Viso del Marqués.
No podía imaginar que para visitar el Archivo General de la Marina en el Viso del Marqués tuviera que atravesar una carretera con cerros y lomas, ocultos entre alcornoques, encinas y robles. La travesía de la Mancha por la A-4 merecía una desviación al oeste por la CM-4111. A partir de Almuradiel, me separaban 32 kilómetros para llegar al Viso del Marqués. (Antiguamente, el pueblo estaba situado en el Camino Real que comunicaba la Corte con Andalucía, Toledo-Granada).
Comenzando cualquier viaje desde ese Archivo la ciudad costera más cercana distaba unos 300 kilómetros. Tenía una explicación el emplazamiento histórico del Archivo que comprendí cuando me situé en el siglo XVI y recordé que el Capitán general del Mar Océano y de la gente de guerra del reino de Portugal de Felipe II había sido Álvaro de Bazán. Un retrato de esta figura egregia realizada por Rafael Tegeo, copiado de otro anónimo, se encontraba en el Museo Naval de Madrid. (Otra vez, un museo de la marina se encontraba en una provincia del interior. Menos mal que el Museo Naval de Cartagena (1986) hacía honor al espíritu náutico en un punto costero).
Palacio del Marqués de Santa Cruz.
La brillante carrera militar de la familia Bazán había tenido reconocimiento con el título nobiliario del Marquesado del Viso por Felipe III en 1611 a favor del napolitano Álvaro de Bazán y Benavides, II Marqués de Santa Cruz de Mudela y I Marqués del Viso y Grande de España. Éste era hijo del granadino Álvaro de Bazán y Guzmán, I Marqués de Santa Cruz de Mudela, que había recibido el título a propuesta de Felipe II en 1569.
Tenía suerte de estar leyendo unos apuntes del autor Juan del Campo Muñoz sobre el Viso del Marqués que contenía la historia de la villa y una descripción de sus monumentos importantes. En la apretada genealogía del Marqués de Santa Cruz, refería el autor del libro las hazañas de guerra del noble caballero Alvaro de Bazán y Guzmán: la batalla de Lepanto, la toma de la plaza de Túnez, la expedición a Portugal y la toma de la ciudad de Lisboa, el combate de San Miquel de Azores, etcétera.
No en vano Cervantes trazó su valor en Don Quijote: “Tomóla la capitana de Nápoles, llamada La Loba, regida por aquel rayo de la guerra, por el padre de los soldados, por aquel venturoso y jamás vencido capitán don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz”. En la lápida que presidía su enterramiento en la Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción se narraban sucintamente sus batallas y victorias.
Sobrio por fuera, el Palacio era un edifico de dos plantas que rememoraba la arquitectura de estilo italianizante, que algunos habían emparentado con el Palacio del Príncipe (Andrea Doria) de Génova. Nadie sospecharía el agolpamiento colorista de las paredes y techos del interior.
El edificio renacentista (1574-1588) todavía pertenece a la familia Bazán que lo alquila al Archivo General por un billete antiguo de una peseta al año. ¡Increíble alquiler! El napolitano Álvaro de Bazán y Benavides no había olvidado la teatralidad de los palacios del siglo XVI donde los arquitectos marcaban su profesionalidad humanista en el lenguaje arquitectónico.
Lo que importaba a los arquitectos era mantener el culto por el conocimiento y la razón, mientras que los pintores seleccionaban motivos paisajistas y literarios que dejaban plasmados en escenas mitológicas, batallas navales y siluetas de ciudades. La decoración de los palacetes genoveses empleaba técnicas que realzaban el color. Mientras, la construcción utilizaba materiales diversos de azulejería, rejería o escultura que adecuadamente tratados dejaban ver la finura de los artesanos en el labrado de la madera tallada, la sutileza de color en los estucos y la habilidad combinatoria en la taracea marmórea.
Este fastuoso Palacio había sido proyectado por “Bergamasco” en 1564. Como Monumento Nacional (1931) era un icono para el pueblo de la provincia de Ciudad Real que registraba 2298 habitantes en 2019.
Traspasada la puerta principal en forma de arco de medio punto y dos grandes columnas de orden dórico, un balcón con balaustrada se apoyaba sobre la cornisa. Cuando me asomé al balcón, la estatua erigida en honor del afamado Marqués vigilaba la entrada del Palacio con sus dos cañones navales desde un pedestal de la plaza del Pradillo. A partir del vestíbulo se veía la escalera al fondo que conducía a la planta alta del edificio a través del patio interior.
Me llamó la atención el amplio zaguán del palacio con el techo pintado que representaba un Neptuno como dios de las aguas, para que no se olvidara la vocación marinera del Marqués. El resto de las cartelas y lunetos representaban distintas escenas mitológicas.
A partir de este vestíbulo, los ocho mil metros cuadrados de pinturas al fresco se cubrían con multitud de escenas de la mitología, vistas de ciudades, historias y pasajes bíblicos de autores italianos. La galería baja aumentaba el equilibrio con pilastras de orden dórico. Miraba incansablemente pasajes de la Odisea en la Sala de clasificación, la paz de sabinos y romanos en el Comedor, la conquista de Portugal en la Sala del mismo nombre y luego subía lentamente por la escalera para no perder detalle. La escalera había impresionado a Felipe II, al punto que le había encargado al Bergamasco la escalera principal de un trazo similar con frescos para El Escorial, según rezaba un escrito en un azulejo de la escalinata.
Los rellanos y las bóvedas raptaban nuestra atención como las Sabinas. Las pechinas de la galería alta reflejaban jornadas victoriosas como la de Túnez. En la puerta del Oratorio estaba el fanal de la Loba. (El fanal de la Loba, navío insignia de la batalla de Lepanto de 1571, coronaba la popa de la galera. Una copia hecha en metal sobredorado, vidrio y madera se hallaba en el Museo Naval de Madrid en 1945). Luego aparecían las Salas de los Linajes con los ascendientes familiares ilustres, la Saleta del Olimpo, la Sala de las cuatro estaciones, el Salón de Honor con grandes chimeneas, la Sala de Argos, y saletas y cámaras del Sr. director. En algunos casos, los frescos con trampantojos simulaban esculturas o elementos decorativos inexistentes.
No visité la Capilla-oratorio con la imagen venerada de la Virgen del Rosario que acompañó a Don Juan de Austria en la batalla de Lepanto y el Jardín que dejaría para otra visita, porque no era capaz de discriminar tantas imágenes de tan suntuoso colorido.
Mientras salía, recordaba los honorarios de galeote de Miguel de Cervantes en la expedición de la batalla de Lepanto, las imágenes de las maquetas de las galeras de vela y remo y las de otros navíos de guerra de la época (fragatas y bergantines).
Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción.
Inapreciable el estilo gótico tardío de este templo en el exterior, su interior estaba salpicado de algunas curiosidades. Desde el sacristán de la iglesia que acompañaba a los turistas tocando piezas de música religiosa en el órgano a un cocodrilo del Nilo disecado que había traído Don Álvaro de Bazán de una de sus expediciones africanas. El retablo era sencillo y de proporciones armoniosas. Las nervaduras cruzan tramos de las bóvedas del templo. La advocación de la Virgen de la Asunción se remontaba al siglo VI. La lápida y la sepultura de Don Álvaro de Bazán, Primer Marqués de Santa Cruz refería las virtudes de un hombre que «peleó como caballero, escribió como docto, vivió como héroe, y murió como Santo en Lisboa en 1588».