CU de la US
Luis Miguel Villar Angulo

Ruta soriana: San Esteban de Gormaz, Burgo de Osma y Ágreda

San Esteban de Gormaz.

Iglesia de Santa María del Rivero

Cuando atravesaba los “verdes pradillos, cerros cenicientos…” de los campos sorianos cantados por A. Machado, que veía conduciendo por la N-122 para acceder al pueblo, un atasco me obligó a buscar un sitio para desplazarme a pie por el centro urbano. (El término municipal estaba integrado por otros 18 pueblos y contaba con 2950 hab. en 2023).

La recientemente reconvertida Parroquia de San Esteban Protomártir (1986) estaba abierta y descansé un rato contemplando el presbiterio gótico (s. XVI) y la capilla de Cristo descendido y apoyado en brazos de María. La fachada se cerraba con una espadaña campanario y en la austera fachada de mampostería y sillares esquinados un nicho con semiesfera en forma de venera sustentaba una imagen tallada en un material blanco del primer mártir del cristianismo, barbilampiño, vestido con dalmática y estola, que sostenía una palma y un libro. El templo estaba al lado de la Puerta de San Gregorio, antiguo cubo de planta circular de la muralla, en una zona extramuros de la antigua población.

Luego circulé por la calle Mayor, que no tenía aceras. Caminaba con seguridad por el rasante empedrado mirando a derecha e izquierda casas de dos alturas con y sin balcones. Al llegar a la altura del nº 50, la calle se abrió a la izquierda en una explanada con un edificio que alojaba la casa consistorial. En esa plaza se dividían las casas en soportales que daban una nueva configuración a la calle y una comodidad para el paseante. El Ayuntamiento se caracterizaba por una balconada con reloj por encima de la línea de las ventanas de la buhardilla, que cerraba en el aire un carillón.

Continuaba subiendo en ligera pendiente de desnivel la calle Mayor del pueblo que estaba a 810 m.s.n.m. Echando la mirada por las bocacalles que se abrían a la derecha se divisaban borrosas las ruinas del Castillo de San Esteban en los altos de un otero a 920 m de altura, que en la Edad Media servía de puesto fronterizo del reino cristiano junto al río Duero.

Se sucedían los fustes de troncos de madera o de piedra sobre zócalos de piedra de los soportales de la calle Mayor para solaz paseo de los sanestebeños. La calle se estrechaba a tramos de viviendas; desaparecían las casas soportaladas; afloraban casas blasonadas, como el escudo, cuartelado, de la casa de D. Cristóbal de Bermeo con un lobo de sable y un águila de gules; asomaban irreductibles casas de fachada de adobe pardo a tizón con sillerías de piedra, y la silueta inapreciable de la espadaña campanario añadida posteriormente a la iglesia románica de Santa María del Rivero del s. XII (Bien de Interés Cultural), que embocaba el final de la calle Mayor. Todas las edificaciones mantenían la paleta de colores castaños de la tierra.

Conforme me acercaba a las escalinatas de la iglesia de Santa María del Rivero ubicada en un altozano iba descubriendo las trazas que lo acreditaban como templo románico con pórtico de piedra arenisca. Ocho arcadas de medio punto discurrían a lo largo del lado sur – de las cuales cinco eran originales – y dos en el oriental. El ábside semicircular miraba a levante. Los capiteles decorados de inspiración musulmana representaban figuras con hábitos islámicos y otros con animales y motivos geométricos.

En aquella época medieval de reconquista de tierras castellanas era común la interacción cultural de cristianos y musulmanes, que se advertía en las construcciones de ladrillo (arte mudéjar). En el caso de Santa María del Rivero, se notaba la mampostería concertada en los lienzos de la única nave del templo: los bloques de piedra (mampuestos) estaban colocados y ajustados con orden a expensas de la unión con mortero. Esta nota caracterizaba las edificaciones rústicas y tradicionales que marcaban el avance cristiano de las tierras reconquistadas. La puerta de la iglesia estaba cerrada. Por tanto, ni pude contemplar la imagen de la patrona de la localidad, la venerada Virgen del Rivero, ni el retablo de 1626 con la Virgen del Rivero.

Desde el exterior divisaba el lienzo de la muralla del castillo en el cerro, y la torre del templo San Miguel(Monumento Nacional desde 1976). A distancia percibía los dos últimos tramos de la torre de ladrillo con campanario en el más alto. La fábrica de sencilla y tosca arenisca era similar a la iglesia Santa María del Rivero, como también el pórtico orientado a mediodía, la decoración de los capiteles y la cabecera semicircular orientada al este. Los dos templos parecían semejantes, salvo que la iglesia San Miguel estaba datada merced a una inscripción en uno de los canecillos del templo que situaba la fecha de la construcción del pórtico en 1081. Se convertía en la iglesia porticada románica más antigua.

Me pesaba San Miguel como un remordimiento; quería arrojar de mí las fotos que me habían despertado tanto ensueño. Mas era tarde, porque me esperaba otra visita singular: Burgo de Osma de 5166 hab. (2023) a 900 m de altitud y a 13 km de distancia de San Esteban de Gormaz por la A-11.

 

Iglesia de San Miguel, iglesia de Santa María del Rivero, casa de fachada de adobe, casa de D. Cristóbal de Bermeo, calle Mayor y Parroquia de San Esteban Protomártir

Burgo de Osma

Sarcófago policromado con bajo-relieves de San Pedro de Osma (1251)

Situada la villa junto a la fértil huerta de la comarca regada por los ríos Ucero, que la atravesaba de norte a sur, y el Abión, que serpenteaba las tierras por el sur, me había fijado en el vasto horizonte meseteño con cosechas recolectadas de cereales (cebada, trigo y centeno) y choperas marcando los cursos de los ríos. La entrada urbana por la calle Alharides facilitaba la visión de la muralla de El Burgo de Osma (s. XV) y el río truchero Ucero, así como la silueta de la torre campanario (s. XVIII) en el ala del Evangelio de la Catedral de la Asunción de la Virgen.

Estacionado el coche, el paseo por la calle Seminario mantenía la visión de la torre como eje vertical dominante del pueblo. La plaza de la Catedral se abría con la silueta más espectacular de la Catedral: la fachada sur. Enfrente de la misma, una hilera porticada de casas renacentistas de mampostería y ladrillo refrescaba a los burgenses en dirección a la Puerta de San Miguel, única existente de la muralla.

Contiguo al testero este y al edificio del obispado de Osma Soria, sede de la diócesis, la calle Mayor, de estructura asoportalada gótico-renacentista y barroca, cortada al tráfico, concentraba corrillos de peñistas de distinto género y edad con sus colores distintivos a las puertas de los bares. Mientras, la Charanga ‘Tour Mahou’ desfilaba subiendo el tono con saxos, trompetas y tambores. Era el último día de las fiestas en honor a la Virgen del Espino y San Roque.

Tenía intención de visitar la Catedral después de contemplar el campanario, cúpula y linterna de la torre. Me había sorprendido gratamente la renovación de los accesos al templo para la recepción de visitantes. (La sexta edición de Las Edades del Hombre celebrada en la Catedral en 1997 fue visitada por 450.000 personas en seis meses). La ayuda tecnológica para conocer el templo facilitaba la ordenación de la visita. Además, la subida a la torre para observar los tejados, claustro y alrededores de la villa desde el campanario se hacía en un moderno ascensor.

Recorría las tres naves con cinco tramos y numerosas capillas de la catedral gótica. Atravesada la Portada del Claustro, en la Sala Capitular-Museo de Sancti Spiritus, me detenía para contemplar los restos de la fábrica románica.  Observaba los arcos, el magnífico capitel de la entrada de Jesús en Jerusalén (s. XII) y una gárgola de estilo románico, como dependencia del claustro gótico-flamígero. Allí presté atención a la copia del Beato de Osma, con el Mapamundi, románico (1086).

El sarcófago policromado con bajo-relieves de San Pedro de Osma (1251), yacente, vestido de pontifical, combinaba los dos estilos: románico en la distribución de los espacios y gótico en la estilización de las figuras. Me parecía un monumento funerario donde la presencia religiosa quedaba sumergida en la decoración.

Me había parecido prodigiosa la Portada principal desde la Plaza de la Catedral por la distribución y pluralidad de escenas: Dormición de la Virgen en el dintel, talla del Salvador en el mainel, ornamentación de los arcos trilobulados ciegos en la parte inferior sobre la que se apoyaban seis figuras (Moisés, Arcángel san Gabriel, Virgen, Reina de Saba, Rey Salomón y Judit). En fin, la elaboradísima entrada aprovechaba tres arquivoltas ojivales que elevaban un sinfín de pequeñas esculturas bajo doseletes en las jambas. Un prodigio imaginero de los talleres de cantería.

Aunque tenía auriculares y una guía turística antigua (Guía turística de la Catedral de Osma, quinta edición, 1995), opté por desplazarme con libertad por el interior del templo catedralicio para fotografiar algunas capillas o paisajes desde la torre.

Me acerqué al Retablo Mayor por la nave central contemplando los detalles del púlpito de paños labrados de mármol blanco y forma poligonal, que algunos autores habían atribuido a la escuela de Gil de Siloé (s. XV). La crestería plateresca de la reja daba acceso al presbiterio y a la Capilla Mayor. Detrás del diseño elaborado con motivos geométricos y florales de la verja, el Retablo Mayor de tres cuerpos y tres calles finiquitado en 1554 dominaba casi todo el testero del ábside. De los escultores intervinientes destacaba por su reputada maestría Juan de Juni, que había tallado dos figuras sobre elevadas columnas salomónicas y otras menores. La composición de la escena de la Dormición en la calle central del primer cuerpo tenía el sello de la placidez del también imaginero francés Picardo.

Miraba sin demasiada atención el retablo de la Capilla de Nuestra Señora del Rosario, recargado de dorados en estilo barroco (1708). Cuatro columnas salomónicas enmarcaban tres calles con igual número de figuras ocupando la Virgen el centro del banco. En la distancia y penumbra, el retablo tetrástilo y barroco de la Capilla de la Santa Cruz constaba de tres lienzos levemente imprecisos en los intercolumnios pintados por el sevillano Diego Díez Ferreras.

Sin duda la Capilla de San Pedro de Osma (s. XVI) era una monumental portada en el norte del crucero bajo un arco ojival con casetones en el intradós. Tres arcos escarzanos cerrados con rejas con la imagen del Salvador en el vértice del triángulo central elevaban mi visión después de ascender por dos escalinatas a un balcón del que partían nuevas escaleras. La sofisticada portada contaba además con dos arcos trilobulados en la parte inferior, que evocaba la famosa Escalera Dorada de Diego de Siloé de la Catedral de Burgos.

Para el año 1515 estaba terminado el Claustro de planta cuadrada, cuarenta metros por banda y cinco claraboyas de fina tracería en cada benedicto. Los pasillos del interior estaban abovedados con una crucería estrellada y distintas figuraciones (escudos, arandelas) en las claves. En fin, el equilibrio de un gótico-flamígero dentro de una catedral gótica.

Las pinturas del retablo de San Ildefonso al igual que la pintura de la Virgen de los Ángeles, atribuidas al Maestro de Osma (s. XV), de raigambre flamenca, destilaban elevada espiritualidad en sus finísimos trazos. Los escorzos de los ángeles agitando instrumentos musicales para deleitar la coronación de la Virgen exhortaban a los creyentes a no ir solos a la sombra del tiempo.

El retablo de San Miguel o del Trascoro (1560), compuesto por siete calles y ocho columnas y bajorrelieves renacentistas añadía colosalidad a la nave central. Sin conocer la autoría de las tallas, exentas, expresivas y de compleja ejecución, algunos autores habían querido ver las manos de los imagineros franceses que habían colaborado anteriormente en el retablo de la Capilla Mayor de la Catedral.

Como un árbol creciendo, la Catedral ampliaba sus estancias conforme cambiaban los estilos y gustos de las distintas épocas. La Sacristía Mayor era obra de Juan de Villanueva, ejecutada entre los años 1770-75, cuando ya había impuesto el estilo neoclásico con el predominio de las líneas rectas y la práctica simétrica de las proporciones en otras edificaciones. En la Sacristía ajustó una terminación con media cúpula absidial y arcosolios entre intercolumnios revestidos de cajonerías y armarios que exponían piezas de orfebrería y colecciones de cálices.

La Catedral por ser grande carecía de confines para el espectador. Las capillas rompían los muros débiles de mis pupilas por sus ornamentos y magnificencia. Avergonzado del cansancio visual ante la contemplación ininterrumpida de tesoros y flamas del gótico, la visión relajada de tejados de ladrillo rojo de casas de la villa y de placas de pizarra grises de cúpulas de la Catedral me había redimido el aliento entre campanas.

(Después de una estancia breve en la ciudad de Soria que me había ocupado un espacio y un tiempo en el desarrollo de esta ruta, mi narrativa se centraba en el siguiente destino).

 

Casa renacentista, Torre, Retablo mayor, Claustro, capitel románico, Púlpito en la nave central, Virgen de los Ángeles, Campanario, Capilla de San Pedro de Osma

Ágreda

Retablo de la Iglesia de San Miguel Arcángel

Después de salir de Soria, me dirigí a Ágreda a 51 km. Desconocía el pueblo (3056 hab, 2003), aunque me habían dado píldoras informativas elocuentes de personas, culturas y monumentos de la villa (Bien de Interés Cultural, 1994). Me hablaron de Sor María de Jesús de Ágreda, escritora mística de temática principalmente mariológica, consejera de Felipe IV, conocida como “Dama Azul” por sus bilocalizaciones con el territorio estadounidense de Nuevo México, que había concitado conflictos con la Inquisición y entidades religiosas en el s. XVII, y recientemente novelada (Javier Sierra: La dama azul). (Todavía el día 30/11/24 Iván Fernández Amil (@ivanfamil) subió a X (antiguo Twitter) un hilo sobre la historia de la evangelización de Nuevo México por la enigmática Dama Azul).

Además, me glosaron las huellas que habían dejado otras civilizaciones en la localidad y que por ello había recibido el sobrenombre de “Villa de las tres Culturas” (árabe, judía y cristiana).

La primera parada fue en el entorno de la Iglesia Parroquial San Miguel Arcángel. Estuve merodeando por la plaza de San Miguel captando diversos detalles de los muros del edificio, mientras una señora daba vueltas por la plazoleta circular. La portada principal abocinada destacaba por su carácter románico tardío, con varias arquivoltas ligeramente apuntadas y una figura de San Miguel, patrón de la Villa, en el tímpano. La torre – robusta – tenía ventanas y las paredes de las naves se hacían evidentes. Otra característica era la mampostería de piedra sin labrar que daba uniformidad y rusticidad a la fábrica del templo.

En fin, el interior contenía naves y capillas. La iglesia delineaba elementos góticos en la bóveda de crucería de los tramos de la nave central. El Retablo Mayor incluía trece pinturas debidas a Pedro de Aponte(1523) sobre momentos de la Pasión de Cristo en los tres tramos de las cinco calles y del Padre Eterno en el ático. Era una de las joyas del patrimonio artístico de la localidad del primer renacimiento, dedicada al arcángel San Miguel que, representado como guerrero defensor de la fe cristiana, destacaba en madera policromada y dorada en la calle central.

De los altares recordaba el retablo gótico (s. XVI) de la Capilla de Santa Ana con la talla de la Santa y cinco escenas pintadas que la evocaban junto a San Gregorio en otras cinco tablitas de la predela. En la pieza de alabastro del Sepulcro del Doctor Carrascón (hacia 1535), médico del Papa Adriano VI que financió la construcción del presbiterio, se había querido ver la influencia del escultor renacentista Forment.

Doblando la plaza San Miguel y bajando por la calle Palacio, me situé delante del edificio civil más importante de la villa: el Palacio de los Castejón de estilo renacentista. Sobrio y equilibrado en simetría, tenía un portón adovelado y un balcón con un remate heráldico, propio del linaje familiar. Traspasada la puerta, un patio cuadrado con arcos sostenidos por columnas – cerrado por un lucernario – afianzaba el gusto renacentista. Al salir, escuchaba murmullos de gente joven en el edificio que se prestaba para actividades culturales y turísticas.

Me habían advertido de la belleza del Jardín Renacentista de Don Diego de Castejón (s. XVI) y no me desencantó. Por el contrario, apreciaba los diseños geométricos, la simetría de los parterres delineados por setos de boj, es decir, los principios que invitaban al conocimiento de la naturaleza; allí cabían, asimismo, fuentes y esculturas con una flora cuidadosamente mantenida, desde árboles frutales a plantas aromáticas y otras en plena floración (había llegado a contar en un folleto hasta 107 especies vegetales existentes en el jardín).

Caminábamos por la calle Vicente y Tutor cuando una señora de edad, vestida con atuendos juveniles, nos narraba las bondades de vivir en ese pueblo después de haber recorrido el mundo. Sus vivencias contadas eran las de una vejez sin escolta de fantasías nubladas. Una mundología elocuente en huesos aplastados por la piedra de los recuerdos. Lentamente llegamos a la Plaza Mayor.

Allí, la Basílica de Ntra Sra de Los Milagros (ss. XVI-XVII) impresionaba por su robustez en la fachada principal con dos contrafuertes esquineros de tipo renacentista, rematados en sendos campanarios. La puerta de acceso era de medio punto, escoltada por dos pilastras, y encima, un tímpano partido sobre el que se apoyaba un nicho avenerado con la imagen en alabastro de la Virgen de los Milagros.

Miraba la fachada y me daba cuenta de su magnitud, que contrastaba con la altura de las casas de la plaza, incluida la Casa Consistorial del s. XVI. El interior del templo, como si fuera una catedral, disponía de un ábside de cinco paños, además de una bóveda de crucería estrellada.

Centro de fe, gótica de estilo, la Virgen de los Milagros ocupaba el eje del retablo mayor, barroco, rodeado de imágenes. Era la Patrona de los agredeños y de otros 17 pueblos de la comarca, y su fiesta se celebraba desde el año 1644. La talla anónima de 92 cm de altura tenía un origen medieval (ss. XIII-XIV) y como otras de su época, su rostro era hierático y de tez morena.

De las capillas laterales me sorprendió la bóveda estrellada de estilo tardogótica. de la Capilla del Carmen con pasajes abigarrados de la vida de la Virgen tratados en relieves de estuco (s. XVI), de cualidad plateresca, separados por columnas de estilo corintio e iluminados por un par de ventanas.

La capilla de San Pedro acogía un Crucificado gótico (Cristo de los Templarios) mientras que dos capillas tenían la misma estructura: el retablo de San Vicente de madera policromada sobre banco de cinco tablas, tres calles y dos pisos era de estilo gótico (s. XV), al igual que el retablo de San Lorenzo de diez tablas. En ambos retablos, las figuras de sus titulares estaban exentas, representadas con atributos en estilo barroco.

De regreso a la Plaza Mayor, retomé la calle Vicente y Tutor atravesando el Arco de Santo Domingo del primer recinto murado cristiano del s. XII; nos dirigimos a la Iglesia de Nuestra Señora de la Peña, s. XII, que era el templo románico más antiguo ubicado en el solar de una antigua mezquita del barrio moro. En medio de la calle, se asomaba un ábside semicircular de piedra, considerado tradicional y erróneamente la Sinagoga, de la antigua iglesia de Santo Domingo (s. XII). (En el Archivo Municipal se conservaba un fragmento de cuero de la Toráh en caracteres hebreos. Mediante el Edicto de Granada de 1492 se obligó a los judíos a convertirse o ser expulsados en cuatro meses).

La originalidad de la Iglesia de Nuestra Señora de la Peña estribaba en el hecho de tener dos naves divididas en tres tramos con bóveda de cañón reforzada por arcos fajones y formeros que en los ss. XV y XVI iniciaban el arte gótico. Cuando subí a la “peña”, vi la torre campanario y atravesé el arco de medio punto de la portada de tres arquivoltas, observé la cuidada restauración de la fábrica que acogía el Museo de Arte Sacro de Nuestra Señora de la Peña. Un espléndido marco de la boda de Jaime I y Leonor en 1221.

En el primer ábside plano destacaba el retablo barroco de Nuestra Señora de la Peña (s. XVIII), que contrastaba con la sobriedad de la fábrica del templo. El centro de este lo ocupaba una bella representación anónima de la Inmaculada Concepción.

Las seis tablitas góticas de la predela de un retablo que representaban escenas de la vida de Cristo mantenían una belleza cuidada en líneas compositivas sencillas de la escuela aragonesa (entre 1485 y 1505). Del retablo de la Virgen del Rosario, como de otras manifestaciones artísticas, había información insuficiente de la misma. (Mi descripción refiere un retablo compuesto de una pintura central con predela de cinco tablitas góticas y otras cinco tablas alrededor de la céntrica del s. XVI).

Hice una incursión preliminar en el barrio moro cuyas gentes se dedicaban a la tenería, alfarería y actividad ollera hasta que los moriscos fueron expulsados en 1610, después de la Pragmática de Conversión forzosa de 1502. Al lado de la fachada del Palacio de los Castejón se abría el Barrio Moro. La Puerta de Felipe II (s. XVI) daba acceso a una aljama para satisfacer la curiosidad de unas 600 personas con recinto propio. No continué por la calle Tañerías para contemplar las Huertas Árabes, el torreón de La Muela ni el centro de interpretación de la ciudad y el territorio.

Había más monumentos en Ágreda para el visitante. Cuando la gente caminaba no conocía la prisa. No paré a comer el Cardo Rojo, porque tenía que seguir mi vereda soriana. Abrí el coche, miré atento la tierra del Moncayo, y con los resplandores de la tarde, me acerqué a ver el sol de poniente en Fitero (Navarra).

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Luis Miguel Villar Angulo
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