Monasterio de Santa María la Real (Fitero), Iglesia de San Juan Bautista (Cintruénigo), Iglesia de San Miguel (Corella), Mirador de las cigüeñas (Alfaro).
Fitero y Bécquer.
Tenía Gustavo Adolfo Bécquer las sienes morenas, mechones en la frente, recortados bigote y perilla, inquieta mirada tras una madeja de pelo negro que Valeriano Bécquer había iluminado en un óleo en 1862. El joven poeta – recién casado – tenía 26 años.
Paseaba estilizando su fisonomía 1,84 m de altura desde el balneario de aguas termales al pueblo navarro de Fitero distante a 4,5 km en 1861. Revelaba en sus andares un cuerpo que luchaba contra un sistema inmunitario debilitado. En ese tránsito repetido deshojaba leyendas en periódicos. En la actualidad, uno de los dos balnearios de Fitero tenía el nombre de Gustavo Adolfo Bécquer.
El poeta romántico había situado la leyenda de tono sombrío titulada El Miserere (1862) en el Monasterio de Santa María la Real de Fitero. Imaginaba al caballero sevillano contemplando capiteles y bóvedas de la sala capitular, recorriendo las alas del claustro, mirando las ruinosas cocina y refectorio, y abandonada biblioteca, antes de circunvalar los absidiolos de la cabecera románica. “La leyenda contaba la historia de un romero que pidió un albergue… se fijaron mis ojos por casualidad sobre un libro santo, abrí aquel libro y en una de sus páginas encontré un gigante grito de contrición verdadera, un salmo de David, el que comienza “Miserere mei, Deus”. (El Miserere, capítulo 1).
Otra leyenda, La Cueva de la Mora (1871), aludía a las ruinas de un castillo cerca de los baños que trazaba una ficción amorosa. “De los muros solo quedan algunos vestigios… solo se ven arcos rotos… un lienzo de barbacana… los postes de argamasa… Allí se pasaba horas y horas… trabé conversación con un trabajador, que andaba podando las viñas… hablamos de las propiedades medicinales de las aguas de Fitero …, y el cultivo de las viñas”.
La vereda de los monasterios cistercienses y las piedras conventuales desamortizadas por orden de Mendizábal (1835) habían sido asiento de algunos de sus retiros inspiradores.
Serio retrato de su tristeza familiar, el poeta sevillano había divagado su imaginación con su familia y hermano en el Real Monasterio de Santa María de Veruela, a 43 km de Fitero. Allí golpeó su pluma en nueve cartas: Desde mi celda (1864): “No hay vidrios en las ojivas que dan paso a la luz; no hay altares en las capillas; el coro está hecho pedazos…”. Mientras, Valeriano había grabado la fisonomía del monasterio en dibujos agrupados en dos volúmenes, y había retratado aspectos de la vida de su hermano en varios apuntes.
Cintruénigo
Por las tardes cuando sonreía el sol visitábamos los pueblos próximos al balneario del pueblo de Fitero (2143 hab, 2023). A 6,5 km distaba Cintruénigo (8265 hab, 2023). Bañadas las márgenes de ambos municipios por el río Alhama, las hojas verdes de los chopos y la vegetación de ribera alfombraban la vega. Los viñedos tenían el desarrollo óptimo de su periodo productivo. Las uvas esféricas blancas, doradas, tintas, azul oscuro y verde – Tempranillo, Cabernet Sauvignon, Merlot, Garnacha, Verdejo, Chardonnay y Moscatel de grano menudo – todavía no habían rodado a los cestos de vendimia. Quisimos visitar la Bodega Gran Feudo en Cintruénigo y catar sus variedades, pero estaba cerrada a las visitas del público por el horario de verano.
Los viajes de peregrinación a un lugar sagrado desde Navarra eran recurrentes. A 157 km de esta villa estaba Roncesvalles, que iniciaba uno de los caminos de peregrinación a Santiago de Compostela. Por Tudela, Castejón y Alfaro transcurrían el Camino de Santiago y la travesía que hizo Ignacio de Loyola, próximos a Cintruénigo. Además, este municipio se había adherido a la idea de fomentar el camino de la vera cruz, que posibilitara otra ruta de peregrinación para venerar el Leño de Cristo (Lignun Crucis) en Caravaca de la Cruz(Murcia).
En la tarde de verano nos encaminamos a la Iglesia de San Juan Bautista por la calle Frailes, cerca de la plaza de toros, cuyo foso cirbonero se había inaugurado en 1968 para más de 5.000 espectadores. Las calles acotadas con vallas se preparaban para la traída de las vacas por el Río Alhama, con la Ganadería Pedro Domínguez (31 de agosto), y el encierro de reses bravas a cargo de la Ganadería Sancho Abarca (7 de septiembre).
La Iglesia había sido una sorpresa arquitectónica. La portada principal del s. XIX, situada a los pies del templo y orientada al oeste, tenía un gran arco levemente abocinado con tres arquivoltas apoyadas en columnas. Unas vidrieras de estilo gótico en el tímpano iluminaban el interior del templo. La planta de salón incluía tres naves cubiertas de bóvedas nervadas de crucería que se apoyaban en voluminosas columnas. Al fondo de la nave principal un retablo cubría una cabecera pentagonal.
En el exterior, la torre campanario, rehabilitada, era una fábrica de ladrillo de planta cuadrada, barroca, cerrada por una linterna del s. XX, que destacaba sobre las bóvedas. De hecho, la torre visible nos sirvió de referencia visual para aproximarnos al templo.
Me acerqué al retablo mayor renacentista iluminado tenuemente por la luz de la vidriera de poniente (Bien de Interés Cultural, 1999). Incluía un banco con tres cuerpos, cinco calles y un ático.
Mis precipitadas miradas no distinguían las esculturas de Esteban de Obray y las pinturas de la Pasión del banco de Pedro Aponte, primer pintor del Renacimiento en Aragón, mientras que los compartimentos superiores se atribuían al pintor local Juan Giner. (Carmen Morte García y Javier Latorre Zubiri habían escrito el libro El retablo mayor de la parroquia de San Juan Bautista de Cintruénigo: historia y conservación (2010). Una hornacina en forma de venera del primer cuerpo de la calle central destacaba con las imágenes de San Juan Bautista bautizando a Jesús de Nazaret, un ángel y el Espíritu Santo.
En otro altar, y dentro de una hornacina, la Virgen de la Paz, patrona de Cintruénigo, de estilo gótico (s. XIV), sobresalía por su colorido en madera policromada. La representación de la Visitación de la Virgen María a su prima Santa Isabel figuraba en la segunda calle del segundo cuerpo del retablo.
En todas las parroquias se producían desfiles de tristeza cuando no se volteaban las campanas. Se daba un toque a muerto con una campana, se esperaba un tiempo y se daba otro toque con la segunda campana. Salíamos del templo, y ya se habían producido dos reclamos después de cuatro tañidos de campanas. Este detalle nos hizo sospechar que había sido una mujer la difunta.
Desde la carretera veíamos nuevos terrenos plantados con vides. Nos sorprendía la labor de los podadores para tener ordenadas las calles del terreno. Charlábamos de las tareas relacionadas con los viñedos: cosechadores, seleccionadores de uvas y operarios de bodega, y de las añadas de los vinos de Navarra que había sido excelente en 2020 y solo buena en 2023. Recordábamos que aquellas redonditas uvas tardarían tres años en paladearse transformadas en líquido fresco y fino.
Veíamos naves y tinglados de distinto tamaño que almacenaban los vinos en depósitos de acero inoxidable y guardaban en silencio la crianza ordenada en barricas de roble Allier y Missouri (Bodega Riberas del Alhama) o las catas en la bodega Ontañón, que daban carácter a la tierra de la ribera de Navarra. A la salida de Fitero pasábamos igualmente por la Finca Señorío de Rioja que comercializaba frutas de la huerta (me gustaba la presentación de las cajas de manzanas fuji y gala y peras conferencia).
Corella
Estábamos sentados en un golfo de sombra de una terraza en la Plaza de los Fueros de Corella de 8629 hab (2023), después de visitar Cintruénigo, que distaba a 9 min por la NA-160. Otras muchachas jóvenes mantenían sus charlas en corrillos sin levantar la voz en la terraza. Se notaba la casta hidalga de algunas casas de la ciudad después de atravesar varias calles estrechas y llegar a la Plaza de los Fueros.
Corella encarnaba el barroco en fachadas de ladrillo con emplastos de escudos familiares. Recalificada la villa en ciudad en 1630, el Ayuntamiento se había ocupado de ensalzar el estilo de vida del periodo maduro del s. XVII en las Jornadas barrocas con ocasión de la visita realizada de la corte de Felipe V.
Una corellana nos había sugerido que visitáramos el Museo de Semana Santa alojado en la iglesia parroquial Nuestra Señora del Rosario, porque daba poder a la emoción, contenía enojosas lágrimas y surtía de luz a las mentes nubladas. Los edificios religiosos se abrían en horario de culto y a esas horas de la tarde no había funciones religiosas. Únicamente podíamos contemplar las fachadas de las propiedades privadas y de los edificios religiosos.
Así que cuidando la sombra miré la torre de cuatro cuerpos de la iglesia parroquial Nuestra Señora del Rosario, construida en ladrillo sobre basamento de piedra remodelada en el s. XIX. Los dibujos geométricos de ladrillo en los cuerpos de la torre hasta el campanario tenían trazas mudéjares, mientras que el último cuerpo que remataba la torre era de estilo barroco.
Me levanté para contemplar de cerca la Casa de los Virto de Vera (1741). El centro de la fachada principal del bloque construido en ladrillo tenía un escudo de armas de la familia, cuyo origen desconocía. Luego me informé de la procedencia hidalga de la familia vinculada con el comercio lanar. Me llamaron la atención algunas notas características de éste y de otras edificaciones del s. XVIII: los alerones sustentados en ménsulas, las portadas de medio punto y las galerías que en esta casa ocupaban la cuarta planta con cinco balconcillos de medio punto. La fábrica mostraba una visión equilibrada; la simetría de los vanos de puerta, ventanas y balcones, ajena a delineamientos complicados, denotaba equilibrio y armonía.
La Hermandad de la Pasión de Corella organizaba la exposición de los pasos con imágenes de madera y otras vestidas que representaban escenas secuenciadas de la pasión de Jesucristo alojados en la iglesia parroquial Nuestra Señora del Rosario que anunciaba un cartel en la portada principal, junto al dintel de la Virgen del Rosario con el Niño (Santa Cena, El Prendimiento, Cristo en brazos de su madre, Crucifixión, Poncio Pilatos, la Verónica, Jesús con la Cruz a cuestas, Crucificado, Borriquita, Jesús atado a la columna, Virgen Dolorosa…). No parecía asombroso que los corellanos y corellanas se sintieran orgullosos del arraigo de la fervorosa imaginería de la Semana Santa.
Continué paseando por la Calle Emilio Malumbres, que incluía casonas populares. La Casa de los Gorraiz de Beaumont estaba construida en el s. XVIII en esquina, de estilo barroco. Su abigarrada y efectista fábrica de molduras y pilastras de ladrillo mantenía los parámetros habituales de otros edificios: escudo de armas encuadrado entre balcones de la planta principal, cornisa y puerta de medio punto de piedra y forja en los balcones.
Observé la proporción de las formas de la Casa de los Marqueses de Bajamar, remodelado en el s. XIX con un escudo de armas entre las dos puertas de la planta principal. Enfrente, la Casa Consistorial acogía el Ayuntamiento. Casona antigua y señorial del s. XVII, mantenía dos escudos entre los balcones de la primera altura, común a otras edificaciones.
Bordeé la iglesia de San Miguel por la Calle Santísimo que ofrecía una galería de ocho ventanas bajo alero en la parte superior del testero de la epístola. El templo había pasado del incipiente gótico al clamoroso barroco del retablo (s. XVIII). (Pude admirar el retablo en fotografías, porque la puerta principal estaba cerrada). Tenía dos campanarios y un frontón triangular partido sobre la cornisa en la fachada principal de ladrillo con hornacina vacía. Más abajo, una semiesfera avenerada sobre el portón principal rompía la monotonía del estilo, puerta a la que se accedía mediante una escalinata en el basamento de piedra.
De la Casa Museo de Arrese (antigua Casa de los Arteta) me llamó la atención la decoración de la fachada tipo rococó pintada en color pastel rojizo. No estaba abierta al público porque era una propiedad privada, aunque pude leer los fondos que contenía (250 pinturas, 102 esculturas, 5 retablos, 38 dibujos, alrededor de 30.000 volúmenes y 72 grabados). El edificio ocupaba el espacio del extinguido convento de monjas Benedictinas de la Encarnación de 1659. Era soberbio el escudo familiar esquinero del edificio con fachada principal a la calle San Miguel tenía las armas de Arrese y Sáenz de Heredia. La planta superior constaba de una galería de ventanas de arco de medio punto rebajado en el extradós, bajo un alero con hiladas de ladrillo convenientemente entrelazadas.
En la misma calle San Miguel, nº 19, se conservaba la Casa de las Cadenas, que había dado alojamiento a Felipe V desde el 14 de junio hasta el 20 de octubre de 1711, en virtud de lo cual tenía la Casa el privilegio de llevar suspendidas unas cadenas desde el balcón principal de la primera planta. Otros edificios nobles del s. XVII se habían derruido cuando se intentaba afianzar la fachada (casa de los Octavio de Toledo) o eran solares como la antigua Casa Palacio de los Aguado de la calle San Miguel, nº 1.
En contraste con la estructura y decoración de aquella fachada, la Casa de Mariano José de Larra mostraba un estilo barroco sencillo no exento de un escudo de alabastro adosado a la pared. Tenía dos balcones y altillo en tres plantas de altura. El padre de Mariano José, culto, liberal y afrancesado había sido médico de Corella en 1822.
Aunque no constaba en ninguna de sus biografías que Mariano José, fundador del periodismo moderno, hubiera vivido en Corella, cabía la posibilidad de que hubiera habitado en ella desde los once a los quince años. Posteriormente vivió y residió en el colegio Imperial de Madrid. En cualquier caso, una placa colocada en la fachada realzaba méritos ajenos a jóvenes de su edad: “Aquí el poeta Mariano José de Larra en 1822, cuando solo cumplía 13 años, escribió una Gramática castellana y tradujo del francés “El mentor de la juventud” y la “Iliada”. Algunos críticos habían considerado que los poetas románticos españoles de tono íntimo habían sido Bécquer y Larra. Un héroe, diputado y periodista que no sobrevivió a su destino trágico en 1837.
Nuestras palabras crecían lentamente sobre el ocaso agradeciendo a la señora de la floristería sus erudiciones sobre la Semana Santa y la orientación a la iglesia parroquial Nuestra Señora del Rosario.
Alfaro
Junto al balneario de Fitero había un puente sobre el barranco del Baño que unía las comunidades de Navarra y La Rioja por la NA-160. Apenas se distinguía la diferencia del paisaje de esas comunidades. A 19 km por la ruta más rápida pusimos rumbo a Alfaro (9823 hab, 2023) desde Fitero.
Regado Alfaro por el río Alhama y los meandros del río Ebro, los Sotos del Ebro abarcaban La Rioja, Navarra y Aragón. Eran bosques de ribera (álamos, chopos, sauces, fresnos y tarays) o humedales que habían convertido este ecosistema en una reserva natural de especies vegetales y de fauna.
En particular, era importante la Reserva Natural de los Sotos de Alfaro (2001) dentro del núcleo urbano de Alfaro, y más concretamente el Soto del Estajao con chopos, sauces y álamos. En ese lugar se podían observar aves, especialmente garzas, cigüeñas y diversas aves acuáticas.
Teníamos conocimiento de la proliferación de las cigüeñas blancas (Ciconia ciconia) y su asentamiento en los campanarios y torres de las iglesias. Su plumaje blanco con puntas negras en las alas, sus patas largas de color y pico rojos, y su “crotoreo” (golpeteo del pico) eran característicos en la ciudad y uno de sus atractivos.
Habíamos leído que solo la Colegiata de San Miguel albergaba entre 60 y 100 nidos durante la temporada de cría entre enero y febrero. Sin embargo, en agosto migraban hacia África, justo cuando visitábamos la ciudad. La colonia de cigüeñas (Monumento Natural de Interés Nacional, 2002) estaba protegida por normativa oficial, y en Alfaro gozaban – como pudimos comprobar – no solo de un mirador y un pasaje en una calle, sino también de un reconocimiento de su valor ecológico y cultural.
Conforme bordeábamos Cintruénigo y Corella veíamos superficies cultivadas de viñedos. La escasa altitud del terreno sobre el nivel del mar (300-400 m), el clima cálido en verano y moderado en invierno, y los suelos arcillosos y calcáreos favorecían el cultivo de la muy extendida uva tempranillo, aunque la garnacha, de origen aragonés, gozaba de aceptación entre los habitantes por su impacto positivo ingerida en crudo y bebida como vino afrutado. Las bodegas locales pertenecían a la Denominación de Origen Calificada Rioja, que singularizaba la Rioja Oriental de mayor concentración de uva garnacha. Un pueblo de tradición vitivinícola con siglos de historia. Sin embargo, nuestra ruta no era enológica.
La ropa de algunas mujeres y de pocos hombres nos había llamado la atención en algunos pueblos. Cuando estacionamos el coche en la calle Juan I, unas mujeres de edad vestidas con kaftán y decorados artesanales nos advertían de la presencia de poblaciones del Magreb. Mientras, las más jóvenes usaban hijab de seda que cubría el cabello y parte del cuello y pantalones largos con zapatos de tacón. El énfasis en el delineado de los ojos y los labios destacados con tonos rojos eran otras características de las mujeres. La mezcla de estilos tradicionales con la moda occidental se imponía en las mujeres jóvenes.
La iglesia de San Francisco de Asís (s. XVII) tenía cerradas las tres puertas del frontis. Contemplábamos la construcción sobria de cinco calles separadas por pilastras y las hornacinas con imágenes de San Francisco y la Inmaculada. Construida en ladrillo con alguna serie de piedra, dos torres de tres cuerpos ensayaban el fugaz deseo de la elevación al cielo. Había sido antiguo convento franciscano.
Doblando varias esquinas de calles, llegamos a la Plaza de España cuadrangular que estaba ocupada por la imponente Colegiata de San Miguel Arcángel a un lado y el Ayuntamiento en el otro testero. Debajo de los soportales de este edificio había algunos hombres sentados en los peldaños de puertas cerradas. Por un momento había especulado en el impacto sociocultural de esas gentes y en los desafíos educativos y de acceso a la vivienda que tendría el 15-20% de personas de origen extranjero que residían en Alfaro.
Eran trabajadores de faenas agrícolas, industria agroalimentaria o servicios (desde la hostelería al cuidado personal) y que podían ser naturales de Rumanía, comunidad más numerosa, seguida de Marruecos y de países de América Latina. En algunos pueblos visitados veíamos hombres del Magreb que usaban la túnica larga y suelta con capucha (djellaba) de algodón o lino ligero en blanco, beige o gris con sandalias modernas y en pocas ocasiones con babuchas.
La Colegiata estaba cerrada. Por fuera, observábamos la mayor construcción de ladrillo de La Rioja. Una estructura de racionalismo clásico de más de cien años de construcción con dos torres de 50 m cada una en pleno apogeo del barroco, considerada Monumento Nacional (1976). Las torres tenían cuatro cuerpos. La torre del reloj (segundo cuerpo cuadrado) alojaba las campanas (tercer cuerpo octogonal). El cuerpo central estaba dividido por dos pilastras con tres puertas, que daban acceso a la nave central y dos laterales que se dividían en doce capillas. Por debajo del imafronte de la nave central, una galería de nueve vanos de medio punto ofrecía movimiento a la fábrica de albañilería tradicional. Para leer un cartel explicativo del templo tuve que subir una sucesión inacabable de escalinatas.
Teníamos que imaginar el contenido leyendo noticias y examinando ilustraciones. Desde lo alto del baldaquino del altar mayor de la Colegiata de San Miguel la talla de San Miguel de Gregorio Fernández (1576-1636) era el centro de atención de todas las miradas en el interior del templo. (En los días que escribía este post se encontraba en la exposición promovida por la Fundación Las Edades del Hombre en la catedral de Valladolid). El Coro de madera de nogal en el centro del templo significaba el resurgimiento renacentista de las sillerías corales. Sospechaba las caras de los peregrinos que seguían el Camino del Ebro – conectándose con el Camino Francés en Logroño – extasiándose al contemplar la magnificencia de este templo.
Subimos al Mirador de las cigüeñas en la Plaza Esperanza. Desde la balaustrada se tenía una visión privilegiada de las sucesivas hileras de nidos en las vertientes de la nave principal y en otras cúpulas. No pudimos ver plumas blancas ni escuchar crotoreos. Pero reconocimos la sensibilización del pueblo alfarero por la conservación del ecosistema urbano, no en vano se lo conocía como “Ciudad de las Cigüeñas”.