Diez etapas cortas definieron una jornada realmente exhaustiva de historia, yacimientos megalíticos, arte, paisaje y costumbre
1. Parque Natural de S’Albufera
Había salido temprano del hotel de la playa de Arenal de’n Castell en una mañana fresca, de cielo raso y alguna escarcha. El coche tardó poco tiempo en arrancar. El día anterior (ver el post Al Este de Menorca) me había quedado con la sensación de no haber visto suficientemente el Parque Natural de S’Albufera Des Grau. Fui a ver este sitio bucólico (Reserva de la Bioesfera, 1993) que era un hábitat de biodiversidad. Allí, el acebuchal y el lentisco cedían su sitio a los hidrófilos en las zonas húmedas. Verdeaban los pastos de la zona agrícola combinados con bosques en un equilibrio sostenible.
Mientras, las diversas especies de anátidas invernales, zambullidoras, como los porrones comunes, de colores marronosos (hembras) o variados (canela, negro y gris) en cabeza, cuello, pecho y dorso (machos) o los zampullines comunes, cortos y rechonchos, palmeaban el agua de la laguna. Una lámina lacustre de dos km de longitud y 1,5 m de profundidad espejeaba intermitentemente. El ganado vacuno contribuía a la supervivencia de las mariposas, los rebaños de corderos se movían al son de sus balidos, mientras las ovejas consumían y rumiaban en pastizales cuidados.
Las explotaciones agrícolas y ganaderas privadas tenían mucho que decir en el mantenimiento del suelo del entorno. Las recomendaciones a los visitantes sobre el ecosistema se habían publicado en paneles y folletos del gobierno isleño. Algunas normas me habían llamado la atención, como no poner piedras haciendo montones en la zona acantilada del Faro de Favaritx, que había visto remedando esculturas postmodernistas, no pasear con perros o estacionar embarcaciones en zonas marinas con posidonia. Los itinerarios estaban libres de vehículos motorizados.
Me había acercado a algunas tapias que hacían las veces de miradores para contemplar fochas comunes, el plumaje vistoso de los patos (cuchara común), las garzas reales y los comoranes moñudos. El Parque, protegido, no tenía visitantes a esa hora ni tampoco tránsito de coches o motos. Todo el entorno estaba diseñado para disfrutar de un paseo en medio del rumor de la brisa.
Después me dirigí a la concha de Es Grau, pisé el talud de arena y observé el islote Colom, que era el más grande de Menorca. Parecía una más de las múltiples playas mágicas menorquinas, corta en extensión, media luna de arena dorada y aguas marinas limpias, teñidas de añil y turquesa, porque la plataforma rocosa no arrastraba arena en la zona del freo.
Un paseo por la calle los Pescadores del pueblecito de Es Grau, conformado por un número reducido de casas bajas de color blanquecino, me había dado la sensación de verano dormido. Sabía que los niños estaban en los colegios de Mahón, distante a 7 km; que no había kayaks ni piraguas chapoteando las playas; que el taxi acuático a la isla de Colom no funcionaba; y que la cristalina Cala en Vidrier estaba a 12 min del embarcadero. Se detenían las almas. Una pareja de mayores fumaba aburridamente, sentada en un banco, con el bastón entre las piernas. Abandoné aquella hilada de casas deshabitadas como colmenas de melancolía invernal del Este menorquín para dirigirme a Fornells en el Norte.
2. Fornells
Antes de llegar al nuevo pueblo giré una visita a la Torre de Defensa. La vía de acceso estaba bien señalada en medio de un terreno pedregoso, inhóspito. Se veía la torre costera al fondo, construida en época inglesa. Tenía forma cilíndrica irregular sobre todo en la corona almenada sobre voladizo moldurado de piedra mortero con refuerzos de arenisca de principios del s. XIX. El matacán se sustentaba sobre otro voladizo sostenido por ménsulas. El interior se había restaurado para acoger un pequeño museo con piezas alusivas a la defensa. Se conocía que la planta inferior había sido un almacén, que la munición se subía por medio de poleas y que la planta artillera estaba situada en la parte superior protegida por un parapeto. Otros detalles de la Torre los había investigado previamente leyendo folletos al uso.
Desde el mirador próximo a la torre, divisaba el tráfico de pequeñas embarcaciones de pesca o recreo entre la península y un islote (Escull de Tirant) que se dirigían previsiblemente a la bahía. Al regresar al pueblo, me detuve en la Ermita de la Virgen de Lourdes, sencilla, escueta, levantada en el hueco de una cueva.
Fornells tenía una demografía que había evolucionado positivamente hasta el millar de personas en 2022 frente a los 163 hab de Es Grau del mismo año. El camino de caballos de Menorca, bien de interés cultural, circunvalaba la isla con una extensión de 185 km. Por la ruta de este pueblo algunos turistas con los hombros rectos y miradas hacia adelante paseaban monturas de alquiler a un paso relajado por caminos paralelos a la costa. El embarcadero del pueblo estaba alineado a la orilla, y las hojas de las palmeras se mecían convirtiendo el paseo en un ambiente tropical. Me aposté en un murete de una casa para ver las tímidas olas que se desvanecían al llegar a la arena.
3. Faro de Cavalleria
Había sentido un ligero cansancio y necesitaba un tentempié. Después de un breve refrigerio me dirigí al Faro de Cavalleria (30 m de altura) bordeando la bahía de Fornells hasta el extremo Norte de una nueva península. No había apenas cruce de coches por la carretera. Algunos excursionistas hacían marcha a los acantilados a juzgar por sus vestimentas. El Faro con linterna cilíndrica estaba situado en la parte más septentrional de la isla. El proyector era moderno. La linterna había cambiado su óptica desde principios del siglo pasado hasta llegar a las 22 millas náuticas de la costa emitiendo pares de destellos de luz blanca cada 10 segundos. Representaba con el Faro de Favaritx (28 m de altura) la salvaguarda de los barcos de mercancías por el norte de la isla.
4. Monte Toro
Además del faro, el mirador de caballería, asentado en un roquedo, apuntaba otros lugares de interés para el visitante. Uno de ellos era el Monte Toro (358 m) de altura baja que destacaba sobre el resto de las lomas y valles. Siguiendo el Cami de Tramuntana tardé 22 min aproximadamente en llegar al pueblo Es Mercadal, que había recibido la autorización para celebrar mercado los jueves por privilegio de Alfonso II de Mallorca en 1301.
Desde allí al Monte había una carreterita curvilínea, empinada, que la recorrí en coche en 8 min. La cima se había convertido en el promontorio más elevado de Menorca. Con seguro equilibrio descubrí paisajes neblinosos y despejados, como un oleaje que hubiera cubierto de brumosidad algunas azoteas y fachadas blancas de pueblos marineros, al tiempo que otras casas del interior estaban limpias y rasas del ambiente caliginoso.
Como otros espacios religiosos, no faltó la leyenda del toro, desvanecido al contemplar una cruz de guía procesional de monjes mercedarios, que originó la construcción del Santuario de Monte Toro. Algunas mujeres llevaban velas, otras portaban flores en dirección a la iglesia, a pesar de que su adoración en romería era cada 8 de mayo cuando los campos se preparaban para dar la cosecha agrícola. Se veían turistas con sus mochilas al hombro y lugareños que hacían piernas como una práctica habitual de subir al monte.
En las lomas se escuchaba el alborotar de algunos gorriones y se veía el vuelo corto del mirlo que salpicaba de sombras arbustos y encinares con su negro plumaje. En silencio miraba los puntos cardinales para localizar sitios emblemáticos de la isla desde la altura, que ya había visitado (Cabo de Cavallería, Torre de Fornells y Fornells) y otros que entrarían en mis futuras expediciones. Un revoloteo caótico de voladores se exhibía al aire libre (59 de las 65 especies de aves se concentraban en las zonas boscosas del cerro).
Por el lateral del Santuario se elevaban los restos de piedra de la torre defensiva (1558) tetraédrica de la antigua atalaya. Al pasar por el interior del patio contemplé una escultura de Josep Viladomat (1976). Rendía homenaje a los menorquines migrantes que se desplazaron a Florida en el s. XVIII. Además, una escultura sobre la pared recordaba a los menorquines migrantes que emprendieron su vida en Argel en el s. XVIII.
De la fisonomía marrón de los lienzos de piedra de la torre se pasaba al blanco de las paredes del templo. Al final del pasillo central del Santuario se erigía un retablo de madera con una hornacina (1679). Adorada en devoción, la Virgen Coronada había sido ungida canónicamente en 1943. Estudios científicos habían considerado original la escultura mariana que dataría entre los s. XIII-XIV. Además, algunos frescos de intensa policromía representaban alegorías de la vida monacal.
Alargada la severa figura del Salvador sobre la cima de un pedestal, la estatua del Sagrado Corazón de Jesús abría sus brazos abarcando a los habitantes en sus confines y una lápida a los pies registraba el nombre de los combatientes menorquines que fallecieron en la campaña de África (1925). En fin, un monumento que emulaba a otros monolitos que se habían construido en ciudades aprovechando la altura de sus asentamientos. Al tiempo, unas torres de comunicaciones elevaban sus ondas para información de las gentes.
5. Alayor
El sol destacaba su disco cuando recorría los 12 km que me separaban de Alayor. Me interesaba conocer los vestigios histórico-artístico que habían quedado en una ciudad que se aproximaba a los 10.000 h con vida universitaria dependiente de la Universidad de Islas Baleares. Al pasar por la Iglesia de Santa Eulàlia me adentré y tomé asiento en uno de los bancos del interior para repasar la historia de la creación del templo (1674-1690). Las arquivoltas de la fachada y el muro lateral tenían trazas góticas, pero el pórtico renacentista gozaba del esplendor de la “manera” de otros artistas (manierismo), realzado por la piedra marés. Espacioso por dentro e iluminado por un rosetón en la fachada principal en una planta de nave única, había servido de refugio ante posibles invasiones. Desde la escalinata, frente a la fachada miraba la encrucijada de calles que se abrían en abanico. En la plaza del Ramal se había roto el aire silencioso con las charlas de algunos viandantes.
6. Talatí de Dalt
Aquel día tentaba las antigüedades de la isla. No tenía práctica de arqueología. Levanté mi cabeza, miré el mapa y me dirigí hacia el este, porque cerca de Mahón había restos talayóticos que no había visto el día anterior. Se trataba del poblado Talatí de Dalt. El talayot central estaba bien conservado y los cimientos de las casas talayóticas abundaban entre los acebuchales. Después de entornar los ojos y recapacitar cómo pudo ser la vida, las creencias y los actos ceremoniales en una época anterior a nuestra era, continué el viaje a la parte meridional del centro de la isla.
Divisaba nuevas colinas de un verduzco de acebuchales, un verdoso brillante de hierba fresca, un rojizo de amapolas en hendiduras de las rocas y vivos colores de floración de finales del invierno y principios de la primavera, que tapizaban los bordes de caminos y las paredes secas de “vinagrella”. De vez en cuando algunas orquídeas silvestres salpicaban la siembra a 5 km de Alayor.
7. Torre d’en Gaumes
Como viajero sentía la boca seca, notaba que me temblaban las piernas y apretaba los ojos para alcanzar a visualizar el tamaño del imponente poblado talayótico Torre d’en Gaumes (Monumento Histórico Artístico, 1930), que era el más grande que había visto hasta entonces con una extensión de unas 6 Has. El campo lucía como una postal viva de colores. Las piedras, amontonadas, en círculos, con la letra T multiplicada en varios espacios, las entradas dolménicas, los hoyos picados, las cuevas de enterramiento y del aceite, las salas hipóstilas adosadas, las casas post talayóticas de forma circular (cercles) que requerían una visita pausada para recapacitar sobre una cultura del segundo milenio a. C. Desde los tres talayots de la parte superior de la colina y el recinto de taula, las casas del poblado descendían hacia la vertiente sur. El camino estaba bien señalizado con carteles explicativos que apuntaban los descubrimientos arqueológicos y los científicos que los habían sacado a la luz o que habían divulgado los monumentos primitivos de las Islas Baleares: G. Rosello, J. Flaquer o E. Cartailhak. El artículo de G. Rosselló-Bordoy EI poblat prehistòric de Torre d’En Gaumés (Alaior, Menorca) describía minuciosamente el conjunto y me propuse leerlo con detenimiento cuando terminara la excursión.
8. So Na Caçana
Mi mirada se perdía por el horizonte hasta que percibí la altura en piedra de la torre troncocónica de vigilancia (talayot) del nuevo yacimiento So Na Caçana de la edad del Bronce. Era tal la abundancia de construcciones megalíticas (se han enumerado hasta 32), que la isla apostaba por la candidatura de Patrimonio Mundial por la UNESCO. Los restos de diez edificios de este yacimiento fueron investigados por el Museo de Menorca (1982-1987) y de ellos dio referencia el investigador Plantalamor (1987) que lo había considerado como un centro religioso. Cuando las taulas mostraban su característica T me encontraba ante el misterio de la complejidad social de un pueblo de cultura ciclópea habitacional que se diferenciaba por la tradición funeraria.
9. Cala en Porter y Cova d’en Xoroy
Bueno – me dije, doliéndome los pies – mejor sería oler brisa marina en Cala en Porter, enmarcada en una concha rocosa, dorada la arena y transparente el agua sin oleaje. Cerca de allí, la Cova d´en Xoroi fue una visión hipnótica del mar. Perforado el acantilado de forma natural y a media altura, el balcón abierto al horizonte soleado del mediodía había tranquilizado la respiración después de subir y bajar escaleras. Sobre el mar flotaban gaviotas. Otras se posaban en busca de comida en la balaustrada de madera del balconcillo. Cerca una pareja tomaba el sol al tiempo que ella se daba crema en la piel apostando por un verano en ciernes, y a disfrutar.
10. Basílica Paleocristiana de San Bou
Luego de un aperitivo y un rato de ocio en el ambiente musical de la cueva, emprendía una nueva etapa a la Basílica Paleocristiana de San Bou. Enfrente de la orilla de la playa de San Bou, dentro de un murete levantado para preservar las piedras amontonadas de una basílica, tuve que hacer serios esfuerzos mentales para recomponer imaginativamente la planta de tres naves y alzado del templo (s. V-VI) con pórtico y vestíbulo, y que los arqueólogos habían trazado en un cartel informativo. La plataforma rectangular del fondo estaba destinada al altar y la cabecera. Cerca había algunas zonas de enterramientos y restos de vida monacal.
Movía para atrás el túnel del tiempo para reconstruir las imágenes de creyentes y de una arcana emanación de cenicientos monjes que se evadían mirando las olas de la playa cercana. Atesoré en un instante el aroma fluido que se desprendía de las crestas blancas de las olas y del efluvio de la vegetación, amordazado por el salitre de las destartaladas piedras. Y avancé hacia el coche dispuesto al merecido descanso en Arenal de’n Castell a 21 km de distancia.