CU de la US
Luis Miguel Villar Angulo

RUTA: DE AYLLÓN (SEGOVIA) A MALPARTIDA DE CÁCERES

Un claro sol ascendía en Ayllón

Iglesia de San Miguel (Ayllón)

El calor del verano llenaba la Plaza Mayor de Ayllón (Segovia) de soledades. Las aceras porticadas acercaban las amistades y conocidos en chácharas desenfadadas en tiernas imágenes ajenas. Las piedras de la Casa del Ayuntamiento mostraban visos y dejos de pena de los escudos del primer Palacio de los Marqueses de Villena. La desdicha sonreía cuando contemplaba el ábside restaurado de la Iglesia de San Miguel y el pináculo estrecho y prolongado, huérfano de campanas, que blandía el cielo como una espada. El porche porticado de doble planta estaba adosado a la puerta lateral de la iglesia. El espacio cubierto al aire libre invitaba a disfrutar de la brisa entre la columnata de piedra del piso superior. Me ceñía a la sombra de la plaza en vanos movimientos porque el tiempo era un tirano a las 11,40h en el reloj parado en mi instantánea del Ayuntamiento. Vivía el deseo de la iglesia abierta al público. Ese afán curioso no se cumplía. Pero me refugiaba en la acera de enfrente protegida por otro porche porticado de columnas de madera que agregaba un efecto estético uniforme a la arquitectura tradicional de todas las casas. La parada en este pueblo tenía más horizontes culturales que no aproveché, como el Museo de Arte Contemporáneo ubicado en el Palacio del Obispo del Vellosillo del s. XVI. La plaza mayor era una fuga hacia el interior donde el pretil de una fuente y sus chorros eran un ombligo bruñido de piedra. No quería que se llevaran de mi mente los aires medievales de justas, torneos y festivales. Las viviendas palaciegas estaban edificadas con materiales de piedra en las bases y la fachada de un palacete tenía inscripciones epigráficas que se remontaban a los Reyes Católicos (Casa Palacio de los Contreras). Los coches estacionados en las plazuelas aledañas eran collares de chapa metálica que rompían la historia. Como no podía recrearme en todos los detalles urbanos, pensando que el pueblo necesitaba una jornada añadida, acudí a varios blogs (“LA OTRA SEGOVIA” VISITA CULTURAL  A LA VILLA DE AYLLÓN” y  Visita a la villa de Ayllón) para dilatar mi curiosidad.

En la piedra de Pedraza, todo era insaciable

Plaza Mayor (Pedraza)

La separación entre las poblaciones de Ayllón y Pedraza era de 49 min en coche por la ruta más rápida. Tenía flexibilidad en el horario de aquel día veraniego y quería evitar las horas pico de tráfico en dirección a Segovia. Era una tarde luminosa sin nubes cuando caminaba por la empedrada calle Real. La Plaza Mayor (s. XV) tenía un ala porticada de edificios medievales. Junto al Ayuntamiento los veladores sombreaban el tapeo de los turistas. Me refugié en un restaurante para degustar comida al horno. Recorrí calles, muralla y castillo que relaté en mi blog con el título Amurallada Pedraza. Puse rumbo a Segovia. Tardé 47 min en coche.

El gótico se levantaba arrebatado en Segovia

Plaza Mayor con Ayuntamiento y fondo de Catedral (Segovia)

(El relato de los lugares siguientes de Segovia mantiene la secuencia de imágenes del video publicado en mi canal de YouTube con el título Segovia por Luis Miguel Villar Angulo).

La Plaza Mayor de Segovia vertía luz de atardecer una tarde de verano. Había dejado erguido el deseo de ver el Acueducto, el Barrio Judío, la Catedral de Segovia y el Alcázar que se alzaban al cielo con ingrávida somnolencia, como si los edificios no tuvieran peso. A esa hora se habían terminado las visitas a los edificios monumentales salvo el icónico Acueducto. El acorde total lo daba el conducto de agua de época romana que se elevaba a una altura de unos 28 m y se extendía a lo largo de 818 m. Era impresionante contemplarlo. Retenía los bloques de piedra tallados que en el punto más alto tenía 167 arcos.

La Plaza Mayor tenía un diseño rectangular. Las fachadas de las casas pintadas en colores pastel daban a los edificios un toque moroso. Los balcones retorcían los dibujos de hierro forjado y los soportales de la planta baja mantenían la tradición porticada de otras plazas castellanas. Girando en torno a la estructura del templete de la plaza veía la fachada granítica, herreriana, de la Casa Consistorial rematada con dos chapiteles de pizarra que contrastaba con los restantes edificios de ladrillo de la plaza.

Bordeando el ábside de la Catedral, revestido por contrafuertes y por pináculos del gótico florido, me encaminé al barrio judío para pasear por las callejuelas acodadas y estrechas donde todavía se conservaba un edificio que antiguamente fuera la sinagoga mayor reconvertida en el Centro Didáctico de la Judería de Segovia en la actualidad. Me resultó difícil percibir otros elementos de la cultura hebrea que anidó en esta zona hasta 1492 fecha en la que se decretó la expulsión de sus habitantes, aunque las casas alineadas de las calles quebradas conservaban algo de ambiente de aquella comunidad.

Por supuesto que el motivo más importante de esta zona era la Santa Iglesia Catedral Basílica Metropolitana de Nuestra Señora de la Asunción y de San Frutos. Una obra de arquitectura gótica iniciada en 1525, cuya ejecución duró más de 100 años.  Atribuida la construcción al prolífico arquitecto Juan Gil de Hontañón y a su hijo Rodrigo Gil de Hontañón, los elementos góticos tardíos se combinaron con otros renacentistas y barrocos. Su fachada principal era impresionante. Las tres puertas estaban decoradas y sobresalía de entre ellas la Puerta ajimezada del Perdón. Presumía de ser una de las más altas catedrales españolas. La torre campanario de 88 m de altura era la “Dama de las Catedrales”.

Entré por la puerta de San Frutos en el lado norte del crucero próxima a la Plaza Mayor. Una guía explicaba la estructura del templo catedralicio y describía los detalles de algunas de las 19 capillas. Posteriormente recorrí pausadamente los detalles de la Capilla Mayor cuyo Altar Mayor era obra del arquitecto italiano Francisco Sabatini que contenía las imágenes de San Frutos y San Geroteo flanqueando a la Virgen de la Paz (s. XVIII). El Coro adornado con tracería gótica calada remataba la sillería. El Trascoro y dos suntuosos órganos de 19 m de altura y 2600 tubos eran del s. XVIII. Cerraba el coro una reja barroca colocada en 1729.

Sin duda, me recreé en la Capilla de la Piedad del lado norte porque Juan de Juni había realizado un Santo Entierro (1571) a la manera de El entierro de Cristo ejecutado en Valladolid, de monumental expresividad. Continué por ese costado visitando las capillas de San Andrés, San Cosme y San Damián, San Gregorio y de la Concepción. Del lado sur, sobresalía la Capilla del Cristo del Consuelo porque multiplicaba la belleza de otros ámbitos que luego recorrí. Sin menoscabar el arte de las capillas de Santiago y Santa Bárbara, la capilla del Cristo Yacente de Gregorio Fernández (s. XVII) albergaba una escultura de un Cristo Yacente que salía en procesión por las calles segovianas como otra talla análoga del mismo escultor que procesionaba en medio de un silencio sobrecogedor por las calles zamoranas.

El claustro era del gótico tardío (s. XV) del maestro Juan Guas en estilo hispano-flamenco-toledano. Sus cinco tramos estaban cubiertos con bóvedas de crucería simple adornados con claves. De la sala capitular me impresionó el artesonado dorado con el primer oro traído de América y un Cristo enmarcado bajo un dosel que presidía el epicentro de la sala.

El Museo de la Catedral albergaba el Carro con la Custodia que paseaba el día del Corpus Christi. Digno era el sepulcro del Infante don Pedro de Castilla, hijo del Rey Enrique II que murió asomándose a una ventana del Alcázar en 1366. Conservaba el Museo más de 500 libros incunables, manuscritos, códices y pergaminos reales destacando el Sinodal de Aguilafuente, primer libro impreso en España en el año 1472.

Bajando por la calle Marqués de Arce atravesé la Plaza de la Merced y luego la calle Daoíz hasta llegar a la plaza Reina Victoria Eugenia. Visité el monumental Alcázar. Era un edificio mezcla de estilos arquitectónicos con elementos románicos, góticos y mudéjares, que parecía la proa de un barco apoyado sobre rocas, con una Torre del Homenaje que se elevaba por encima del edificio, junto a un patio interior. El Alcázar conservaba un museo y recorrí sus diversas salas: el trono, sala de los Reyes y capilla. El Alcázar había sido residencia real de varios Reyes de Castilla.

Desde una de las almenas observé con sorpresa una de las vistas más llamativas del paisaje exterior de la ciudad. Era la Iglesia de la Veracruz, un monumento religioso importante del S. XIII construido por la Orden del Temple, que participó en las cruzadas. Se cree que allí se pudo conservar o albergar algunas reliquias de la Cruz de Cristo. Desde lejos, advertía su planta octogonal que era única en la arquitectura religiosa española de estilo románico mudéjar.

Otra de las vistas importantes era el Monasterio de Santa María del Parral situado en las estribaciones de la Sierra de Guadarrama. Fundado en el s. XV por el rey Enrique IV de Castilla y perteneciente a la Orden de los Jerónimos, percibido desde fuera tenía una arquitectura gótica y renacentista imponente porque acogía una iglesia, un claustro y dependencias monacales.

De regreso, me detuve en la Iglesia de San Andrés de arquitectura románica y gótica en la plazuela de la Merced. Me llamaron la atención los dos ábsides con ventanas de medio punto, columnas y canecillos. El Retablo Mayor de estilo gótico flamígero conservaba imágenes del escultor Gregorio Fernández y pinturas de Alonso Herrera. La nave central con bóvedas de crucería gótica resultaba particularmente colorista.

De vuelta a la Calle Real, la Plaza Medina del Campo mostraba parcialmente la Iglesia de San Martín, románica, que se remontaba al s. XII. (La torre románico-mudéjar estaba parcialmente cubierta por andamios de restauración). El pórtico decorado con arcos de medio punto y capiteles románicos caracterizaban al templo, así como su puerta de entrada, grande, de cinco arquivoltas, y los ábsides con arcos de medio punto sobre columnas, que en la planta superior se abrían para dar luz al interior. Del interior, aunque lo visité, no pude o no me dejaron hacer fotos. (Una monografía de José Miguel Merino de Cáceres y María Reynolds Álvarez en la revista Estudios Segovianos. 2005, XLVIII, nº 105, pp. 219-262, estudiaba La iglesia de San Martín de Segovia. Análisis morfológico y evolutivo).

En la plazuela de Bellas Artes, el Museo de Arte Contemporáneo Esteban de Vicente contenía salas de pintura dedicadas a la obra de Esteban Vicente y de otros artistas en un edificio blanco de traza moderna. El pintor segoviano era coetáneo de poetas renombrados (Rafael Alberti, García Lorca y Juan Ramón Jiménez), cineastas (Luis Buñuel) y otros pintores. De hecho, la sala que contrastaba las pinturas de buganvillas, parterres y fuente de los jardines de Joaquín Sorolla (pinceladas sueltas y vibrantes) con las suyas (manchas de colores) fue un acierto expositivo. Los colores de sus lienzos iban y venían en brisas de azules de noches vagas, verdinegros que giraban y flotaban como versos sueltos sobre fondos en capas… (Lamentablemente, no pude hacer fotos de las obras expuestas, porque no estaba permitido).

Piedra, sol, terrazas y calor en la Plaza Medina del Campo. Frente al ábside de la iglesia, y la estatua del regidor Juan Bravo, famoso en la Guerra de las Comunidades de Castilla en tiempos del Rey Carlos I, se erigía el Torreón de Lozoya, convertido en espacio expositivo bajo la Fundación del mismo nombre, ofrecía en su librería 13.000 artículos de distinta especificación. La casa torreada de 25 m de altura contenía un esgrafiado que participaba de dos corrientes: una mudéjar y otra renacentista. (En una próxima visita dedicaré tiempo a ver su patio interior y galería porticada).

Me acercaba a la muralla. El empaque de la fachada esgrafiada y las ventanas de pizarra en estilo gótico del Palacio de Cascales y Condes de Alpuente constituían un nuevo revulsivo artístico y un recuerdo de la herencia musulmana.

En contraluces paseaba por la Iglesia de San Miguel, declarada Bien de Interés Cultural (BIC) con categoría de Monumento. Por allí resonaba el eco de la coronación de Isabel la Católica en 1474. Recio el templo por su construcción en piedra en estilo gótico tenía portada románica. Un atrio con columnas la rodeaba, una torre cantaba al cielo en altura y un retablo gótico (1572) al final de la única nave no se me quedó en la retina (porque estaba cerrado al público).

Desbordando las casas que rodeaban el Centro Didáctico de la Judería, bajando hasta el Paseo del Salón de Isabel II y dejando la muralla de los siglos XI y XII, y la antigua Sinagoga Mayor, hoy iglesia del Corpus Christi, a mi espalda, me encaminé a la Iglesia de San Millán del s. XII, prototipo de iglesia románica, joyero medieval.

Huyendo del asfalto de la calle, la catedral segoviana en vista panorámica, exenta en su fisonomía, con dos galerías de arcos que transparentaban recogimiento detrás de sus decorados capiteles y una torre campanario que atizaba el aire dormido, con cinco ábsides que ocultaban capillas, altares y sacristía, y una planta atisbada anteriormente en la Catedral de Jaca, la nave central remataba en un altar mayor presidido por un crucificado sobre un fondo de piedra con arquerías ciegas en una franja, que se abrían con cristaleras de color en la segunda cenefa. Los capiteles historiaban episodios bíblicos con notable volumetría. Las capillas mantenían imágenes de Semana Santa, como la estilizada Nuestra Señora de la Soledad al pie de la Cruz en un manto azul y un Santo Cristo en la Última Palabra de remarcada anatomía, obras de Aniceto Marinas García, que había dejado bronces reconocidos en varias poblaciones, como la figura sedente de Velázquez frente al Museo del Prado.

Con acento armonioso se desvelaba el palacio

Palacio Real de la Granja de San Ildefonso

Al día siguiente por la mañana, visité el Palacio Real de la Granja de San Ildefonso que fuera solaz recreo del rey Felipe V. A 14 km aproximadamente de la capital, la desierta belleza del barroco del s. XVIII coronada de negro pizarra, los jardines de autoría francesa con parterres geométricos con estatuas de mármol y alineadas calles sombreadas de vegetación frondosa, y la neoclásica iglesia esperaban turistas. Las 21 fuentes de plomo pintado con 300 surtidores sobre estanques vacíos no funcionaban en aquel momento, pero llenaban las miradas y la admiración sin servicio. El recorrido mitológico de las fuentes tenía que hacerla a través de una publicación, por lo cual decidí deleitarme contemplando algunas de ellas (Neptuno, La Fama …). No tenía pena porque las había visto en plena eclosión acuática en ocasiones anteriores con el fondo de la Sierra de Guadarrama. (¡Ya no me acordaba del número de veces que había estado allí!).

El vivir mudéjar de Arévalo en lontananza

Iglesia de Santa Maria (Arévalo)

A 50 min estaba la ciudad de Arévalo, que relaté en mi blog con el título Arévalo, Villa y Tierra. Pasé por la Plaza Mayor que ahora se me perdía como un sueño temprano. Visité bastantes templos, pero siempre se me quedaba en el debe algún monumento por redactar. En este caso, fue la Ermita de la Lugareja por las restricciones del horario que imponía el monumento. La ciudad, como otras donde habían vivido musulmanes dominados, guardaban elementos arquitectónicos híbridos de las culturas cristiana y musulmana en distintas iglesias: ladrillo, cerámica vidriada, yeso y madera.

Ávila surtía vena humana

Iglesia-Convento de Santa Teresa (Ávila)

Ninguna nube inútil tuve en la conducción de 40 min en dirección a Ávila. (El relato de los lugares siguientes de la ciudad de Ávila mantiene la secuencia de imágenes del video publicado en mi canal de YouTube con el título UNA VISITA A ÁVILA, por LUIS MIGUEL VILLAR ANGULO).

Al llegar a la ciudad abulense, me detuve ante el templo románico Basílica de San Vicente (Monumento Nacional, 1882) de piedra caleña con cierto color rojizo (“arenisca sangrante”) en el ábside. Las trazas del ábside gótico me recordaban la iglesia zamorana de Santa María Magdalena, tantas veces visitada, debidas ambas a la mano del borgoñés Giral Fruchel. La portada occidental con cinco arquivoltas y esculturas abultadas de hombres y mujeres en actitudes desconocidas, la cubierta lateral soportada por columnas, la cabecera triabsidal con detalles ornamentales y la torre por el espacio elegante eran sus señas de identidad. De las tres criptas iluminadas de su interior, la central conservaba la estatua policromada de la Virgen de la Soterraña, románica, del s. XII. Las fugitivas luces de la nave central restituían la maravilla del Cenotafio de los Santos Hermanos Mártires, románico, del s. XII, situado en el crucero. Un arca policromada brotaba con arquillos en las paredes en mística cadencia representando figuras en relieve de los apóstoles, los evangelistas y otros personajes. Las escenas de los laterales (norte y sur) y de los frontales (este y oeste) eran precisas narraciones eternales sobre la vida y martirio de San Vicente y hermanas atribuidas a la dignidad del oficio de Fruchel. La nobleza de aquella imagen coloreada de la caja tenía un baldaquino gótico flamígero que lo amparaba. Levanté los ojos hacia el techo que derivaba en colores azules que viajaban a través de los desiertos del cielo con un ejército de hojas doradas. Una pieza artística que colmaba el espíritu de lo inefable.

Subí a la cerca militar románica para contemplar a vista de centinela y a través de sus 2500 almenas otros espacios abulenses que eran Patrimonio de la Humanidad por la Unesco (1985). El paseo de la Muralla, salvo un tramo, recorría un perímetro de más de 2,5 km de longitud. Aunque no percibí los 87 torreones desde el adarve, cuando me desplacé al humilladero de 1566 Los Cuatro Postes gocé de las torres enormes que enlazaban el paramento granítico como rizos helicoidales. De las nueve puertas, atravesé con frecuencia la Puerta del Alcázar en el lienzo este para dirigirme a la Plaza de Santa Teresa y la Puerta del Carmen que mantenía la antigua espadaña del convento de los monjes carmelitas descalzos. Esa plaza me producía sentimientos encontrados. En un extremo, el Monumento a Teresa de Jesús (Vassallo, 1982) y la Iglesia de San Pedro, Monumento Nacional (1913) y Patrimonio de la Humanidad (1985) en el opuesto. Mirando el templo desde la plaza, una puerta y un rosetón de estilo románico clavaba Ávila en mis ojos. De otra, el edificio de Moneo en el Mercado Grande que levantó polémica por su estilo y volumetría ante la Unesco. Intramuros de la Puerta del Alcázar, una estatua erigida a Adolfo Suárez con las manos atrás, daba un paso hacia la concordia, después de enfrentarse a unos rebeldes en el Congreso de los Diputados.

Tuve un lento caminar por la Puerta del Alcázar en dirección a la Catedral del Salvador. Una guía historió la fábrica desde la portada exterior occidental. De nuevo, Giral Fruchel (s. XII) fue el arquitecto del templo que dio vientos franceses al gótico. Allí nos contó la guía anécdotas de la vivienda del campanero en la torre y de la cuerda suspendida en el interior del templo, de la apariencia de fortaleza en el ábside almenado (“cimorro”), del goticismo imperante en el interior y de la Puerta de los Apóstoles que tenía estatuas de los apóstoles en las jambas de cinco arquivoltas y un tímpano con tres bandas de registros.

Recalcó que había sido la primera catedral de estilo gótico que siguió la influencia de la Isla de Francia. Como muchas catedrales, fue noticiando que su construcción duró siglos, y que por ello se notaban distintas características de modernidad en su fábrica como el doble deambulatorio de la amplia cabecera. De las fases constructivas dio como ejemplo el Altar Mayor (1502) de Pedro Berruguete. Se entretuvo describiendo la portada occidental de medio punto con arquivoltas apuntadas decoradas con florones y en particular los salvajes de las jambas Gog y Magog que custodiaban la entrada.

Al margen del color de la piedra blanca y roja que convertía la girola en un mosaico de piedras areniscas ferruginosas, el trascoro siempre había despertado mi curiosidad por sus tres escenas renacentistas: La presentación en el Templo, La adoración de los Reyes y La matanza de los Inocentes. Se capturaban a los profetas en la parte superior, y se perdía la vista en la crestería con representaciones de angelotes. El coro con dos órdenes de asientos era igualmente renacentista. La simple vista de aquel revoltijo de santos hechos de nogal me hizo sentir fatiga ocular.

Anteriormente había reparado en la pila bautismal de alabastro (pila y pie) y estuco (exedra) (Vasco de la Zarza, s. XVI). Del s. XIX era la caja neoclásica del órgano. Las estatuas yacentes bañadas de una pálida luz en algunos nichos reflejaba la potestad de la iglesia. La sucesión de capillas dedicadas a vírgenes y santos era prolija. Me detenía brevemente ante ellas donde sonaban las almas: Virgen de la Piedad o de los Dolores -que replicaba la imagen de Miguel Angel-, La Concepción, San Pedro con una tabla pintada atribuida a Fernando Gallego (s. XV), San Antolín, San Rafael, del Sagrado Corazón, San Nicolás, Santiago, Nuestra Señora de Gracia, San Juan Evangelista, San Segundo, que brillaba por el colorido de su cúpula, Santa Teresa, y San Ildefonso. En fin, un paseo por los veneros de un santoral del que salí abrumado.

El arte estaba igualmente condensado en el museo. La custodia procesional de asiento de Juan de Arfe (1571) en forma de templo estaba en una vitrina que imaginaba procesionando por las calles, como la del mismo autor realizada para la Catedral de Sevilla entre 1580 y 1587. El museo tenía piezas artísticas que esparcían la mente y el corazón: un retrato de Garcibáñez por El Greco, un Cristo en Majestad de marfil anónimo (s. XII), un Cristo anónimo filipino en marfil (s. XVII) de notable serenidad en la mirada, o la Anunciación del Maestro de Riofrío (s. XVI). Las cristaleras del claustro las había visto con anterioridad, cuando se celebraron las Edades del Hombre «Teresa de Jesús, maestra de oración» (2015). En el suelo del claustro reposaban los restos del último presidente de la república española en el exilio (Claudio Sánchez Albornoz) y las de Amparo Illana Elórtegui y su marido Adolfo Suárez González.

Un caso de aventura en la garganta de los guías era la Calle de la Muerte y la Vida colindante con un muro de la Catedral. Dos medallones de las cresterías del tapial perfilaban una calavera con una guadaña junto a una figura tendida (simbolizando la muerte) y encima la cara de una joven (personificando la vida). Hoy era una calle concurrida. Imaginada en noches invernales del medievo y mal iluminada, podía haber sido escenario de muchas zafiedades.

Como si escuchara la voz enardecida de antiguos castellanos, bajé la suave pendiente de la calle Comuneros de Castilla hasta la Plaza del Mercado Chico  que hacia las veces de Plaza Mayor. Era el centro de un cruce de caminos. Allí se unían las vías decumana y cardo de la época romana. Allí se iniciaron las calles porticadas. Allí se erigía la Casa Consistorial del s. XIX. Allí paseaban los habitantes perdidos y los turistas lejanos, allí es escuchaban rumores enardecidos, allí había vida.

La oración encendida procedía de la iglesia-convento de Santa Teresa como un retablo de tres plantas, color gris, estilo barroco, dos espadañas con cuatro campanas enmarcando el tímpano, y una escultura de mármol de la Santa en el centro de la primera planta de la fachada. Las tres puertas de la iglesia estaban cerradas. Al igual que la puerta del monasterio. Por suerte, había visitado con anterioridad (2015) el monasterio con ocasión de la exposición de las Edades del Hombre «Teresa de Jesús, maestra de oración». En esta ocasión me limité a pasear por su entorno contemplando la imagen de piedra de la Santa sentada y escribiendo en un banco de la plaza, como si regresara al barrio donde nació y se crió.

La Puerta de la Santa de la muralla daba salida al tráfico rodado, y en un lateral de la plaza con una balconada pegada a la muralla, un enorme edificio de planta cuadrada ofrecía su cara noble al exterior de granito con blasones familiares: el Palacio del Virrey Blasco Nuñez Vela, que lo fue de Perú, con un patio renacentista (s. XVI), balcón esquinero recordando a otros de Plasencia, considerado monumento arquitectónico-artístico (1923) y sede de la Audiencia Provincial.

En dirección al Parador, doblando la calle Ama, me topé sorprendentemente con dos arcos con agujas de crestería y un pilar con una estatua de la virgen bajo doselete junto al tapial: era la Portada de la Iglesia del Hospital de Santa Escolástica, (s. XVI), antiguo convento cisterciense. En unos min estaba en la calle Vallespín frente al Palacio de Polentinos. Edificio de estilo renacentista, acogía el museo del ejército an una antigua mansión de noble fachada y patio interior con frisos platerescos. (Otro bello conjunto que había dejado para una próxima visita). 

Un descanso en un edificio de sillarejo y mampostería, junto a la muralla, como otras mansiones nobles renacentistas, fue un alivio. El antiguo Palacio del marqués de San Juan de Piedras Albas o marqués de Benavides se había reconvertido felizmente en un parador nacional. Desde los jardines se divisaba la Puerta del Carmen con la espadaña del antiguo convento de los carmelitas descalzos sobresaliendo sobre un lienzo de la muralla.

Desde aquí inicié la jornada vespertina para visitar dos importantes centros religiosos. Principiaba la tarde cuando visité el convento de clausura de monjas Convento de Carmelitas Descalzas de San José, Monumento Nacional (1968) y Patrimonio de la Humanidad (1985), que fundara y donde vivió muchos años Santa Teresa. Dos elementos la constituían: el primero era el Museo Teresiano de las Carmelitas Descalzas. Exhibía objetos personales de la Santa: leño que usaba como almohada, “Ecce Homo” que llevaba en las fundaciones, llave de la celda donde vivió durante 22 años, almohadón en el que postró para tomar los hábitos, toalla bordada por ella, hábito y capa, toga y birrete de Doctora, toca usada por ella, crucifijo que llevaba en sus fundaciones, carta autógrafa, etcétera, y celdas donde vivieron las monjas carmelitas. Después de instaurar el primer Carmelo Reformado, fundó diecisiete carmelos más.

El segundo elemento era la iglesia con fachada en dos planos: tres arcos en el pórtico inferior y un frontón en el superior (1607). De estilo renacentista en el exterior, la nave central y cúpula del interior se exornaba en estilo barroco. Destacaba la Capilla de Santa Teresa desde la que se advertía tras una reja una estancia con todas las trazas de haberla ocupado la Santa, según un nuevo descubrimiento. El retrato de ella por Fray Juan de la Miseria (1576), profusamente difundido, lo hizo en una de las paradas que hizo para fundar un convento en Sevilla donde se encontraba el retrato (Monasterio de las Carmelitas Descalzas).

Venciendo la tarde me acerqué al Real Monasterio de Santo Tomás (1480). Era la segunda vez que lo visitaba. Me quedé parado contemplando la portada de la Iglesia. Desconocía la estructura de una H gigante que amparaba un arco escarzano entre machones. Allí escalaban lentamente el cielo del arco diez figuras creadas por Gil de Siloé y Diego de la Cruz bajo doseletes. Encima un enorme rosetón daba luz al interior. Y más arriba un escudo de los Reyes Católicos simbolizaba que el tesorero de esta realeza lo había construido. La entrada era por un costado del patio. Daba gusto ver abrochado de pintura el altar mayor con signos góticos desde la tribuna del coro alto, iluminado por el rosetón que parecía llenar la nave central gótica de un ambiente neblino. La sillería del coro polvorienta (cuarenta y cinco sillas en la parte superior y treinta y cuatro en la inferior) tenía una crestería de estilo gótico flamígero, destacando las dos reservadas a los Reyes Católicos.

Antes había paseado por el crucero contemplando el túmulo perdurable del príncipe Juan, hijo de los Reyes Católicos, del escultor italiano Domenico Fancelli, que había introducido el Renacimiento y lo había admirado en otras obras en Granada, Sevilla y Alcalá de Henares. De cerca, el Altar Mayor remontaba el ánimo del espectador. Estaba delante de una de las obras en las que Berruguete había tenido un soplo de iluminación para construir la vida de Santo Tomas de Aquino, que ocupaba la calle central bajo doseletes de las cinco que ocupaban el testero. La predela incluía otras pinturas de santos gloriosos sosteniendo o escribiendo libros. Era un éxtasis de color que aceleraba mi respiración.

El llamamiento a la vida monástica ocurría además en los claustros. El Claustro del Silencio de grandes proporciones guardaba en el tiempo la voz temerosa del confesionario de Santa Teresa que había manifestado en el cap. 38 de El Libro de la vida. El paseo por debajo de la bóveda de crucería gótica era apabullante, trenzas de palmera hechas de piedra con claves doradas que se suspendían de las nervaduras. Los lienzos que separaban los arcos de la parte superior estaban decorados con yugos y flechas (símbolos de los Reyes Católicos) y en el centro del claustro un pozo. El Claustro del Noviciado, sencillo en su estilo toscano, era el más pequeño, con veinte arcos y veinte columnas, un ciprés que arrancaba su altura hasta llegar a la espadaña de la iglesia (según el ángulo que miraba). En el Claustro de los Reyes se hallaban dos museos: Museo de Arte Oriental y de Ciencias Naturales.

El atardecer pesaba sobre las espaldas, ¡adelante! parecía el grito de mi curiosidad. Me entretuve viendo vitrinas y vitrinas con figuritas (muchas de Buda), platos y jarrones de arte oriental bajo una techumbre de madera pintada, adquiridos por misioneros dominicos. Había tomado nota de un Jarrón espejo con discípulos de Buda hecho en porcelana de China (s. XVIII), una montaña taoísta en forma de árbol de Hong-Kong, un “Butsudan” o altar de Buda que se encontraba en domicilios particulares, acá y allá marfiles hispanofilipinos con imágenes de Cristo expirante o moribundo, destacando el Cristo de Isabel II.

La última jornada la dediqué a visitar en un abrir y cerrar de ojos el apogeo socioeconómico de la ciudad del s. XVI con la construcción de casonas. Algunos palacios que guardé en mi retina fueron: el Torreón de los Guzmanes (BIC, 1983), el Palacio de los Velada, el Palacio de los Verdugo y el Palacio de los Dávila/Palacio de Abrantes. En todos ellos advertí el derivar patrimonial silencioso de las familias primigenias. Unos edificios adquiridos por autoridades provinciales con fines institucionales y otros convertidos en hoteles de lujo, combinaban distintos estilos desde el gótico al Renacimiento, y se situaban intramuros, paralelas a los lienzos de muralla.

La altura enfriaba el espacio sombrío en Béjar

Plaza Mayor de Maldonado (Béjar)

Estos pensamientos se me fueron cayendo punto por punto hasta el siguiente destino que era Béjar (Salamanca) de 12.000 h. (2022). Fue una parada técnica porque el destino estaba en Cáceres. Había atravesado innumerables veces la ciudad por la carretera N-630 en dirección a Salamanca. A la derecha y al fondo quedaba la imagen de la torre neorrománica italiana de la Iglesia de Santa María del Pilar (Los Pinos) cuando visité el pueblo serrano Candelario. Los ojos siempre se me precipitaban al otero umbroso de castaños a sabiendas que ya estaba fuera de la ciudad de 959 m de altitud.

Me acerqué a Béjar por la carretera de Salamanca. Paré en la Plaza Mayor de Maldonado. La intención era visitar el Palacio Ducal, renacentista, monumento histórico artístico nacional, pero estaba cerrado en aquel domingo por razones académicas (el edificio se había convertido en instituto de educación secundaria desde 1963). Así que decidí subir a la Cámara oscura inaugurada en 2011 en una atalaya del mismo Palacio. – ¡Adelante!, sitúense al lado de la balaustrada, comentaba la guía, para poder ver una proyección que cubría las imágenes externas en tiempo real sobre una pantalla cóncava de 360º.

Desde allí veía la Sierra de Béjar, Sierra de Francia y Picos de Valdesangil, y la ubicación de edificios que posteriormente explicaba la guía: Centro Municipal de Cultura, ubicado en el que fuera “Convento de San Francisco”, Museo Industrial Textil, Museo Judío David Melul, Iglesia de Santa María la Mayor, que era la principal de la ciudad, Iglesia de Santiago: museo del arte (s. XII?), y muralla medieval. Todos esos monumentos seguían el curso del Río Cuerpo de Hombre. En dirección norte señalaba las torres que hacían de atalayas de las iglesias de El Salvador y San Juan Bautista. Hacia el este apuntaba al Palacio Renacentista y Jardín de «El Bosque» (Bien de Interés Cultural), al coso Plaza de Toros o La Ancianita (1711) y al Santuario de Nuestra Señora del Castañar.

Terminada la visita de la cámara oscura, me detuve en la Plaza Mayor mirando los veladores atestados de gente situados frente el Ayuntamiento y al observar que estaba abierta la Iglesia del Salvador, de estilo gótico (s. XII-XIII), entré en ella. Destacaba la torre campanario en el exterior y la puerta de la epístola sobre una escalinata. Los sillares graníticos del ábside aislaban la visión de cualquier ornamentación en el altar mayor. En el interior, dos arcos escarzanos dividían la aridez de la nave central de las dos laterales.

Apuré hasta el fondo la calle Mayor de Pardiñas, mientras contemplaba edificios otrora comerciales y residenciales del s. XIX, y ahora decadentes, en busca de una farmacia. En un ensanche de la calle (Plaza Martín Mateos) reparé en un edificio que era el Museo de escultura Mateo Hernández (ubicado en la antigua Iglesia de San Gil), y a pocos metros el Teatro Cervantes de estilo isabelino (1857).

Abandoné pronto la villa romana, árabe, judía y cristiana. Allí quedaron las Soledades gongorinas dedicadas a los duques de Béjar; allí los tejedores flamencos; allí la Fábrica de Paños (1669); allí el monte y la ladera de fontanas puras; allí las cumbres airosas que en invierno blanqueaban el horizonte de la autovía Ruta de la Plata (A-66).

Dejaba en la autovía recuerdos de la aljama de Hervás y el noble recinto amurallado de Plasencia antes de cubrir los 129 km que me separaban de Cáceres.

Irguiéndose en torres, palacios e iglesias lucía Cáceres

Aljibe andalusí (s. XI-XII) del Museo de Cáceres

Sentía huir bajo el calor de mediodía pálidas imágenes de dehesas repletas de olivos y encinas (como en un cuadro de Ortega Muñoz (1973) y acorchados alcornoques, mezcladas con hierbas y plantas aromáticas resecas. Tras la luna del coche veía volar ocasionalmente aguiluchos cenizos y buitres negros. (El relato de los lugares siguientes de la ciudad de Cáceres mantiene la secuencia de imágenes del video publicado en mi canal de YouTube con el título CÁCERES POR LUIS MIGUEL VILLAR ANGULO).

Tras el espacio franqueable de la Plaza Mayor se iniciaba el Casco Antiguo. Había apostado por dejarme seducir por las guías ocasionales que abriendo paraguas conducían a turistas de aquí para allá contando historias vinculadas con los monumentos (“free tour”). Las visitas en profundidad las hice de manera independiente.

Los monumentos se abrían trémulos desde las plazas del casco antiguo. Respetaban la aristocracia medieval en su afán constructivo. Admiraban la nobleza del arte creado. Cruzando la primera puerta del recinto o Arco de la Estrella desde la Plaza Mayor, aborrecía la mediocridad de muchas ciudades modernas, aunque reconocía la chatura estética de algunas torres medievales. Las fachadas de las edificaciones y el suelo de las calles sostenían la condición orgullosa de sus moradores. La guía explicó la torre albarrana unida a la muralla conocida como Torre del Bujaco. Solamente los descendientes americanos comprendían la razón de ser del Palacio Toledo-Moctezuma, ahora Archivo Histórico Provincial, que se alzaba en una concreción de líneas renacentistas tras reformas entre el bullicio de los turistas.

En la Plaza de Santa María – centro de la vida política y religiosa – se podían oír canciones profanas y escuchar los sueños de dueños, audaces y cosmopolitas del Palacio de Carvajal. Ahí se unían y brillaban recursos arquitectónicos: arco de medio punto adovelado, balcón esquinado, alfiz, escudo familiar, etc. La torre de piedra y polvo en olvido tenía altura de época. Con sed de ilusiones infinitas se había levantado la Concatedral de Santa María de sillares en estilo románico a crucerías góticas, mientras que la torre de tres plantas se elevaba en estilo renacentista. La sombra invasora se ceñía sobre el retablo mayor plateresco de Guillen Ferrari y Roque Balduque en madera de pino y cedro sin policromía con cinco calles y tres cuerpos ocupando una escultura de la Virgen el segundo cuerpo a mediados del s. XVI. El Cristo Negro de Cáceres (s. XIV) dominaba la luz fugitiva de una de las capillas. En la esquina oeste una estatua del franciscano San Pedro de Alcántara por Enrique Pérez Comendador inflamaba de espiritualidad la plaza. Las fachadas de otros palacios dejaban la esencia del renacimiento en medallones de piedra con caras de indios como en el Palacio Episcopal reformado. Había juzgado la belleza de carnes vivas que habitaron en el patio y dependencias del Palacio de los Golfines de Abajo que acumulaba tres estilos constructivos a lo largo de la historia: gótico, renacentista y plateresco. La crestería de granito de la fachada te dejaba atónito por las ocurrencias de escultores y entalladores creando grifos alados entre flameros, escudos nobiliarios o una ventana geminada con un parteluz en medio de tracería gótica. El salón recibidor exponía piezas palaciegas del s. XIX y anteriores. La rehabilitación de algunas salas con techos mudéjares y vitrinas con armas contribuían a marcar un ambiente museístico insospechado desde el exterior.

Allí iban los jesuitas alzándose sobre la piedra en la Plaza de San Jorge, por una hornacina que contenía la imagen del santo con el dragón; allí brotaba la armonía de la barroca Iglesia de San Francisco Javier con dos torres cuadradas de mampostería perfiladas con sillería. Allí había subido primero las escaleras de acceso al templo monumental y posteriormente tomaba aliento para llegar el cuerpo de campanas de una de las torres temblando por la cuenta de escalones y con mirada a las esquinas del pueblo desde el campanario. Paseaba luego por la planta superior del templo, visitaba nacimientos realizados en estilos culturales diversos, observaba el lienzo de San Francisco Javier en el retablo mayor y echaba un vistazo el testero transformado del Colegio de la Compañía de Jesús. Entonces vibraban y cantaban colegiales de la Escuela Superior de Arte Dramático de Extremadura en aquel edificio. En un lateral de la misma plaza se sucedían las casas-fortaleza de tipo cacereño. El misterio en la Casa de los Becerra de estilo gótico se había desvelado siendo sede de la Fundación Mercedes Calles y Carlos Ballestero, y de esta manera mostraba una colección de arte (que no visité); los rayos solares asombraban en otra casa-fortaleza gótica: la Casa del Sol con matacán destacado y dentro de un alfiz un sol con rostro humano. La guía sugirió la visita del Barrio de San Antonio, pintoresco y antiguo barrio judío; era una zona de vida antigua, luz y verdad que fuera habitada por sefarditas; allí, mi mirada entregaba una llamada a las sombras pasadas: – Regresad vecinos, que en aquella puerta cacereña más antigua, el Arco del Cristo, las veritas et vita eran de todos. La sinceridad se mantenía potente en la Torre de la Puerta del Concejo, almohade, y brillaba en la Ermita de San Antonio, asentada sobre una antigua sinagoga.

El aire cálido concertaba las sienes en la Plaza de San Mateo, la más elevada de la ciudad. La Iglesia de San Mateo, Monumento Histórico Artístico (1982), de fachada plateresca e interior gótico (que no visité) era una fuente sonora para el alma. Revestido de aurora y crepúsculo de hiedra el Palacio de los Saavedra-Torre de Sande, de estilo gótico, daba pauta al celeste éxtasis del Convento de San Pablo de monjas franciscanas con portada tardogótica. Al lado, se coronó premiada la restauración del elegante Atrio, junto a la Casa de Diego García de Ulloa de estilo gótico con meritoria puerta de sillería dovelada y dos escudos familiares, y a la torre del homenaje del Palacio de los Golfines de Arriba, Monumento Nacional (1978), con biblioteca, capilla, pinacoteca, salones, etc., que fue sereno alojamiento en un momento histórico de la Guerra Civil pasada. Vanamente atónito me había quedado en la Plaza Caldereros al contemplar la Casa de los Pizarro-Espadero con el escudo de su linaje y por la leyenda de la balaustrada interior y las gárgolas suspendidas en el alero que se dio a conocer como Casa del Mono. Recordaba la sangre de la Hispania fecunda en la Casa mudéjar (s. XV), única en este estilo de ladrillo rojo con ventana geminada, y el cantar de los nuevos himnos de gloria en otra casa-fuerte gótica: Palacio de la Generala, actual Rectorado de la Universidad. Dediqué otra tarde a acunar el tiempo en la Plaza Piñuelas, de interesante acumulación de noticias administrativas en la época de la Reina Isabel la Católica. Allí, un vasto rumor llenaba los ámbitos del Palacio de los Condes de Adanero construido con grandes sillares almohadillados y agujereados, y las mágicas ondas de la vida atravesaban el Portillo en Adarve de Santa Ana con hornacina de la Santa. En un quiebro salía de la ciudad fortificada a la Plaza Mayor.

En la Plaza de San Pablo engañaba la caída la torre del Palacio de las Cigüeñas (s. XV) con merlones sustentados por ménsulas, el más alto de la ciudad por deseo de la Reina Isabel la Católica, manteniendo el equilibrio dos ventanas geminadas en la fachada. En límpido reposo había contemplado el Palacio de los Veletas (s. XV) reconvertido en Museo de Cáceres y ubicado en la Plaza de las Veletas. El Museo contenía piezas arqueológicas, mosaicos, esculturas, retratos escultóricos, candiles, el famoso aljibe andalusí (s. XI-XII) compuesto de cinco naves, aguafuertes de Picasso y Miró, óleos de Ortega Muñoz, Oscar Domínguez, José Guerrero, Rafael Canogar, Manuel Millares, Lucio Muñoz, etc., y esculturas de Alberto Sánchez, Manuel Chirino, etc. Tenía la impresión que la Fundación Juan March había abierto otra sucursal en la ciudad cacereña.

Al principio de la calle Ancha se anunciaba la Escuela de Bellas Artes «Eulogio Blasco» que fuera antigua casa-palacio de Ulloa. Feliz aparecía en la calle el Palacio del Comendador de Alcuéscar (como una caja de pandora convertida en parador en 1989) y la sombra evocadora de la estancia hotelera en la gótica Casa Ovando Paredes (s. XV) a su espalda. La alta virtud de la repostería resucitaba en el Monasterio de Jerónimas Santa María de Jesús, y las sabias diputaciones se acomodaban en el Antiguo convento de Santa María de Jesús.

Generoso, brillante, tras muros de piedra y arquitectura coronada de modernidad, el Museo de Arte Contemporáneo Helga de Alvear recopilaba un coro de vástagos para la posteridad. Inagotable colección de arte que me requirió dos visitas para tener una visión de las innumerables piezas minimalistas y de arte abstracto. De nuevo, me recreé con el color expandido y delicado de José Guerrero, Gerardo Delgado, Carmen Laffón, etc.

De regreso, y ante la Iglesia de San Juan Bautista, un desfile de Coros y Danzas de la Villa de Leganés, Doña Urraca (Zamora) y El Redoble se dirigían a la Plaza Mayor con ocasión del Festival Nacional de Folklore Ciudad de Cáceres. Aquellos pasos con dulzaina, gaita, flauta y tamboril, caja, pandereta y voz bajaban a unirse al hombre en la tierra, a sentir la pureza del pueblo, a calar las almas de la sequía.

Continué mi ruta. Despejado de obstáculos el perímetro, la Plaza de Santiago brindaba el músculo de la Iglesia de Santiago de los Caballeros, Bien de Interés Cultural (1949), vigorizando el alma española con sus altos contrafuertes apoyados en columnas estriadas y arcos unidos al templo. La puerta y las arquivoltas apuntadas. El alfiz enmarcando un escudo. La mano del arquitecto renacentista Rodrigo Gil de Hontañón, que había citado con anterioridad en la Catedral de Segovia, se notaba en la fábrica del templo. Si subrayaba la labor de ese artista, los altorrelieves de las calles del altar mayor abrían su huella para la posteridad de la mano de Alonso Berruguete. Saliendo del fondo del retablo mayor, la imagen ecuestre de Santiago brindaba su profundo valor. Qué armonía. Así era el retablo. Cruzaban el cielo desfilando con la Virgen escenas bíblicas que miraban atentamente las mesas procesionales de la Semana Santa (Sagrada Cena).

Instalación y videoarte en el lavadero de Malpartida de Cáceres

Museo Vostell (Malpartida de Cáceres)

Los senderos del arte volvían a estar en la tierra y se entrecruzaban en el pueblo de Malpartida de Cáceres. Allí visité el Museo Vostell (1976) del movimiento artístico Fluxus. Un movimiento sin normas ni directrices que elevaba cosas cotidianas a la categoría de pieza de arte. Lejos del mundo urbano en un antiguo lavadero de lanas (s. XVIII-XIX) y en el entorno del paraje natural de los Barruecos se exponían más de 250 obras, instalaciones, ambientes, cuadros-objetos, esculturas, pinturas y videoarte vanguardistas de increíble o dudosa emoción estética, que no se podían fotografiar. En el interior la recuperación del Lavadero acogía un Centro de Interpretación de las Vías Pecuarias y la historia del Lavadero de Lanas de los Barruecos. Apenas se movía el aire en las charcas del exterior del museo y con la luz matinal, bien cercana en los cerros del paraje natural, el silencio respetaba la creación de la naturaleza y el ruido del laboreo humano murmuraba en el interior del lavadero.

 

 

Luis Miguel Villar Angulo
A %d blogueros les gusta esto: