Mantenía mi emoción tras la observación de la colección fundamentalmente barroca de Los Pasos del Museo de Salcillo en Murcia cuando inicié mi ruta por la carretera RM15, más conocida como Del Noroeste-Río Mula, para recorrer los 74 km que me separaban de Caravaca de la Cruz en el límite con la provincia de Granada.
En aquel otoño agudo mentaba algunas poblaciones murcianas visitadas, como Lorca o Cartagena, que habían iniciado su andadura histórica desde lo alto de cerros coronados por murallas de castillos. Recordaba el enclave elevado de Cartagena con restos de un templo de la época romana y luego una alcazaba musulmana. Me acordaba de una parte de la fortaleza lorquiana donde se había construido una medina musulmana y un barrio judío. Evocaba las explicaciones de los guías y recapitulaba las lecturas de historia que mencionaban la naturaleza y función de los bastiones como sitios inexpugnables y lugares de contiendas entre cristianos y musulmanes para su dominio y posesión.
Entonces visité el recinto del castillo de Caravaca de la Cruz que tenía quince torreones y un espigón saliente. El origen de este complejo fortificado había sido musulmán; se elevaba por encima de la ciudad que tenía su cota a 625 mt sobre el nivel del mar y se accedía a la atalaya a través de una puerta orientada a poniente que comunicaba con la plaza de armas. Desde allí, se advertía la Torre del homenaje o Torre Chacona, almenada y la más antigua, junto a otros torreones de tipo circular y cuadrangular que se esparcían por el paño oeste del perímetro.
Sobre la Torre Chacona, circular, se erigía el símbolo de la cruz de origen oriental y apariencia patriarcal con doble travesaño o cuatro brazos que anunciaba la reliquia de la Cruz guardada en la Basílica del Real Alcázar de la Vera Cruz. Esta cruz simbólica de la Orden templaria la había visto antes en el monumento “Cruz Gloriosa Luz Jubilar” de la Plaza Nueva de la ciudad realzando la historia y leyenda del Lignum Crucis, como posteriormente había conocido otra astilla de la Cruz en Santo Toribio de Liébana (Cantabria).
Miraba concentrado la piedra labrada de jaspe negro de la Cruz de Caravaca, majestuosa, que ocupaba una hornacina del cuerpo superior de la fachada barroca del siglo XVIII de la Basílica-Santuario hecha igualmente en colores variados de mármol rojo y gris. La portada de los años cuarenta del siglo XVIII parecía un retablo barroco superpuesto sobre los muros de piedra caliza del edificio renacentista del arquitecto y fraile carmelita Alberto de la Madre de Dios. Observaba la puerta enmarcada por estípetes y columnas helicoidales. Una originalidad de raíces controvertidas. Por encima del arco de la puerta aparecía el escudo real, como en otros monumentos murcianos.
La iglesia construida en piedra de sillería, salvo las bóvedas, tenía líneas rectas de estilo herreriano, como si se hubiera construido en un presente dominado por líneas contenidas y funcionales. El interior atesoraba trazas de un barroco racionalista con bóveda de cañón en la nave principal y de crucería en las naves laterales. El presbiterio sorprendía por su cúpula en forma de concha o venera de peregrinación con una tribuna para romeros (Capilla de la Aparición), un observatorio en el deambulatorio de las capillas superiores para ver la Santa Cruz en un estuche con un mástil vertical de 17 cm y dos travesaños horizontales de 7 cm, el superior, y de 10 cm, el de abajo. Unas proporciones intencionadamente ajustadas. Y así los puñaditos de fieles – peregrino a peregrino, peregrino a peregrino – se llevaban la gracia del jubileo. Coincidí con una multitud de visitantes en las que apenas pude contemplar, y menos fotografiar el altar mayor, bajo la venera.
Los caminantes devotos reconocían las variantes de cruces (latina, paté, tau) según el tipo de Orden de los Templarios que representara: los sacerdotes adoptaron la cruz patriarcal como verdad y sueño. (En aquel momento recordé que el símbolo de la Tau estaba inscrito en una piedra del Castillo de los Templarios de Ponferrada). Los maestres combatieron por la defensa de los peregrinos que acudían a visitar la reliquia de la Santísima y Vera Cruz: primero la Orden del Temple que trajo la astilla y posteriormente la Orden de Santiago. En la actualidad, la “Compañía de Armaos” acompaña a la Vera Cruz en sus salidas del Santuario.
Los papas habían aireado la Sagrada Reliquia, oreando absoluciones a los fieles en siglos. Desde finales del siglo XIV distintos papas concedieron indulgencias a los fieles que visitaban la capilla de la Vera Cruz. Robada la antigua astilla en 1934, el papa Pio XII donó otro fragmento del Lignum Crucis en la década de 1940, que es la que se reverencia en la actualidad.
Lo cierto fue que San Juan Pablo II concedió a perpetuidad un año jubilar cada siete años al Santuario en 1998 y desde entonces los peregrinos convirtieron Caravaca de la Cruz en la quinta ciudad santa del orbe cristiano. Este culto originó un nuevo itinerario jubilar desde Roncesvalles al pueblo murciano. Finalmente, Benedicto XVI otorgó al templo el título de Basílica Menor en 2007.
Apoyada en el imponente edificio basilical, la Capilla del Conjuratorio destacaba en el exterior. Allí se realizaba el rito ancestral de los conjuros contra los males o como símbolo de protección trasladando el Santo Leño desde su capilla a la Capilla del Conjuratorio. Una de las últimas oraciones fue la celebrada contra la pandemia.
La ciudad se esparcía al oeste del antiguo Reino Nazarí de Granada magnificando la puesta de sol. De entre los tejados de las casas agolpadas emergía la torre y las cubiertas de la Iglesia Parroquial del Salvador. Luces de blancas fachadas y tejados con caída a dos aguas, colinas pigmentadas de sombras de nubes, y, ya en haces de calles de tonos ámbar o hummus, los caravaqueños o cruceños, abajo del castillo vivían.
Descendí hasta los Monumentos el Moro y el Cristiano (Rafael Pí Belda,1985) de la Plaza del Arco que recordaban la tradición musulmana de la ciudad, el dominio de las órdenes del Temple y la posterior de Santiago. Desde un arco de la plaza percibí la torre de cantería rematada por campanario de la Iglesia parroquial de estilo renacentista del Salvador (1534-1600) que era un Monumento Histórico Artístico de carácter nacional (1983) altamente reconocido con el Retablo Mayor o de la Purísima de estilo barroco de José Sáez procedente de la iglesia de la Compañía de Jesús, cuando esta fue desamortizada. Atravesada la entrada de la iglesia parroquial bajo un arco de triunfo y pilastras renacentistas me hallaba en un templo de planta de salón de tres naves con bóveda de crucería y siete capillas laterales.
Aparqué para una nueva visita la iglesia parroquial de N. S. de la Concepción, el Convento e Iglesia de N. S. del Carmen, el Monasterio e Iglesia de Santa Clara y el Museo Arqueológico Municipal o la fachada rehabilitada neomudéjar de la plaza de Toros construida en 1880.
Allí, donde los jóvenes y los Caballos del Vino resbalaban sobre la cuesta de la Simona, allí donde las coloristas paredes del Templete se abrían a la sombra del agua, allí cerca del portón del castillo un soplo de eternidad enjaezaba tu camino, ¡peregrino!