Laredo tenía timbrado el escudo heráldico municipal con la corona real española. No me había fijado en el escudo hasta que percibí una torre semejante a la Torre del Oro sevillana. Poco a poco fui descubriendo que era un reconocimiento a los marineros que rompieron las cadenas del puerto de Sevilla con 16 embarcaciones construidas en los astilleros de pueblos cántabros (Santander, Castro Urdiales, San Vicente de la Barquera y Laredo). Por aquella época, Laredo era la capital de las Cuatro Villas de la Costa de la Mar.
Era el año 1248 cuando Fernando III con la audacia de Ramón Bonifaz conquistó Sevilla. Por las ondas del azur del escudo heráldico de Laredo tres barcos bordeaban la Torre del Oro. Tantos años visitando y veraneando en aquella villa y no había reparado en esa efeméride histórica.
Las estancias veraniegas en Laredo se circunscribían a disfrutar de las dunas y arenales y pasear o bañarme por la extensa playa La Salvé. Sí, había recorrido esa curvilínea playa, que parecía una J invertida, desde el antiguo puerto El Canto hasta El Puntal. En los últimos años, mi “cuñao” nos llevaba a ver las puestas de sol sentados junto al Camping Playa del Regatón, en la Ría de Treto.
En Agosto el sol languidecía en su arco de poniente hasta que se escondía por la isla de Montehano dejando una silueta apenas perceptible del Monasterio de San Sebastián de Hano. Apurando la vista hacia el sur veía el Puente de Treto (1905) de doble arcada metálica que definía las aguas de la ría de Limpias. Discurrían por debajo las aguas de una ría cuya nomenclatura se dividía en Limpias y Treto.
La bajamar ofrecía una lámina extensa de arena fina que acariciaba el parque natural de las Marismas de Santoña, donde las garcetas comunes, gaviotas patiamarillas, martines pescadores, ánades azulones, frisos europeos, cisnes vulgares, etc. se confundían en sus cortejos de andares y vuelos cortos en busca de crustáceos, moluscos, anélidos y peces. En el crepúsculo regresábamos a casa en coche, mientras unos caballistas seguían de paseo con sus monturas por los senderos de arena.
El pueblo en verano era bullicioso y multitudinario. El acceso a la urbe veraniega desde la A-8 lo hacíamos habitualmente a través de una rotonda donde estaban ubicados distintos supermercados hasta alcanzar la Av. de Francia. Recorríamos el paseo marítimo con parsimonia hasta alcanzar la zona más movida del Parque De los Tres Pescadores por los eventos que allí se programaban, y que en un futuro incluirá un puente-pasarela entre la zona urbana y el entorno natural.
En aquel lugar se concentraban algunos monumentos que recordaban la memoria colectiva del pueblo. De pie en un bronce desgastado, cesto en cabeza y vestimenta rota por el viento, se rendía homenaje a la planchonera (1991) “por encarnar los valores de trabajo, sacrificio y alegría natural de la mujer pejina”. Era posible que se mantuvieran oficios de mujeres conserveras y adobadoras, pero parecía muy difícil el trabajo de las cesteras y desmalladoras por los cambios sociales en los hábitos de consumo. Las mujeres pejinas habían sido la condición social más humilde de Santander. Pero esa situación sombría afortunadamente ya eran hojas caídas en el tiempo.
El escritor y escultor cántabro José Ramón Gómez Nazabal había elevado a una pejina (oficio de sardinera que compraba el pescado recién desembarcado y luego lo revendía), a la condición de sardinera, como otras estatuarias que sirvieron el mismo motivo en Santurce o Gijón. Mientras el madrileño José Espinos Alonso, trabajador del hierro, latón y plata, había esculpido los Tres Pescadores en hierro forjado en 1962 para la “Plaza de los tres pescadores”.
Cuando íbamos en coche llegábamos por la C. el Puerto hasta el aparcamiento cubierto del puerto deportivo. A la derecha un escarpe del monte Atalaya hacía de muro. A la izquierda una peineta en forma de teja de hormigón albergaba la zona pesquera. Un peinecillo de 1043 amarres deportivos de vela y motor junto a 200 plazas estiraban un largo espigón en la marina seca. La bocana de 70 m de anchura abría las fronteras de hormigón en rebeliones de espuma al mar abierto. Imaginaba cómo habría sido el puerto real en el siglo XV cuando traficaba con Europa y las Indias.
Entonces reflexionaba sobre el coronel y gobernador cántabro José de Escandón cuando fundó la provincia Nuevo Santander en 1746 (que actualmente ocupa el estado mexicano de Tamaulipas) y posteriormente se levantó la villa de Laredo (1755) en Texas (Estados Unidos), separada por el río Bravo de Nueva Laredo (México). La vida puso laredanos separados por auroras tras un inmenso océano.
La construcción y reconstrucción de viviendas era febril en un pueblo que perdía su referente pesquero en favor del sector servicios. De la transformación de la anchoa había pasado a ser Capital de la Costa Esmeralda para el disfrute de sol y playa del turismo nacional e internacional. Cada veraneo de los múltiples vividos observaba un mayor número de grúas estáticas de construcción.
A mí me gustaba atravesar caminando el túnel horadado bajo el monte de La Atalaya (El Túnel), cuya sensación de humedad y abrigo agradecía en los días calurosos. Después de unos 220 m recorriendo el túnel bien iluminado y coloreado en ondas marinas veía el mar bravo con oleaje y corrientes que azotaban frontalmente promontorios pedregosos. Silencio de los turistas en el mirador del Abra en la playa de la Soledad para escuchar el rugido del mar ante la puerta del túnel. Eran aullidos de rocas desconocidos en el paseo de La Salvé. Aquí la arena era fina y dorada. Allí el litoral se deshacía en harapos de pedruscos y grava negra.
Desde la dársena antigua subí a la Puebla Vieja atravesando la puerta del Merenillo. Aquella era un recinto amurallado con funciones defensivas, jurisdiccionales, fiscales y de control de las epidemias con un entramado de 15 puertas y seis callejuelas situadas junto a la iglesia dedicada a Santa María de la Asunción (s. XIII), patrona de la villa, de estilo gótico, cerrada cuando fui a visitarla (fuera de las horas de culto).
Erigida en la parte más alta, conservaba – pasado el tiempo – el recuerdo de las tres arquivoltas del arco apuntado de la portalada meridional. Levantada en el trascurso de siglos, la torre-campanario y otros elementos arquitectónicos se habían construido en el s. XVI. Constituía, asimismo, el segundo recinto amurallado que circundaba la iglesia.
En silencio resonaba en mi memoria el escudo heráldico laredano, porque la bóveda de la nave de Belén, junto a la nave de la Epístola, tenía colgados eslabones de las cadenas que rompió Ramón Bonifaz en tiempos de la conquista de Sevilla durante el reinado de Fernando III de Castilla, el Santo.
La citada iglesia conservaba resonancias históricas por los tránsitos de la familia de los Reyes Católicos: su hija Juana I de Castilla tras 17 días en la villa partió a Flandes a desposarse con Felipe I de Castilla, apodado el Hermoso, y Catalina de Aragón hizo lo propio con el príncipe de Gales. En el puerto desembarcó Carlos V procedente de Flandes que acudía diariamente a los oficios en el templo. Asimismo, su hijo Felipe II desembarcó en el puerto después de algunas campañas militares. Además, el templo poseía piezas artísticas de indudable valor como el Retablo de la Virgen de Belén con la imagen de la Virgen amamantando al Niño (Virgen de la Leche).
Una placa en la fachada de la Casa Torre que fue del Condestable de Castilla en la C. Merenillo alojó a huéspedes reales: la Reina Isabel la Católica, su hija Doña Juana en 1496, Catalina de Aragón en 1501 y el emperador Carlos V con sus hermanas Doña Leonor de Francia y Doña María de Hungría en 1556, como rezaba en otra lámina. Construido el reducto en sillería y mampostería, ahora – recrecida la casa- tenía dos alturas sobre planta rectangular. Uno de los balcones testimoniaba que estaba ocupada por vecinos a juzgar por la colada que colgaba de un tendedero. Un trampantojo simulaba la imagen coloreada de Doña Juana de Castilla, cuando recorrió la zona en 1496, cerca del arco de la muralla interior.
Hacía tiempo que no caminaba por la calle San Martín de las de pavimento de granito, casas antiguas unifamiliares de piedra en el primer suelo, medianiles y traseras de mampostería, voladizos pronunciados, balaustradas de hierro, casonas con escudos de armas como la de D. Pedro Sisniega Cachupín (s. XVII) o la Casa Torre Villota Del Hoyo (conocida, también por Casa de Revellón (s. XV), y supuestos pleitos por las construcciones de nueva planta y reedificaciones de edificios, que parecían ser relativamente frecuentes en las Cuatro Villas.
Un pasadizo elevado marcaba el alto de la cuestecilla del paso aduanero con la Puerta de San Martín o de la Virgen Blanca (s. XIII) y el cruce con otras callejuelas de similar apariencia donde se avecinaban corrillos de gente adulta (¿sería porque esperaban ver la luna llena, redonda y blanca en las noches de plenilunio desde la puerta también llamada Blanca?).
Los veladores de algunos bares, mesones, bistrós, pizzerías, pubs o bocaterías, anunciados con rótulos en placas, estrechaban las callejuelas, como la Ruamayor o San Marcial hasta que desemboqué en la Plazuela Cachupín para detenerme frente a la Casa Palacio de Zarauz de balcón corrido y cuatro arcos con piedra de sillería. No tenía desperdicio anotar el escudo heráldico saturado de atributos militares, como correspondía al lugar donde vivió el Teniente general de artillería, D. José Benito Zarauz. Estaba en los extramuros de la Puebla Vieja de donde partía el camino de Castilla.
Un bronce dedicado a Carlos V de rodillas, situado junto al Ayuntamiento, recordaba al emperador cuando arribó por última vez al puerto cántabro para retirarse, abdicar de sus títulos y refugiarse en el Monasterio de San Jerónimo de Yuste (Cáceres) (1556) con un canto de indudable humildad: «SALVE. MADRE COMUN DE TODOS LOS MORTALES A TI VUELVO DESNUDO Y POBRE, DEL MISMO MODO QUE SALI DEL VIENTRE DE MI MADRE. RUEGOTE QUE REÇIBAS ESTE MORTAL DESPOJO QUE TE DEDICO PARA SIEMPRE Y PERMITE DESCANSE EN TU SENO HASTA AQUEL DIA QUE PONDRA FIN A TODAS LAS COSAS HUMANAS”.
Mi “cuñao”, setero de vocación, conocedor de pescados, nos llevó a visitar el Mercado de la Esperanza de Santander para conocer los puestos de mariscos y pescados, degustar posteriormente la estrella de la gastronomía cántabra que eran las rabas de Santander en la terraza del Café la Catedral, a los pies del monumento catedralicio de la Asunción de Nuestra Señora.
Eran las rabas sabrosas tiras o anillas de cuerpo redondo, tentáculos cortos y gruesos, enharinadas y fritas en aceite bien caliente más pequeñas que un calamar alargado y más grande. Después de comer el menú del día en el Hotel Bahía, paseábamos por los Jardines Pereda y visitábamos, entre otras exposiciones, la presentación Yo también vivo bajo tu cielo de Shilpa Gupta en el Centro Botín construido por Renzo Piano.
No nos resistimos de comprar unas panderetas de anchoas artesanales y unos tarros de lomo de bonito del norte en Conservas Ave María de Santoña. Reconocíamos desde nuestros estudios de Bachillerato la patria chica del cartógrafo y maestre de la nao Santa María, Juan de la Cosa. La revolución, anchoas en mano, se produjo cuando el italiano Gianni Vella Scatagliota después de 1883 popularizó la industria de la anchoa sobando y cubriendo con mantequilla los filetes de bocarte y posteriormente con otro cubrimiento de aceite de oliva. De este modo, el proceso de salazón pasó a la soba de la anchoa fileteada significando con ello uno de los pilares del desarrollo industrial del pueblo.
Al pasar por el Puente de Treto paramos en Colindres. Paseábamos por el espigón en Calle La Mar. Todos los pueblos que miraban a la ría habían creado su velado puerto para el atraque de embarcaciones de recreo. Caminando por el Parque de Viar nos detuvimos delante de la fachada del Ayuntamiento del laredano Gonzalo Bringas Vega, modernista de estilo europeo, con desiguales penachos de ola, círculos en cornisas, hojas fibrosas y placas esquineras. Para alegrarme más de otra de sus obras, recordaba mi visita al Palacio de la Magdalena de Santander, donde había recibido enseñanzas en un curso de verano.
Cerca de Laredo había un pueblo que según mi “cuñao” tenía un restaurante aparente para comer pescado. Estaba en Liendo a 8,6 km de Laredo. Al pasar por la N-634 paramos en el Mirador de Laredo que ofrecía vistas panorámicas de la villa, su playa, la torre y cubierta de la iglesia de Santa María de la Asunción y el monte Buciero de Santoña. Estacionado el coche cerca de la Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción (s. XVI), Bien de Interés Cultural, en el Barrio de Hazas, reparé en el pórtico con arcadas de su fachada sur y la torre-campanario de estilo renacentista, mientras que la cubrición de las bóvedas de crucería era de estilo gótico.
Con cierto esfuerzo logramos llegar al Restaurante la Sidrería. De ambiente rústico, típico de una sidrería, comimos pescados propios de la zona para el mes de agosto. Probamos, entre otros, el Pez de San Pedro, semigraso, desagradable a la vista en el mercado por su aspecto aplanado y su boca protáctil, pero cotizado cuando se servía a la plancha. A la salida recordábamos con nostalgia el restaurante El Ojo del Abrego de carta abierta de guisos y postres de Liérganes, donde teníamos cita todos los veranos, y que nos parecía incontestable.
En bastantes ocasiones nos habían hablado de la celebración de la “Batalla de Flores”, como parte de las fiestas de “La Anunciación”, patrona de Laredo, que se exaltaba en cada último viernes de agosto desde 1908. Se celebraba un desfile de carrozas con flores naturales temáticamente decoradas. Declarada de Interés Turístico Nacional los laredanos competían ante una muchedumbre de espectadores nativos y foráneos que fotografiaban con dispositivos móviles el espectáculo visual, sonoro y aromático de las carrozas por el circuito de la alameda de Miramar.
Siete cuadrillas y trece carrozas (nueve grandes y cuatro pequeñas) desfilaron en la edición 113 de agosto de 2024, que ganó en la categoría grande la carroza titulada “Una y mil veces”, inspirada en la película y personajes del Rey León de la asociación de carrocistas “Mi vida Loca”, mientras que en la sección infantil dominó ‘Tweety’, después de que todas dieran dos vueltas al circuito. No llegué temprano al desfile, así que en lugar de distinguir las carrozas de la batalla de flores vi innumerables palos selfie con soporte para teléfonos que intentaban captar los detalles de los personajes de las carretas.
Al día siguiente las 200.000 dalias, claveles y clavelones chinos de algunas carretas se habían marchitado. Otros carruajes estaban desflorados y los pétalos de las margaritas teñidas que el día anterior sembraban las calles de colores, se habían convertido en hojarasca.
Había sido una batalla de arte efímero. Había durado pocas horas. Meses de planificación de los bulbos de las dalias. Flores que se transformaban y desaparecían tras un desfile, desde los ramilleros del clavelón hasta el último figurante de la cabalgata. Los materiales eran perecederos, desde el corcho sintético y los clavos al papel y las flores. El proceso de construcción y clavado de una carroza era larguísimo y solidario. El producto finalizaba en la noche mágica. Todas las carrozas tenían una intencionalidad conceptual. Evocaban cuentos infantiles en un contexto de tradición histórica popular.
Hice una reflexión plausible de mi visita a esta batalla floral sobre la impermanencia, la belleza episódica de lo fugaz, la innovación sensorial y la creatividad colectiva y solidaria de este pueblo.