Salíamos en coche adaptado con un sillín para Karen. La carretera desde el Castillo de Argüeso a Bárcena Mayor se unía forrada de curvas y puertos durante 39 km atravesando el Parque Natural Saja-Besaya, creado en 1988, con abundantes hayedos y robledales, y otros arbustos como castaños, fresnos, arces, avellanos y madreselvas.
La velocidad crucero del coche no superaba los 40 km/h, pero, aun así, Karen notaba cierto mareo en las curvas y un susto cuando vio pasar por la carretera una pareja de perros que bien pudieron ser lobos. Después de 50 min por la carretera estrecha en medio de abedules y acebos, zonas de pasto para el ganado y señales de tráfico de límites de velocidad, ceda el paso y precaución con los anfibios, llegamos al pueblo de Bárcena Mayor situado junto al cauce del Río Argonza en el valle Cabuérniga, cuyo murmullo se hacía notar a lo largo de la angostura. Tuvimos que dejar el vehículo en un estacionamiento próximo, porque únicamente podían circular en coche los residentes.
La temperatura aquel día era de 27 grados. El cielo era un lienzo pintoresco blanquiazul. Todo estaba perfecto para caminar con calzado deportivo y pantalones cortos. Queríamos recorrer el pueblo declarado Conjunto Histórico-Artístico (1979) y perteneciente a la Asociación de los Pueblos Más Bonitos de España (2015) antes de ir a un restaurante a comer cocido montañés, que era el plato típico como la carne de oso o jabalí. La primera cosa que le llamó la atención a Karen era el puesto artesano El Musgoso con productos típicos de queso, miel o carnes curadas como el salchichón de jabalí y piezas de madera y paja hechas por expertos artesanos y ebanistas. El suelo de las calles serpenteantes estaba perfectamente enlosado. Las casas antiguas de piedra labrada y reconstruidas con balconadas de madera orientadas a mediodía y tejados de teja no borraban el arcaismo del pueblo que se consideraba la villa más antigua de Cantabria. Los 57 hab. (INE, 2024) de la localidad galardonada con el Premio Pueblo de Cantabria en 2025 vivían sus horas perdidas en casas con el telón de fondo del paisaje montañoso.
Ese aspecto medieval de hileras de casitas y cuadras almacenaban troncos de madera, rastrillos, mangos, bieldos, astas y vadillos que antaño sirvieron para labrar campos de Castilla. Otros chamarugos emigraron a América y se hicieron ricos allí. Cuando regresaron compraron casas señoriales que diseñaron como antiguos indianos. Habíamos visto magnificas edificaciones en pueblos de la costa y del interior de Cantabria (Comillas, Liérganes, Santillana del Mar, Cartes, etc.). Todas las casas de Bárcena Mayor habían conquistado la curiosidad de los visitantes, y Karen y su madre lo demostraban con señales en sus rostros cuando veían el dintel de una cuadra, o un portalón semiderruido o una escalera desvencijada o la ropa de la colada colgada en un balcón por encima de un soportal abierto y sujeto por pilastras molduradas.
Mayor impacto tuvieron madre e hija cuando vieron una reconstrucción de un lavadero a escala con figuras de señoras y niñas realizando faenas de lavado de ropa. Tuvieron consideración con aquellas mujeres de antaño desgastadas por las faenas de la colada sin que nadie las hubiera recordado en su memoria hasta el presente, excepto un cartel colgado con la firma de Lorenzo Guerra Fernández, donde imaginaba a mujeres como Carmen que llevaba un balde de zing apoyado en un rueño de paño y dos calderos de madera en las manos con ropa sucia y un cepillo de púas y una pastilla de jabón, o Águeda que entonaba una canción y había llevado un escurridor. La madre de Karen hacía gestos indicando que a ella le habrían salido callos en las manos con el primer lavado de tanto frotar el lienzo de las palabras hasta borrar en silencio los errores de los sueños.
Luego tendían la ropa blanca a blanquear como en el soleado mediterráneo colgamos la ropa en azoteas para emblanquecer las iniquidades inconfesables. A la función social del lavadero para las reuniones de las mujeres en el s. XIX, se unía la de abrevadero para el ganado y fuente para el llenado de cántaros para las viviendas.
El lavadero de San Francisco del s. XVI en La Orotava (Tenerife) era una pieza arqueológica única existente en el pueblo con una iconografía fotográfica muy valiosa, que mostraba el ambiente social de la época.
Por encima de la altura de los tejados de doble vertiente de las casonas montañesas de los ss. XVII-XVIII de Bárcena Mayor, se elevaba la torre prismática con campanas y reloj de mampostería con sillares reforzando las esquinas y vanos de la iglesia de Santa María del s. XVII. El retablo de la Inmaculada en el interior era una muestra del barroco montañés. El templo había sido reformado en 1772. Dimos un paseo alrededor del ábside cuadrado sin poder visitar el interior cerrado. A pesar de ello, la iglesia mantenía su uso religioso activo en fechas señaladas. Por su ubicación en el pueblo y los materiales de construcción destacaba en el entorno verdoso de las montañas boscosas y el paseo por las callejuelas junto al cauce del rio.
Cuando nos acercamos al restaurante Río Argoza precedido por un emparrado de glicinias en flor, nos fijamos en el cauce del arroyo Argonza, afluente del río Saja, y en el puente de un solo arco de medio punto del s. XVI, construido en piedra con una calzada peatonal que unía el casco viejo con senderos de la naturaleza y que había arruinado una avenida en 1834. Un lugar estratégico para hacerse promesas de futuro en fotografías inolvidables. (Una pareja se entretuvo allí más de 15 min buscando la postura más inverosímil para hacerse fotos y selfies).
El menú del restaurante era variado. El plato estrella era el cocido montañés, que combinaba carnes, legumbres, verduras y patatas…, y que degusté a pesar de la temperatura ambiente, cerrando la comida con un postre de arroz con leche cremoso, que me recordaba mi niñez. Karen pidió solo una hamburguesa de vaca frisona con patatas fritas y su madre se encaprichó de una ensalada de queso burrata con cecina y unas chuletas de jabalí recomendadas por el maestro. Luego se decantaron por postres caseros a base de crema.
De regreso hacia el coche reparamos en una casona angulada del s. XiX con cerramiento del portal en madera y una solana a dos vertientes con seis tramos de balaustres torneados. Los capiteles tenían forma de zapatas sobre las que se colocaban mensulones que sostenían el techado de tejas de barro.
Poco a poco nos marchábamos de la mayor de las Bárcenas cántabra, aquel pueblo de casas reunidas y asimétricas construido sobre el remanso fluvial que originó tantas villas menores, en dirección a Cabezón de la Sal-Reinosa para hallar un camino más accesible en dirección a Castilla, como hicieron otros barceneses en siglos pasados.