas vivía, que la nave o la vela o la estrella eran bellas. Me había quedado consolado por la aparente simplicidad de la canción ausente del recurso de un estribillo. (Véanse Figs. 1 y 2).

 

2 Níjar (Almería)

Un nijareño mostraba con orgullo su artesanía de la tejeduría de coloridas jarapas reutilizando desechos de telas inservibles (harapos), que antaño servían para cubrir los lomos de las bestias o cubrir los somieres protegiendo los colchones. Movía los lizos para que pasara la lanzadera por la trama, mientras el peine desenredaba los hilachos. Como espectador estaba alerta para captar el movimiento del tejedor que producía un ruido en el bastidor de madera rectangular cada vez que un hilo de la trama se enhebraba y tejía en los hilos verticales de la urdimbre. La cadencia de acentos y pausas del cruzamiento entre trama y urdimbre reforzaba mi idea de rutina habilidosa y al tiempo de creación mecanizada. Derivaba paulatinamente mi vista del telar a otras piezas cerámicas reconociendo distintas formas de creación de obras de arte.

Había sido una parada en un expositor a sabiendas de que el municipio de Níjar contaba con casi una docena de talleres que abarcaban el arte menor de la cerámica.  En ambos casos, había percibido originalidad y expresión artística en los objetos. En el autobús hacia el pueblo había tenido la impresión de este paisaje de “auténtica solana” que Juan Goytisolo magistralmente reportó en su libro Campos de Níjar. Desde los años cincuenta del siglo pasado a la actualidad el paisaje desértico del interior había cambiado, sin embargo, a otro de cubiertas de plástico que encerraba tipos variados de hortalizas (frutos, raíces, bulbos, hojas…), porque el nuevo campo de Níjar contaba con una agricultura de invernadero potente: segunda de Almería y primera en cultivos ecológicos.

A una altura de 356 m sobre el nivel del mar, el pueblo mostraba con orgullo la consideración de pueblo bonito (desde 2019) y un acreditado patrimonio inmaterial con escenarios para rodajes de películas con temáticas de conquistadores y forajidos del oeste norteamericano. En su extensa comarca se hallaba el Parque natural del Cabo de Gata-Níjar que englobaba pueblos, pedanías y localidades costeras que posteriormente visitaría (San José). Muchos de los monumentos culturales tenían resonancias de agua como aljibes y norias. Era parte, igualmente, de su orgullo patrimonial. Mientras discurría por la calle blanca de las Eras plena de talleres de artesanía, contemplaba la alineación de las casas bajas hasta que me aproximé a la plaza la Glorieta para visitar la Iglesia Parroquial de Santa María de La Anunciación del s. XVI. Debajo de la torre defensiva, perfilado en piedra, se advertía el escudo imperial de Carlos I que daba sentido a la época constructiva y a la repoblación cristiana después de la expulsión de los musulmanes. Al fondo de la nave central, bajo techo de armadura mudéjar, se alzaba un retablo de estilo barroco con la Inmaculada de Alonso Cano (s.XVIII) en la calle central y dos santos en los laterales, que incluían a San Antonio y San Sebastián, patrón de Níjar. La iglesia contaba con otras curiosidades menores que me llamaron la atención, como el mecanismo de un reloj (s. XVIII) dentro de una vitrina.

No había tiempo para más. Los habitantes mostraban su orgullo de haber domeñado la secular sequía con cultivos bajo plástico que relataban con euforia, sin descuidar la alerta por el cuido tan escaso del agua cuyos restos en construcciones de norias y aljibes habían tratado sus gentes como piezas de museo. (Véanse Figs. 3 y 4).

 

3 San José (Almería) 

Enclavado en el Parque Natural de Cabo de Gata-Níjar, la llegada al pueblo de San José, antiguo de pescadores y ahora claramente turístico, tuvo lugar después de recorrer en autobús los 32 km de terrenos áridos que separaban el pueblo de Níjar de la localidad costera. En la estación invernal no había bañistas en la playa de la Bahía del Sollarate, una ensenada que invitaba a disfrutar de la placidez de las aguas tranquilas y transparentes del mar. El paseo relajado por la fina y dorada arena de la playa dejaba ver a tramos rocas y restos rizomatosos de la planta marina Posidonia atlántica, que cuando la veía en el fondo del mar parecía que Poseidón me saludaba con cintas verdes.

A 4 km se encontraba la ensenada de Mónsul famosa por haber sido escenario de distintas películas. Me bastaba el recuerdo de alguna de ellas (Indiana Jones y la última cruzada) para sentir de nuevo la placidez de la costa en contraposición con el acantilado rocoso que la circundaba. Sin embargo, San José contaba con otra esplendorosa playa que había ganado fama y reconocimiento y que estaba a tan solo 3 km del centro del pueblo: la playa de los Genoveses, escenario igualmente sus dunas y playa de acontecimientos históricos en los s. XII y XVI, y de películas renombradas como Lawrence de Arabia, cuya banda sonora tarareaba con desatino.

En otra ocasión me había detenido en el Mirador las Sirenas a 13 km al oeste de San José sorteando la carretera curvilínea y empinada desde la que se dominaba el paisaje de barrancos y acantilados. Por suerte había nadado con gafas submarinas en una de las calas del Parque Natural años atrás. Conservaba en mi recuerdo la sensación placentera de las aguas tibias y cristalinas del mar; y atesoraba en mi retina la visión colorista de los fondos marinos de arena y Posidonia atlántica con herreras y tordos de movimientos oscilatorios y ondulatorios rapidísimos imposibles de seguir de cerca. (Véase Fig. 5).

 

4 Alcalá de los Gazules (Cádiz)

Atravesaba el Parque Natural de los Alcornocales por la A-381 en una mañana lluviosa de primavera que goteaba el parabrisas sin cesar. Tomé la desviación que conducía a Qalat al-Jazula, rebautizada por Alfonso X el Sabio con el nombre de Alcalá de los Gazules. El pueblo se ofrecía como el picacho blanco de un cerro en medio de un paisaje ornamentado de verdes primerizos de las hojas, verduzcos del follaje perenne y del pardo rojizo de la agrietada corteza de los alcornoques.

La entrada del pueblo marcaba la dirección obligatoria del tráfico que debía seguir para acceder al castillo. Subí por una carreterita de curvas en cuesta y pregunté tenso a un alcalaíno por la dirección correcta para llegar a la fortaleza. Uf!, si no hubiera sido por la amabilidad de varios vecinos no habría llegado a la Plaza de San Jorge que se abría llana para el estacionamiento de coches. Desde esa planicie discurría la madeja de callejuelas para la salida del pueblo.

La primera contrariedad emocional lo provocó el uso del paraguas que dificultaba el manejo de la cámara. La segunda decepción fue el horario de apertura del templo. La Iglesia de San Jorge estaba cerrada. Los lunes era un mal día para visitar templos fuera del horario de culto. Así que me decanté por leer las lápidas de mármol y azulejos que recordaban acontecimientos históricos en las fachadas de algunos edificios, al tiempo que fotografiaba el templo y la Casa Consistorial girándome para captar fachadas, portadas y torre. Afortunadamente, el inicio histórico del pueblo se había originado en ese entorno que facilitaba la caminata a pie. Un poco más al norte, bordeando la Escuela Hogar Jesús María y José, y siguiendo la calle El Castillo, el muro en forma de talud de la Torre del Homenaje aparecía rudimentario, sin identidad. Era el resto arqueológico del Castillo de Alcalá de los Gazules, Bien de Interés Cultural (BIC) en la categoría de Monumento (1984), que habían construido los musulmanes en los siglos XII y XIII, y posteriormente destruido las tropas francesas en la Guerra de la Independencia. Desde 1310 Alfonso Fernández de Córdoba había recibido por heredad de Fernando IV el señorío del Castillo por su experiencia en el cuidado y defensa de las fronteras contra los musulmanes.

El Castillo estaba cerrado al público esa mañana. Así que me contenté con mirar la puerta de acceso y dar un paseo breve por un camino rural habilitado a su espalda para ver las estribaciones de la Sierra de Cádiz. Regresé al antiguo patio de armas del Castillo que era la Plaza de San Jorge. Allí sonaban reiteradamente coplas de algún altavoz del Café Bar Territorio Flamenco. Me detuve leyendo la inscripción en una placa de mármol de la fachada de la Casa Antigua del Cabildo o viejo Ayuntamiento que databa de 1553. Su purismo renacentista se manifestaba en sus vivos y contrastados colores, en la superposición de los estilos de las dos plantas y en la austeridad de sus líneas, rematadas por un frontón triangular que se apoyaba en una bóveda con seis arcadas y pilastras. Una particularidad arquitectónica que había visto en fotografías de las arquerías de forja y cristal de la Casa Consistorial de la localidad de San Clemente de Cuenca, igualmente del s. XVI. El Arco de la fachada comunicaba con calles acodadas que se deslizaban cuesta abajo siguiendo cotas de altura.

La Iglesia de San Jorge, asentada sobre el espacio de la antigua mezquita aljama, tenía dos portadas y una torre campanario de color de piedra, mientras que los restantes muros enlucidos de blanco ofrecían un gran contraste. Haciendo esquina con la Casa Consistorial, la portada de los pies de la planta latina de la iglesia tenía reminiscencias del gótico tardío. Dibujada en dos cuerpos diferenciados estaba enmarcada por sendas pilastras fasciculadas. El cuerpo inferior era el más vistoso por los dos arcos abocinados y la figura de San Jorge a caballo, patrono del pueblo, quedaba labrado en el tímpano del arco. El segundo cuerpo, menos sugestivo, se abría en el centro con un vano cuadrangular. La torre campanario de cuatro cuerpos, construida de ladrillo en estilo barroco, existía desde mediados del s. XVII. La portada lateral de la nave del Evangelio de San Juan Bautista, erigida de ladrillo y piedra, mantenía el estilo barroco (s. XVIII). Como curiosidad, un recinto cercado por doce columnas encadenadas simbolizaba un espacio de derecho de asilo eclesiástico.

Regresando por las calles estrechas y empinadas del pueblo conducía frunciendo el ceño como si revolotearan en mi imaginación animales fabulosos (arpías, grifos, medusas…) de una fachada gótica. Medio velado el cielo a lo lejos de la Sierra de Cádiz proseguía mi destino por la A-381. (Véanse Figs. 6 y 7).

 

5 Bornos (Cádiz)

Por el mes era de septiembre, cuando todavía hacia calor, cuando cantaba el ruiseñor pechiazul y la calandria llamaba el mejor, y cuando paseaba por los exteriores del antiguo convento del Corpus Christi de Bornos, sobrio y exento de decoración. Las casas de la plaza estaban encaladas de blanco, como en otros pueblos de la zona jerezana. El exconvento había pasado por distintas vicisitudes reconstructivas hasta convertirse en un instituto de enseñanza secundaria.

Había concertado una visita al Palacio de los Enríquez de Ribera, Bien de Interés Cultural (BIC), en la categoría de Monumento (1985), con una guía turística del pueblo. Así que reservé un tiempito para comer en un restaurante local. La carta era variada. No me atreví a degustar el popular plato jerezano conocido por berza ni los garbanzos con espinacas por las consecuencias digestivas que tendría durante la visita a los monumentos. Entonces me decidí por un abajao o avajao bornicho, plato típico del pueblo, aunque se parecía más a las tagarninas esparragás, y una fritura de pescaíto mediterráneo.

Dicen de aquel árbol que mueve la hoja algo se le antoja. Sentado en un banco a la sombra de naranjos, frente al Ayuntamiento, ni se movían los incipientes brotes de los naranjos ni el dosel o los estípetes de las dos palmeras que custodiaban la Plaza de José González. En aquella hora, no se antojaba nada a los árboles ni a la gente, porque no circulaba nadie. En el extremo opuesto de la Casa Consistorial, la Iglesia parroquial Santo Domingo de Guzmán, construida entre los s. XV y XVI, permanecía cerrada hasta la tarde cuando se celebraban los oficios.

La guía turística, titulada en Historia General, había iniciado su descripción del Castillo Palacio de los Ribera combinando datos históricos del municipio con otros de sus estudios. Traspasada la reja que daba acceso al patio principal de planta cuadrangular y de estilo plateresco me llevé una sorpresa por su magnitud de doble planta, elegancia de arquería, balaustrada gótica y decoración de piedra en gárgolas que evacuaban agua desde la segunda planta, con una portada de acceso en un ala que asombraba por su estilo gótico tardío con decoración de cardina.

Relataba pormenores de la Torre del Homenaje del antiguo Castillo de Fontanar, de origen árabe, que ampliaba en detalles de estancias y escaleras empinadas hasta llegar a las dependencias del Palacio de los Enríquez de Ribera, convertido en Centro Cultural y Turístico. Huérfano de decoración, el Torreón no tenía alicientes para la recreación imaginativa. Habían pasado 148 años desde que el municipio de Bornos había sido conquistado por Fernando III hasta que la familia Ribera compró el castillo de la familia Marchena en 1398, que era cuando se había producido el embellecimiento palatino. Desde la segunda planta del palacio miraba un ángulo dispar: un ala, lisa y reconstruida del Torreón, y otra, con hileras floreadas en la balaustrada.

Desde la galería superior de la desaparecida logia miraba al este del pueblo. Cruzando la torre de la iglesia de Santo Domingo de Guzmán veía la lámina reposada de agua del embalse de Bornos que recogía el caudal del río Guadalete, suntuoso en sus acometidas, cuando los índices pluviométricos de la sierra de Grazalema eran elevados.

Cuando miraba al norte, se alineaba un vergel bien regado. Por la gentil floresta del Jardín renacentista el alma se quedaba dormida contemplando la vegetación y se despertaba el oído avivado por los chorritos de agua de la fuente del Merendero, donde Fernán Caballero (seudónimo de Cecilia Böhl de Fáber) escribió la novela Un verano en Bornos (1850). Esta novela de amoríos recogía dichos y sentencias del pueblo andaluz en el estilo de cartas. Así describía el pueblo: “Bornos es un serrano culto y ataviado, que posando aún sus pies entre las doradas mieses del llano, corona su cabeza con las hojas de la verde encina y con la rosada adelfa de la montaña”. En medio de grutescos y árboles centenarios buscaba intermitentemente acomodo bajo las sombras de aquellas especies que además aportaban fragancias generosas al atardecer.

Tan callada estaba la Logia Pompeyana que daba valor al tiempo pasado como mejor. La inspiración de las arcadas procuraba plenitud compositiva a los jardines. Su influencia italiana era evidente desde que Afán (III) de Ribera y Portocarrero, gran coleccionista de obras de arte, había mandado traer mármoles italianos de ninfas y otros seres mitológicos para los nichos de la logia, que habían quedado expuestos en la Casa de Pilatos de Sevilla.

Me despedía de Bornos para llegar a mi destino de Arcos de la Frontera. Allí, en los jardines platerescos, pasearon los señoríos derechos a disfrutar, allí nosotros con el pueblo bornense, sin otros títulos, fuimos a gozar. (Véanse Figs. 8, 9 y 10).

 

6 Medina Sidonia (Cádiz)

El otoño esparcía un blando movimiento entre mis manos húmedas sujetando un paraguas. Apenas soplaba viento de levante en la trapezoidal Plaza de España de Medina Sidonia, declarada Conjunto Histórico-Artístico. Qué belleza aleatoria de suelos limpios y naranjos perfilados de reciente poda. Presidía en el ala más corta de la plaza la fachada del Ayuntamiento en estilo manierista (s. XVII) remodelada posteriormente en barroca. El exterior de las casas blancas y mojadas parecía más higiénico y luminoso realzado por el ocre de marcos y pilastras y el negro de balcones y ventanas enrejados, algunos de un hierro forjado con artesanía. 

Cuando atravesé el arco sombreado de la fachada del Ayuntamiento desde la posterior Plaza de la Libertad quedé asombrado por el alejamiento de todo. No había ningún asidonense en las plazas. Mi visión de aquella explanada de España compuesta de edificios alineados en atmósfera ceñida impresionaba por su estética desnuda. Me había dirigido a la oficina de Turismo para conocer los horarios de los monumentos locales. No tenía duda. Debía continuar caminando por la calle Virgen de la Paz hasta la Iglesia de Santa María La Coronada, Bien de interés Cultural (BIC).

Al cruzar la Plaza de la Cruz una sombra ambigua clamaba la torre de la Iglesia de la Victoria, cerrada. De la traza jesuítica de la planta de la iglesia nada podía hablar. No había conocido las esculturas de San José y el Niño atribuidas a Martínez Montañés. (Para congraciarme con el escultor, recordaba la ternura que anegaba los grupos de San José y el Niño de las Iglesias sevillanas de San José y la Magdalena).

Subía la cuesta de la calle San José y empecé a divisar la portada lateral herreriana y la torre campanario de estilo escurialense de la Iglesia de Santa María La Coronada. Los muros blancos cubrían el resto del alzado.

Postradas las piedras, el Castillo era la cima inmutable del cerro del municipio. Allí resplandecía el destino de un pueblo que había pasado de castellum militar romano y alcázar árabe a castillo medieval. Juntos el granito del castillo y la piedra de la iglesia en una esquina, los asentamientos antiguos de una mezquita árabe y de un templo cristiano dormían sin vestigios.

Las desnudas estancias del entorno del claustro gótico mudéjar de la iglesia estaban arrebatadas de lluvia. La oscuridad temblaba. Allí, solo silencio. Nada más que una escueta taquilla para abonar la entrada.

Por los pies, como en muchas catedrales, se había levantado la portada plateresca de la iglesia de Santa María La Coronada. Surgía la filigrana de la piedra calada del gótico en la crestería. Hacia fuera en el tiempo, el herreriano de la portada lateral del Evangelio, sellaba austero el muro.

El Retablo Mayor abría su huella plateresca sobre el presbiterio quieto de la nave central. Desde la contratación a la terminación de este habían transcurrido 51 años (1533-1584). Eran los tiempos de Alonso de Guzmán y Sotomayor (VII duque de Medina Sidonia y Grande de España, recordado por la aventura de la Armada). Desfilando 168 imágenes en irisados dorados por la tersura de 15 m de altura y 6,8 m de anchura, me había quedado absorto de tanto escorzo distendido. Aquí la imagen de la Virgen La Coronada en presencia esbelta. Aquí 22 escenas catequéticas de la vida de Cristo. Aquí Roque Balduque testó su grupo del Calvario en la cúspide del retablo. Aquí Vázquez el Viejo ajustó su gubia. Aquí Miguel Vallés vislumbró encarnaciones en la madera. Aquí se invirtieron 1324 ducados de oro (equivalentes a unos 221 240,4€, aproximadamente). Aquí los asidonenses estremecían porque no había otro retablo igual entre los gaditanos.

En la lánguida estancia y con un dejo de espléndido poder, Pedro Roldán esculpió el Cristo del Perdón: brazos entreabiertos en tibio movimiento, trémulo el paño de pureza, en fuga los cabellos precipitados, místico escorzo aguardando la redención.

Contento, bajé la falda del cerro. Ninguna nube inútil. La vista se esparcía hasta San Fernando y la bahía gaditana. El tiempo caprichoso tornaba a un resplandor azulado. (Véanse Figs. 11 y 12).

 

7 Motril (Granada)

El fresco invierno llenaba de soledades la playa Granada con sus pálidas aguas sin fuerza. En el tejado níveo de Sierra Nevada otra soledad se desataba infranqueable. El bosque de chirimoyos se abría en verde unánime alimentando pulpas aromáticas y refrescantes. En la parcela ceñida de cañas de azúcar se arrinconaban las panojas que daban su jugo dulce.

Había llegado a la Finca La Zafra de Motril. Subvencionada con fondos Urban resucitaba la costumbre milenaria del cultivo de la caña de azúcar. Desde la bella Indonesia siguiendo el curso de las migraciones occidentales de muchos pueblos, la planta herbácea dulzona, había arraigado exitosa en el clima subtropical del sur de Granada. Talluda y jugosa, había continuado su peregrinación geográfica fiel hasta Islas Canarias y Cuba. Se contaba que Cristóbal Colón había introducido la caña melosa en América en su segundo viaje.

Posteriormente, los ingenios azucareros se habían mantenido desde el s. XVI hasta el año 2006 cuando había cerrado el último de ellos. Un testimonio literario de aquel s. XVI había sido elocuente. El poeta Luis de Góngora había conocido de buen ánimo la existencia de los ingenios motrileños, y había dedicado un verso a la mujer en el poema Mujer puntiaguda con enaguas: “Si Pan de azúcar en Motril te encajo”. Conocido el proceso de extracción de los cristales de azúcar de las cañas, el siguiente paso había sido la fermentación del azúcar para la extracción de ron. De su seno dulce había surgido una industria.

Los inconvenientes de esta bebida no se habían descartado. El consumo excesivo de azúcar era un riesgo personal por el aumento de la obesidad, la diabetes y otras enfermedades coronarias hurtando el placer del consumo y sellando de hipocondría el talante de la gente.

Tras las demostraciones de un “mondero” sembrando una caña (¡desconocía que se plantaran tumbadas!) y cortando las hojas, y probado el pan de azúcar, mi siguiente destino fue visitar el Parque de los Pueblos de América.

El recinto incluía gran variedad de flora americana: la elegancia de la palmera Washingtoniana, la dulzura de la flor de jacaranda, el colorido exultante de buganvilias y lantanas, el caducifolio liquidámbar de intenso color rojizo… No sentía soledad. Las fuentes y el río artificial chapoteaban las huellas de mis recuerdos y el tiempo misterioso de la infancia resbalaba en mi imaginación.

Sobre el emplazamiento de una antigua fortaleza nazarí, el templo de Nuestra Señora de la Cabeza había sido construido en el s. XX y destruído por un incendio en la guerra civil. No había rastro de la ermita ni del santuario, que únicamente se reconocía por la silueta de la planta de cruz latina de una nave. El retablo y el camarín de la Virgen de la Cabeza databan de mediados de los años sesenta del siglo pasado. Eran la epifanía de la parroquia. El centro áureo. De las imágenes de parda tez se conocían leyendas sobre su aparición en este lugar entre 1500 y 1510. Así, los fieles fueron agigantando sus creencias religiosas. Bajo la cúpula del camarín, la Virgen y el Niño resplandecían en una sobreexposición de pan de oro para un pueblo de religiosidad sincera. Exacerbado el ánimo de los vecinos, el arrobamiento motrileño anhelaba el cielo.

Con mi visión aturdida por los fulgurantes destellos de las imágenes religiosas, paseaba por delante de edificios civiles que tenían sobriedad arquitectónica: el Ayuntamiento y la Casa Condesa de Torre-Isabel. Eran casas señoriales de escueta armonía calculada con ejes de simetría. Un aspecto restaurado de otras épocas de presencia adolescente, esbelta.

Al lado de un mercadillo de la Av. de San Agustín, la Iglesia de la Victoria de los Agustinos alzaba su plenitud arquitectónica. Las vicisitudes que había atravesado el convento fueron de siglos terminando incendiado durante la Guerra Civil. Solo se había conservado la iglesia en una mezcla estilística de arte mudéjar y prebarroco. Como espectador, la desnudez de sus muros y la ausencia de un patrimonio escultural contrastaban poderosamente con la opulencia decorativa de la parroquia de Nuestra Señora de la Cabeza. En la iglesia de la Victoria, un escorzo de Cristo finamente ejecutado en pasta de papel olvidaba otra imagen desparecida. La Cofradía de Penitencia del Santísimo Cristo de la Salud y Nuestra Señora del Buen Consuelo incorporaba en 1964 la nueva imagen bajo la advocación del Cristo de la Salud.

Con un dejo pretérito triste, en la plaza de España, de contorno de piedra de muralla musulmana, mampostería y ladrillo, junto a la Casa Consistorial, construida entre 1510 y 1514, ahijada de los estilos mudéjar, gótico y renacentista en cuatro fachadas vistas, la Iglesia Mayor de la Encarnación, almenada iglesia-fortaleza, asomaba al cielo sus dos torres abalaustradas, simétricas a los ángulos NE y SW, y abría a los fieles dos puertas de arcos apuntados.

Elevada a Colegiata (1748) por el Cardenal Belluga, reconocido en una estatua de la Plaza de Armas, el templo acogía tallas copiadas del Cristo de Medinaceli, y otras procesionales de reciente factura escultórica para la Hermandad de la Vera Cruz, como el Santísimo Cristo de la Expiración, o la Cofradía de Ntro. Padre Jesús Nazareno y Mª Stma. De la Esperanza.

Dulzura y arrobamiento. La destrucción incendiaria de monumentos religiosos había tornado en distendida exaltación del ánimo creyente motrileño. En medio de ese fulgor religioso, entretejía mi semblante de alegría.(Véanse Figs. 13, 14 y 15).

 

8 Salobreña (Granada)

A 6,5 km al oeste de Motril, un Castillo, Bien de Interés Cultural (BIC), erigido sobre una corona rocosa caliza, había sido el germen de Salobreña hacia el 713. La costa granadina se había nutrido de estructuras torreadas. Una red de atalayas, torres y estancias habían constituido la primera línea defensiva. A 14 km al este un castillo árabe de piedra, tapial y mampostería había defendido a la población de Almuñécar. Los tensos músculos defensivos de granito y cascajos removían a los asaltantes con deslumbrante brío. A 200 km al sur, las espumas del Mar de Alborán separaban el Castillo de Melilla. A 82 km al norte, se asentaba la población de Trevélez en las faldas de la elevada y nívea Sierra Nevada. Entre Motril y Salobreña una idílica vega enmelada de frutas tropicales (chirimoya, aguacate, mango, guayaba, caña de azúcar) anegaba en verde el horizonte. Era la vega aluvial del estuario del Guadalfeo.

Para llegar al Castillo, usé la línea 2 de autobuses urbanos y paré en El Postigo. Desde el mirador se divisaba la cara este del pueblo. Caminé por la calle Torre hacia la Iglesia de Nuestra Sra. del Rosario a contraluces de callejuelas moriscas serpenteantes en un esfuerzo gozoso hasta la plaza-mirador, que había sido cementerio cristiano. La construcción de ladrillo de la torre y el campanario acabado en almenas escalonadas de la iglesia traslucía el arte mudéjar (s. XVI). Como otros templos sureños, estaba asentada sobre una antigua mezquita que Ibn al-Jatib había calificado “de magnifica arquitectura”. No pude visitarla. Estaba cerrada por la mañana. Solo se abría en horario de culto.

La médula de la medina fortificada había sido musulmana durante nueve siglos. Uno de los barrios propios del urbanismo islámico había adquirido resonancias de otro de mayor enjundia de la ciudad de Granada: El Albayzín.  Esta barriada aneja al cerco del promontorio en forma de luna menguante había perdido su identidad a raíz de la entrega de la alcaidía a Francisco Ramírez de Madrid por los Reyes Católicos en 1490, una concesión para la instrumentalización de la política real. Los repobladores cristianos y no cristianos mezclados con los naturales iniciaron entonces el cambio de faz de los edificios religiosos y civiles.

Subí por una calleja empinada con escalones para acceder al Castillo. La geometría del castillo conformaba un polígono de nueve lados y en cada esquina había una torre. La topología del terreno accidentado lo hacía ventajoso como enclave defensivo: una fortaleza del s. X, que iba a ser estratégica como guarda y vigía. Se componía de varias edificaciones castrenses calculadas para la defensa contra ataques enemigos, albergando, asimismo, un palacio real de época nazarí, por lo que también se conocía el castillo como alcazaba. Por allí debieron pasear los centinelas de entrada del palacio y las guarniciones que patrullaron por la explanada del patio de armas vigilando los dos silos que almacenaban provisiones. (Actualmente el Castillo de Arévalo se había convertido en un silo, un gran almacén de grano).

Posteriormente, el Castillo se había convertido en prisión de monarcas del sultanato nazarí (Yusuf III, Muhammad VIII el Pequeño, Muhammad IX el Zurdo, Abu Nasr Sad y Muley Hacén, s. XIII-XV). El recinto nazarí era la estancia más antigua del Castillo y se situaba en el interior. Desde entonces hasta el s. XVI se habían añadido nuevos recintos al primitivo. Incluso se había instalado una batería artillera en 1767. Las reformas, rehabilitaciones y reconstrucciones habían añadido nuevas distracciones al visitante. Una de ellas había sido la recomposición funcional de la Coracha que había protegido los aljibes del agua traída del Guadalfeo. Recientemente, se habían realizado prospecciones arqueológicas en los años 2014 y 2015 que habían facilitado el descubrimiento del baño nazarí formado por varias zonas: seca (zaguán, letrinas y salas de reposo), húmeda (sala fría, templada y caliente) y de servicios (horno, caldera y leñera), características de los baños islámicos. (En esos momentos había recordado mis visitas turísticas a los baños árabes cordobeses y rondeños).

Un paseo por el pueblo en un mes de febrero soleado había visibilizado la vida corriente de los salobreños a la hora relajada del desayuno y del cafelito en las terrazas. El atuendo de los turistas extranjeros era informal. Algunos foráneos se habían atrevido a tomar el sol y a tostarse la piel. En unas ascuas, un espeto de sardinas humeaba el ambiente.

Atrás habían quedado las torres de alerta del Castillo y el impuesto de la farda del mar. La cultura nazarí se había difuminado. Las escuchas y atajadores de a caballo se habían quedado en paro y las tropas cristianas no necesitaban provisiones para vituallas y pertrechos. (Véanse Figs. 16 y 17).

 

9 Trevélez (Granada)

¿De qué era prototipo Trevélez, el pueblo más alto de España (1476 m)?  Era ejemplo de pueblo bonito de 2023, de melancolía de altura en medio de los placeres de jamones de tres razas producidos y elaborados en el municipio. Era testimonio antiguo, romano del s. III, en un armónico descenso de terrazas cultivadas y con valles encaprichados en forma de u del Parque Natural de Sierra Nevada. No en vano la etimología del pueblo procedía de la expresión latina “inter-Velex” (entre valles). Conservaba el rumor de aguas caudalosas y montañosas procedentes del deshielo del Mulhacén (3479) en la confluencia de los ríos Trevélez y Chico. Multiplicaba el susurro de 32 fuentes (Fuente de la Placetilla, del Castaño, del Mellizo, etc.), acequias y manantiales. Mirando al norte celeste se confundían las nubes bajas con las nieves en la crispada geometría del anfiteatro natural de las cimas inertes del Mulhacén y la Alcazaba (3371 m).

Conservaba en el trazado de sus calles el recuerdo juvenil de una época morisca ocurrida tras la conquista de Granada por los Reyes Católicos. Los habitantes moriscos alzados (musulmanes reconvertidos al cristianismo) fueron derrotados en la Guerra de Rebelión de los Moriscos (1568-1572) y expulsados definitivamente por Felipe II. Aquellos ojos treveleños del frío se mojaron en leyendas y mitos propalados por los viajeros del s. XIX, mientras comían migas del pastor, papas a lo pobre con longaniza o potaje de castañas. Mantenía la gente la solemnidad centenaria del trabajador que ganaba sus credenciales con la curación de perniles de machos castrados o hembras con un nivel determinado de pH y que exportaba tripas rellenas de carne picada y condimentada. A esos treveleños de bien no se les podía aplicar el refrán: “La pereza es llave de la pobreza”.

Había viajado dos veces a Trevélez. La primera escapada había sido desde el pueblo de Bubión en auto, que junto a Capileira y Pampaneira, formaban un trío reciente de pueblos bonitos de España situados en la misma Alpujarra. Hice la segunda partida desde la tropical Almuñécar en autobús. Este relato breve se refería a este último viaje.

La carretera curvilínea azuzaba mis pupilas para captar las laderas de las montañas, limpias de la bruma del amanecer. Las líneas de los tendidos eléctricos de la carretera rayaban con imágenes lívidas el vaho de los cristales del interior del autobús presagiando una temperatura fría en el exterior. A veces veía el filo nevado de las cúspides de los macizos. Había abandonado la costa, piso termomediterráneo, con plantaciones de frutales tropicales y ascendía a los pisos meso y supramediterráneos de la montaña con flora de distinta morada. Los olivos silvestres (acebuches) y las encinas y enebros no se arredraban por el frío. Empezaba a levantarse la bruma. La luz entraba sin pausas en el interior. Se veía a trechos el horizonte dilatado de los bancales de cultivos. Los sabinares se encaramaban con señales verdosas y la aulaga morisca amarilleaba las sombras.

Había leído en la prensa que un pastor de ovejas, confundido, había extraído manzanilla de Sierra Nevada (artemisa granatensis) para hacer infusiones. Un error o delito que le había costado sanciones económicas. Las sesenta especies de flora endémica y amenazada del Parque Nacional de Sierra Nevada ahora protegidas y afortunadamente catalogadas, daban señales de mundo accesible, receptivo, al menos para contemplar todavía la estrella de las nieves, símbolo de las montañas. No era difícil ver rebaños de ovejas y cabras en borreguiles conforme se acercaba el autobús al pueblo.

La silueta arquitectónica de Trevélez se ordenaba en Tres Barrios, que el Marqués de la Ensenada había catalogado en el catastro de 1752: Mitaite, Atabuey y Tentebecerra. El autobús hizo su parada en la plaza Fuente del jamón, que salpicaba agua por dos patas de cerdo. Las casas blancas alineadas por paredes medianeras como un enorme corredor de ventanas se sucedían en distintas cotas de altura, propias del Barrio Medio. Mientras que en el Barrio Bajo había tinaos y corralones que había visto en Pampaneira e incluso Frigiliana (Málaga). Las tejas de ladrillo eran frecuentes en el Barrio Medio, y los tejados horizontales cubiertos de launa en el Barrio Alto. Ni llegué a ver la iglesia parroquial de San Benito (s. XVI) de estilo mudéjar, reconstruida, ni la Ermita de San Antonio.

Eso sí, visité con el grupo de excursionistas el Museo de Jamón Vallejo,  ampliamente premiado en concursos nacionales. Rodeado de miles de jamones colgados y apilados en sal, un maestro jamonero explicaba el proceso de curación del jamón, desde el sacrificio del animal en los meses de invierno, a las sucesivas  fases de salazón del jamón en sal marina procedente del Cabo de Gata y cosechada en reservas propias de la biosfera, con manteca ibérica y aceite de girasol, el secado de 6 a 9 meses en condiciones de humedad, luminosidad, temperatura y ventilación regulables, y finalmente la curación controlada según índices de temperatura y humedad.

Trevélez no era solo jamón. El senderismo o el callejeo por el entramado urbano de los tres barrios era suficiente para flagelar los músculos de las piernas; la orografía provocaba un hormigueo sin gritos; el empedrado de las calles en cuesta derribaba el candil del sueño. La comida en un mesón a base de huevos fritos, presa y secreto a la parrilla, y ensalada verde con lascas de jamón había sido la meta de un clamor realizado. (Véase Fig. 18).

 

10 Niebla (Huelva)

No estaba en un municipio que tuviera suspensiones de gotas pequeñas de agua todo el año. Únicamente el cielo estaba nublado o mayormente nublado el 44% del tiempo, pero solo en el mes de diciembre. Mi nanovisita a Niebla había sido en un mes de junio, con una temperatura media de 24º. Tampoco el municipio había inspirado la nivola Niebla de Miguel de Unamuno con la que el creador se había adentrado en el mundo de la duda y confusión del personaje central de su obra de ficción.

Estaba situado el pueblo en la comarca del Condado, una de las seis zonas que componían la provincia de Huelva desde 2003. El antiguo Reino de Niebla coincidía con una gran parte de dicha provincia. Varios crepúsculos de civilizaciones habían desmigajado restos arqueológicos en la zona fluvial del Tinto: tartesios, romanos, visigodos, almohades y cristianos. Este río coloreaba el cauce de un rojo intenso tras haber lavado rocas de pirita sulfuro de hierro y calcopirita en su recorrido de 100 km hasta fundirse con el vecino río Odiel. Un cauce que tornaba a color turquesa por un mineral de aluminio en época de sequía y que embellecía el Puente Romano a su paso por el pueblo en dirección a Itálica (Sevilla), como un espectáculo de colores marcianos. Con esa coloratura en las aguas más de un iliplense usaría el refrán: ¡qué buen pueblo de pesca si tuviera río! Posteriormente, la línea de ferrocarril que iba desde las Minas de Riotinto al Puerto de Huelva había mejorado la vida económica del pueblo (1875-1984).

Cuando conducía por la A-49 en dirección a la playa de La Antilla (Lepe) dejaba a la derecha la desviación a Niebla. Continuando la A-472 había bordeado un lienzo de muralla almenada y con troneras hasta detenerme delante de un antiguo cañón para la defensa de fortalezas situado en una pared exterior del Castillo. Para mí que la pieza aludía a la utilización de la pólvora en el sitio de Niebla por Alfonso X el Sabio en 1262, cuando los almohades se habían protegido desde el Castillo utilizando ese ingenio de armas de fuego. Una cuestión que había encendido el debate en la comunidad científico-histórica sobre el uso originario de la pólvora.

Se percibía a distancia la ciudad amurallada de paños que sobrepasaban los quince metros de altura y una cincuentona de torreones de tapial de tierra roja y ladrillo con esquinas de piedra. A esto había que observar con atención sus seis puertas (del Agua por su proximidad al rio o vía de canalización del agua; del Embarcadero junto al río y actualmente derrumbada; del Buey utilizada por Aben-Mafot, último Rey de Niebla, para dejar salir un buey engordado como artimaña para confundir a los cristianos sobre los víveres de la alcazaba; del Socorro por un fresco en el interior que representaba a la Virgen del Socorro y por la que había entrado Alfonso X al recinto de la fortaleza; Sevilla con factura romana en la base, y del Agujero, aunque esta debió formar parte de la ciudadela romana de la Ilipa). No era un engañoso titular que el Castillo fuera el más importante de España en estilo árabe, según un artículo periodístico.

En un extremo de la ciudadela de la época de la Taifa de Niebla, se elevaba el castillo de los Guzmanes, construido por el II Duque de Medina Sidonia y Conde de Niebla siguiendo una traza rectangular. Quizás el monumento más importante del s. XV. Abatido por el terremoto lisboeta (1755) y desmantelado por la revolución francesa (1812), a partir de entonces se sucedieron distintas restauraciones en el alcázar. Desde el desguarnecido interior de este se dominaban dos patios rectangulares. Había visitado algunas de las diez estancias tematizadas destinadas a usos señoriales y habitacionales de uno de los patios y en el más occidental otras estancias de servicios, incluida las mazmorras medievales con una treintena de utensilios de tortura. En medio de los patios, había un jardín de naranjos que añadía colores verdes al terroso de los muros de mampostería. El diseño de las estancias tenía claras intenciones didácticas en las cartelas (muy clara la titulada Armas y fuelles que describía el origen de la pólvora y de las piezas de artillería), y en la decoración de las salas con armaduras.

Declarado el municipio conjunto monumental histórico artístico en 1982, homenajeaba al estudioso cura Cristóbal Jurado, que restituyó los entornos monumentales del pueblo con su obra Mosaico de leyendas, tradiciones y recuerdos históricos de la ciudad de Niebla.

Había pasado por las Ruinas de la Iglesia de San Martín con restos góticos y mudéjares, sin que nadie ocupara el espacio de la plaza situada en la cabecera del ábside con sus nervaduras góticas al descubierto. En el s. XV la Iglesia de Santa María de la Granada, Bien de Interés Cultural, había superado en importancia a la anterior. De estilo gótico-mudéjar, más allá de su raíz romana y de mezquita con mihrab y alminar, la iglesia había quedado ajustada a tres naves y presbiterio.

Había tenido la sensación de que los ancestros de Niebla poseían una veta de osadía, no comprobada por ninguna sabiduría mineralógica. Sí audacia, presentida por el atrevimiento de varias generaciones de personas que vivieron en alerta durante siglos escarbando frenéticamente en la arenisca con la media luna en estandartes ondeando en torreones y la Corona de Castilla otorgando a prohombres títulos nobiliarios del Condado. (Véanse Figs. 19 y 20).

 

11 Antequera (Málaga)

Cuando se me ofrecía a la vista la depresión de Antequera por la A-92 recordaba las innumerables veces que la había cruzado de oeste a este en dirección a Granada sin que pudiera negar las menos periódicas de norte a sur en dirección a Málaga por la A-45.

Cruce nítido de caminos. Vasta llanura, centro geográfico de Andalucía. Radial vivaz de la vega de Granada al este y de la depresión vibrante de Ronda al oeste. Y por el sur, no olvidaba un laberinto cálido de rocas calizas que ascendían en el Torcal de Antequera asombrando al visitante por las fracturas lánguidas del paisaje kárstico, Patrimonio Mundial por la Unesco.  ¡Ah! Y a la entrada del municipio, poesía y leyenda de la Peña de los Enamorados. La punta de su cara de india tumbada con hoyuelo gracioso guardaba yacimientos cerámicos y leyendas moriscas cantadas por Juan de Vilches de unos amores desgraciados en 1544 (De rupe duorum amantium apud Antiquariam sita, “En la roca de los dos amantes situada en Antequera”).  Todavía latiente en 2016, la pintura rupestre postpaleolítica del abrigo de Matacabras de la Peña de los Enamorados resonaba en su sepulcro con las otras voces perdidas del sepulcro de corredor del Dolmen de Menga con grabados antropomorfos del primer ortostato. Había mirado el corredor largo de paredes calizas, todo opaco, hasta el pozo del fondo de la galería. Ausente de ventanas, la espesura del aire y la noche cerrada del interior dibujaban imágenes borrosas en mi mente. Una mezcla de desasosiego y asombro pesaba por densidad en mi interior. Bordeado ese túmulo, me había dirigido al Tholos de El Romeral, a 3,4 km de distancia en coche del anterior. Mirando arriba de la cúpula de la cámara circular se perfilaban las hiladas de lascas de caliza. Me había retenido inmóvil cuajado de silencio.  

Sobre el paraje limpio de la Plaza del Coso Viejo se alzaba firme la estatua ecuestre del guerrero castellano don Fernando I de Antequera. Con la creación del imaginero sevillano Jesús Gavira en 2002 se daba reconocimiento al futuro rey de Aragón, abuelo de los Reyes Católicos, ligero de ropajes caducos y con fuerza contra los musulmanes, que desarticuló todos sus aires sin disculpa en Antequera (1410).

A su diestra al fondo sobresalía la Iglesia y convento de Santa Catalina de Siena sin perturbar el sigilo de la mañana. En el paseo, sentado, a cielo abierto y solo, contemplaba la cadencia y ritmo de las celosías altas del convento, la torrecilla que gravitaba en mi mirada y la portada ausente de decorados que contrastaba con el barroquismo de su interior. En su margen izquierda, el Museo de la Ciudad de Antequera (MVCA), ubicado en el Palacio de Nájera, elevaba su presencia en el vivo paisaje de ladrillo con torre-mirador. Me había quedado suspendido en el patio claustral de elegancia barroca. Contenía piezas del Museo Arqueológico, Museo Municipal y Museo de la Ciudad de Antequera. Miraba la hoja de colocasia que portaba el famoso Efebo de postura praxiteliana en bronce fundido del s. I  y el gesto del peinado y barba de Nero Germánico en un busto de mármol. Rayaban de blancos plegados los cuadros, livideces inquietas en trípticos de vida doméstica, noches que arredraban la luz de los óleos, jirones o tumultos objetuales o maletas que suspendían los viajes en el tiempo de las pinturas. En seguida miraba el hiperrealismo del antequerano Cristóbal Toral en las salas XIX y XX de la sección de bellas artes. Asir el color de sus óleos con el gesto brumoso de la prisa de la visita, aunque de emoción grata, fue efímero, como precario el conocimiento del artista que había escrito La vida en una maleta. Autorretrato de un pintor.

El suelo plano de la Plaza de las Descalzas facilitaba la partida al Museo Conventual de las Carmelitas Descalzas ubicado en el Convento de San José (1632). Sumaba en pausa recuerdos de anteriores visitas que estiraban la hondura de Santa Teresa de Jesús desde su estancia como monja y priora del Monasterio de la Encarnación de Ávila, fundadora de las Carmelitas Descalzas, hasta su muerte en Alba de Tormes(Salamanca). Los elementos barrocos de la fachada de ladrillo de la iglesia del Convento de San José vertían fuera iconografías y torpes vínculos greco-romanos en barro cocido que levantaban crespa contradicción con el espíritu carmelitano. Acogía en su museo la plenitud de las ondas del manto azul del Busto de Dolorosa de Pedro de Mena, tema que había contemplado en otras versiones museísticas (Valladolid o Sevilla, por ejemplo) o la Virgen de Belén de madera tallada y policromada (atribuida a Luisa Roldán o Pedro Duque Cornejo), sutil en la expresión, como la grácil imagen de la tablilla Virgen de la leche recientemente adquirida por el Museo de Bellas Artes de Sevilla.

Tropel de restauraciones había tenido el Real Monasterio de San Zoilo, Bien de Interés Cultural (1973), después de la desamortización eclesiástica del innombrable (para mí) gaditano, progresista liberal, que estremeció las órdenes monásticas. En la actualidad las airosas cigüeñas anidaban en las espadañas, y entre sus muros acogía, entre otras, la archicofradía de la Sangre y de la Vera Cruz.

Caminaba en bulto redondo por la Cuesta de los Rojas, y en firme cercanía disparaban sus almenas los parapetos defensivos de la alcazaba de Antequera. Entre dos prismas de piedra del Mirador de las Almenillas, bajo las torres de dos iglesias (San Sebastián y San Agustín), empujadoras de cielo abierto, avistaba las ondas marrones de tejas de casas encaladas y el mirador del Palacio de Nájera. En la luz última del horizonte, cara estática, rendía prehistoria la estela dura de la Peña de los Enamorados, y próximo al sitio dolménico la Ermita de la Vera Cruz en soledad esquivaba los hoteles. En el reverso de la posición que ocupaba, el Arco de los Gigantes se echaba triunfante el renacimiento y el escudo de la ciudad sobre sus espaldas.

Cuesta arriba de la Niña de Antequera (¡oh! La Voz de oro de Andalucía por su cante flamenco) se había echado la fatiga hipoglucémica sobre mi caminata. Decidido, consumí un mollete de Antequera de tacto muelle que cercaba un chorreón de aceite hojiblanco con lasquitas de jamón.

Luego de pasar alrededor de la Iglesia de San Juan Bautista con portada semienterrada, me había dirigido a la Real Colegiata de Santa María La Mayor. Renacentista (1514-1550). Se levantaba fulgente la torre campanario y finísimos los pináculos estriados que remataban las pilastras y los frontones triangulares. Firmísimos apuntaban al cielo. Aviando pinchaban el aire cuando soplaba el viento. Tres vanos de medio punto tomaban luces de arriba y daban paso al interior. Hornacinas aveneradas superpuestas entre pilastras. Vacías. Inflorescencias de tres y cuatro hojas. Seis óculos en la nave central desparramaban luz cenital sobre las columnas estriadas y los apoyos en volutas jónicas de las arcadas. Primera iglesia columnaria de Andalucía. Aprisco de luz para la artesa de madera mudéjar que cubría la techumbre. En el exterior, la estatua de Pedro Espinosa honraba la lírica con la antología Primera parte de Flores de poetas ilustres de España (1603). Mientras contemplaba la estatua, la antequerana Cristobalina Fernández de Alarcón alumbraba la figura de Santa Teresa en justas poéticas y “dulces querellas” con Luis de Góngora (1614).

Miraba el minutero. Estaba en fuga del boscaje de olivos. Atrás quedaba el follaje ramificado y de aspecto plumoso del espárrago común. Saboreaba el pasado deshojado del megalitismo mientras comía nervioso unos alfajores de almendra. Retenía en mi retina el escorzo de la renacentista iglesia de San Pedro. Sublimaba como copiado del cielo el camarín de la Virgen del Socorro de la Iglesia de Santa María de Jesús. Emparentaba Antequera con Ávila contemplando el Convento de Madre de Dios de Monteagudo. Porfiaba el significado de las manchas y los lienzos del MAD de plenitud artística contemporánea. Viajaba con el arte como habían hecho otros blogueros. Todo se había escrito dentro de mí. Ahora leía “lo que allí mismo, escrito, tú lees” (José Antonio Muñoz Rojas). (Véanse Figs. 21, 22 y 23).

 

12 Nerja (Málaga)

Como decía Antonio Machado en su libro Poesías, “He andado muchos caminos, he abierto muchas veredas…”, y a esos versos añadiría mis percepciones: he sentido aprensión en diez cuevas y alborozo en cien playas. Continuando con el poeta, “En todas partes he visto caravanas…  no conocen la prisa ni aun en los días de fiesta… Son buenas gentes que viven, laboran, pasan y sueñan…”. Agregaría a la sensibilidad del poeta sevillano: en colas acumuladas y diarias de turistas en una paz vivida en lontananza gozaban de sí mismos en plenitud de conversaciones sin porfía.

Entonces colocaba este preludio viajero en mi atril recordando mi añoranza de los colores de las luminarias de la Cueva de Nerja, tantas veces visitada. El grave acorde de las colas de turistas para visitar las estalactitas, estalagmitas, gours, columnas y macarrones de la galería turística de la Cueva, descubierta por nerjeños que pasaban y soñaban con murciélagos, contrastaba con la visión exterior del campo en luz y aroma. La vida en la cueva tenía un ritmo lentísimo de gotitas que bajaban, de onditas temblorosas en los depósitos de calcita que fluían y alcanzaban los bordes de los charcos. La vida en la cueva almacenaba 589 pinturas rupestres. A lo largo de 42 000 años, los antiquísimos pobladores habían salpicado con colores negros, rojos, amarillos y ocres los muros de animales y figuras imaginarias configurando su propia cosmogonía. La vida oscura del arte paleolítico utilizaba tres sistemas de iluminación: antorchas, hogueras y lámparas de piedra horadada rellenas de grasa animal y resinas. En aquellos cuartos sombríos, se encendían las estancias para ver el resultado artístico porque la creación consumía el tictac ardiente de cualquier fuego. La vida reciente en la cueva llevaba sueños floridos a aficionados para escuchar la bulla savia del flamenco o ver las vibraciones de cuerpos trajeados en festivales internacionales de música y danza celebrados desde 1960. Había seguido con pasos tensos los itinerarios marcados del recorrido interior arrebatados por colores sugeridos por especialistas en luminotecnia de cuevas. Evitaban la luz cálida que limitaba la visión mesópica o intermedia de los colores restringiéndola a colores rojos.

La vida al aire libre se había popularizado en días que recreaban sueños pandilleros. Ensueños agolpados en 19 capítulos de la serie Verano Azul. Ilusiones en video en torno a la ficción de la Dorada 1, cuyo rodaje había terminado en 1980. Entelequias de un barco capitaneado por el viejo pescador Chanquete, cuyo monumento en absorto reposo de bronce se encontraba debajo del Balcón de Europa, junto a la Playa de Calahonda. Invenciones del celuloide de Antonio Mercero para dar a luz al alma infantil. Chisporroteos de amoríos que se abrían en noches de alegría y bruma. Ensoñaciones de una pandilla de adolescentes en alegres fiestas. La reproducción del barco a tamaño real se levantaba arrebatado en el Parque Verano Azul. Aquel éxito televisivo y cinematográfico había desembocado en un festival de música en recuerdo del popular marino, que se había celebrado en varias ediciones en el Playazo y en el mes de septiembre.

El título nítido de la serie perduraba vivaz como un icono publicitario. El Museo de Nerja, conservaba accesorios y material de rodaje de la serie, restos de la soledad de los hombres prehistóricos en la habitación de la cueva, y otros especímenes de la historia de Nerja (mosaicos, probablemente de una domus romana, vasijas, ajuar, etc.). La parada en un restaurante de la Plaza de España me congració con un menú a base de manojos de boquerones victorianos y dorada a la plancha (en un cumplido a la barca).  

Al fondo y sobre tosca piedra del Balcón de Europa se homenajeaba al Rey Alfonso XII de España con una estatua de bronce realizada por Francisco Martín en 2003. Como torre ceñida por el mar, soportaba el oleaje del mar despierto en temporales. Promontorio, espolón o proa de un barrancal, el antiguo Paseo de la Bateríase convirtió de mirador en Balcón de Europa por las palabras pronunciadas por el Rey Alfonso XII cuando la visitó en 1884 después del terremoto.

Recordaba mis caminatas por aquella plaza mirando a ambos lados de la balconada para reconocer las playitas próximas y la restante costa en su profundidad. Recorrido El Paseo, era habitual fotografiar la iglesia de El Salvador (1697) en la Plaza Cavana como único edificio relevante de la vida religiosa. Allí, parafraseando al poeta Machado, se concentraban los nerjeños que vivían, laboraban, pasaban y soñaban. Destacaba en la iglesia su torre campanario (1724) embebido en un blanco deslumbrante. Desde esa placita partían muchas arterias urbanas. El callejeo peatonal por la calle Hernando de Carabeo estaba salpicado de viviendas bajas y locales comerciales que transcurría hasta el Mirador del Bendito. Allí volví a contemplar el mar en la dilatada Playa Carabeillo. Cuando regresaba del paseo verpertino, la tarde caía sobre las casitas de la ancha Plaza Cavana. Relucían “las vidrieras con ecos de mortecino sol… La calma era infinita en la desierta plaza, donde paseaba el alma su traza de alma en pena” (Machado). (Véanse Figs. 24 y 25).

 

Fig. 1. GARRUCHA. Serenidad del monumento a la Virgen del Carmen. Entereza del busto sobre fondo alegórico en el monumento a Antonio Cano Cervantes.
Fig. 2. GARRUCHA. Esparcimiento junto al Puerto comercial de mercancías. Calidez de la Playa del Pósito.
Fig. 3. NÍJAR. Taller de tejeduría y calle típica de Níjar.
Fig. 4. NÍJAR. Iglesia de Santa María de La Anunciación.
Fig. 5. SAN JOSÉ. Bahía del Sollarate de 250 m de largo.
Fig. 6. ALCALÁ DE LOS GAZULES. Castillo. Casa Cabildo. Paisaje de los Alcornocales.
Fig. 7. ALCALÁ DE LOS GAZULES. Iglesia de San Jorge: torre y fachadas de San Juan Bautista (superior) y tallada de San Jorge (inferior). 
Fig. 8. BORNOS. Antiguo Convento del Corpus Christi. Ayuntamiento. Iglesia Parroquial Santo Domingo de Guzmán. Torre del Homenaje. Fuente de mármol con escudo de los Ribera. Patio plateresco s. XVI.
Fig. 9. BORNOS. Portada barroca rematada con decoración en forma de cardo. Gárgola. Figuras fantásticas. 
Fig. 10. BORNOS. Vista de la Torre del Homenaje desde la galería superior desaparecida de la logia. Vista de las arquerías de la logia. Detalle de una hornacina. Merendero. Estanque. Vista del jardín plateresco desde la galería superior desaparecida de la logia.
Fig. 11. MEDINA SIDONIA. Ayuntamiento. Plaza de España. Iglesia de Santa María La Coronada: portada lateral. Iglesia de la Victoria. Fachada central de la iglesia Mayor. Cristo del Perdón. Detalle de la Virgen Santa María La Coronada del Retablo Mayor de la Iglesia.
Fig. 12. MEDINA SIDONIA. Iglesia de Santa María La Coronada. Retablo Mayor.
Fig. 13. MOTRIL. Finca La Zafra. Ayuntamiento. Chirimoya en un chirimoyo. Playa Granada. Casa Condesa de Torre-Isabel. Parque de los Pueblos de América.
Fig. 14. MOTRIL. Virgen de la Cabeza en su camarín. Detalles de sus mantos.
Fig. 15. MOTRIL. Iglesia de la Victoria, Padres Agustinos. Cristo de la Salud. 
Fig. 16. MOTRIL. Iglesia Mayor de la Encarnación. Santísimo Cristo de la Expiración. María Stma. De la Esperanza, Cristo de Medinaceli. 
Fig. 17. SALOBREÑA. Vistas del pueblo. Iglesia de Nuestra Sra. del Rosario. Sierra Nevada. Faldas del castillo. Camino de las salinas. Plantaciones de chirimoyos.
Fig. 18. SALOBREÑA. Torre de acceso a la Alcazaba. Baluarte de la Coracha. Pasillo de acceso al recinto superior con fondo de la Torre Vieja. Torre del Agua. Baño nazarí. Solería de la sala fría del baño nazarí.
Fig. 19. TREVÉLEZ. Vistas de secaderos de jamones. Paisajes alpujarreños. Vistas del pueblo.
Fig. 20. NIEBLA. Muros del Castillo. Cámara de la Condesa. Patios del Castillo. 
Fig. 21. NIEBLA. Ruinas de la Iglesia de San Martín. Iglesia de Santa María de la Granada. Puerta del Socorro. 
Fig. 22. ANTEQUERA. Vista de Antequera con fondo de la Peña de los Enamorados. Vista de Antequera con fondo de la Ermita de la Vera Cruz. Vistas del pueblo. Sendero Cerro de San Cristóbal. Mirador de las Almenillas. Torres de la iglesia de San Sebastián y de la iglesia de San Agustin en la parte posterior.
Fig. 23. ANTEQUERA. Dolmen de Menga. Tholos de El Romeral.
Fig. 24. ANTEQUERA. Museo Conventual de las Carmelitas Descalzas. Plaza del Coso Viejo con la estatua ecuestre de don Fernando de Antequera con fondo de la Iglesia y convento de Santa Catalina de Siena. Real Colegiata de Santa María la Mayor. Nero Germánico. Claustro del MVCA.
Fig. 25. NERJA. Cuevas de Nerja. Calle Carabeo.
Fig. 26. NERJA. Dorada. Iglesia El Salvador. Balcón de Europa. Estatua de Alfonso XII. Cañón de antigua batería. 
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Luis Miguel Villar Angulo
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