La visita a Utrera (Sevilla) había sido turbadora. Ahora tenía tiempo de recordar el camino romero a Consolación, y de escuchar el lenguaje y sones de escogidos campaneros. Allí había grabado el don de poetas, el romance en el pecho de cantaoras de mestizaje cultural; allí había escuchado la cubrición y explotación en boca de criadores de ganado bovino de toro de lidia; allí habían feriado comerciantes, campesinos y habían bailado flamencas con los últimos astros del otoño, y los marineros habían despedido occidente con la roja luz del sol. En esa campiña se palpitaban sensaciones religiosas y se recordaban emociones artísticas. En la antigua aljama había cerrado los ojos por sus callejuelas pulcras de nula oscuridad, y a media mañana había aplanado mostachones en mi paladar.
Estaba delante del Santuario de Consolación de Utrera. Miraba con luz de mañana la fachada principal manierista de dos cuerpos para averiguar las imágenes religiosas anónimas alojadas en hornacinas casetonadas, examinar los frontones partidos, curvos y rectos, y desentrañar arriba en la cumbre la azulejería policromada con iconografías místicas. La torre campanario rematada con un chapitel cerámico era “alta y ligera”, según un poema de José María Pemán. Estaba a oscuras la nave del Santuario mudéjar del siglo XII que había pasado a manos de los Padres Mínimos, pertenecientes a la Orden fundada por el ermitaño San Francisco de Paula en el siglo XV.
En medio de las dos columnas de mármol blanco del atrio que sostenía el techo de madera del coro veía lejano el retablo mayor barroco de 15,55 m de altura y 12 m de ancho ejecutado en madera. El retablo se había levantado entre 1703 y 1713, coincidiendo con los años de mayor esplendor de la antigua romería de Consolación. Estaba adornado con cuatro columnas salomónicas, episodios de la vida de Jesucristo en la parte inferior y otros aspectos de la existencia de los monjes Mínimos en la parte superior. Terminado el retablo, los utreranos habían celebrado el acontecimiento con una corrida de toros. Recientemente, el retablo había tenido una reintegración volumétrica y cromática por valor de 700.000€.
Traspasados los tramos de arcos fajones de la nave que sustentaban el artesonado de lacería mudéjar de 1578, apenas percibía detalles en los zócalos perimetrales de azulejos en relieve de los muros laterales. Los lunetos de la bóveda del crucero y la linterna de la cúpula daban una tímida luz que reposaba en el Camarín de la Virgen. Los visitantes subíamos ordenados al Camarín curioseando la hermosura de las imágenes coronadas de la Virgen y el Niño. En los corrillos se oían cuchicheos sorpresivos. Nadie se podía remover. Todos mirábamos la Consolación, patrona de Utrera, bajo un dosel con plateados destellos. La imagen era de autor desconocido y había sido coronada canónicamente en 1964. Recientemente se había hecho una exposición del tesoro de la Virgen de Consolación y su relación con la náutica, las romerías y las órdenes religiosas.
Esta Virgen había llegado a Utrera en 1507 y Antonio de la Barreda consiguió permiso papal de construcción de una ermita en el campo, a una “legua” del pueblo. A partir de 1565 se empezó a celebrar la festividad de la Virgen de la Consolación en el mes de septiembre. Desde el Santuario, la festividad de la Virgen y la feria se extendieron por la campiña. La creencia en los milagros de la Consolación había llegado a muchas cabezas utreranas y forasteras del otro lado del mar dejando testimonios de cuadros antiguos y paneles con exvotos en una dependencia detrás de la Capilla mayor, sobresaliendo un barquito de oro y cristal de roca de 12,5 cm de altura y 8,5 cm de anchura que portaba la Virgen en su mano derecha y que la imprimía leyenda marinera. Esa colección de exvotos – la más grande de Andalucía – tenía registradas 1626 piezas en el año 2001, de las que 411 tablas habían sido de tipo pictórico.
Los murmullos de los visitantes continuaron en el paseo de 22 minutos desde el Santuario al Ayuntamiento para visitar el salón árabe auspiciado por Enrique de la Cuadra. Allí, el silencio se hizo súbito. Los rostros se miraban entre sí. El alcázar o palacio combinaba espejos, yeserías y estucos que avivaban los arcos de herradura de las estancias neomudéjares de la casa palacio de los condes de Vistahermosa y marqueses de San Marcial, construido inicialmente en el siglo XVII. Posteriores modificaciones habían convertido el edificio en sede del Ayuntamiento utrerano. Combinaba elementos arquitectónicos de varios países, desde mármoles de carrara a maderas nobles que enriquecían los salones (Japonés y Azul) y un Jardín Romántico que rompía los parterres y los juegos de simetría. El interior tenía los detalles de un coleccionista de ejemplares bellos, raros y curiosos, y sobre los muros colgaban cuadros del pintor sevillano de estilo costumbrista Eduardo Cortés y Cordero.
No era vano entrar en el Hospital de la Santa Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, el Hospitalito, lindante con la Iglesia de Santiago el Mayor, que tuvo un camino incierto desde que doña Catalina de Perea y López de Carrizosa lo fundara en 1514 por una bula del papa León X con estatutos dependientes del Vaticano. No era superficial la visita de una residencia de ancianos sin recursos – una de las más antiguas de España – atendida por las Hermanas de la Caridad, porque sin temblor en su gobernanza había salido ilesa del proceso de desamortización del innombrable chiclanero y liberal Mendizábal allá por 1836. Visitaba con respeto el patio de estilo andaluz decorado con azulejería recargada de motivos mudéjares y renacentistas, la capilla hospitalaria del siglo XVII de una nave con cúpula apoyada sobre pechinas y un retablo mayor con imágenes en las que destacaban la Virgen de la Salud, la sala de juntas con retratos de fundadores y patronos, y la sala de enfermos en una gran nave cubierta de bóveda. Había amor en este Hospitalito. Y si no, que se lo pregunten a los 13.000 utreranos que habían nacido en este recinto hasta 1977.
La portada Del Perdón (1525) que veía, ¡ay campanero!, tenía tres cuerpos en la Iglesia de Santiago (1490), robusta en su torre, abocinada en el arco carpanel de estilo gótico isabelino, arco de triunfo hecho de cantería y mampostería, famosa por el carillón de San Pedro (1493) de 690 kgs desde el segundo cuerpo con otras dos campanas de volteo (Nª Sra. De la Alegría y Santa Bárbara (La Esquila). Las cúpulas de las capillas de la epístola, de barroca azulejería, y portada neoclásica nunca habían sido plaza de jinetes de campanas. Luego había puesto la vista en la nave de salón con arcadas ojivales, columnas y nervaduras que fabricaban un techo estrellado; a ti, ¡campanero!, emularon alarifes de todas las edades, enganchados a un andamio del crucero para levantar la cúpula neogótica delante del retablo mayor. No había respetado el hado de la eternidad la iglesia y el terremoto de Lisboa (1755) había echado más cenizas sobre los muertos. Ahora, ¡campanero!, a tu iglesia parroquial de Santiago, Bien de Interés Cultural, Monumento Histórico-Artístico (1977), la vecina gente la refería admirada cuando te enganchabas la soga al contrapeso a redoble vertiginoso en un día callado, y un eco apenado reclamaba para ti, ¡campanero!, reconocimiento inmaterial de la Unesco.
Al pie de la alta torre de la Iglesia de Santa María de Mesa de piedra de sillería, cantería y ladrillo se levantaba un templo gótico de cinco naves, Bien de Interés Cultural, Monumento Histórico-Artístico (1979). Torre-fachada levantada a tramos que había tenido en Hernán Ruiz el Joven su alivio de remedar a la Giralda en la piedra con hermosos jarrones de lirios. Si el terremoto de Lisboa (1755) había desmoronado el granito, la torre había ganado dos cuerpos para su consuelo. En estilo barroco había rematado su confín nativo. Templo que se alzaba sobre pilares en crucerías sexpartitas, y una cúpula sobre oficiosas pechinas entretejida. Entretanto abocinamiento de intradós, volaban la Asunción de la Virgen en el tímpano y vivas cabezas de querubes en su entorno que en sus dichas daban licencia a dos tondos de las enjutas para que unos actores sostuvieran mazas con ceño y desaliño. Ardía el aire matutino, cuyo esplendor encendía la clavería de bronce de bisagras y puerta, rareza en Andalucía. Sereno el Retablo Mayor (1662) con relieve calmado de la Virgen, mientras el martirio de los santos locales, Esteban y Artemidoro, habían cedido a su destino. En aquella iglesia todavía redoblaban los ecos de un insigne aparejador vasco – Martín de Gainza – de cuyo numen había salido la Puerta del Perdón de visos renacentistas y del utrerano Miguel Ruiz que diera al barroco un norte fijo.
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El ancho centro urbano se llenaba de paseantes. En la calle Clemente de la Cuadra había parado ante la Iglesia de San Francisco, que atendía al gusto de la congregación de los jesuitas de fecha 1652, tras observar su estilo manierista, aunque resonaba a más elaboración artística la portada desde la Plaza del Altozano. No chirriaba a rumor callejero el patio con cancela de la Casa de la Cultura de la calle Rodrigo Caro por donde se abría la formación al pueblo mudo y atento y el arte empujaba el último aliento pictórico adornado.
El olor se mantenía inconfundible al pasear por cualquiera de las torres de molinos que en los siglos XVII y XVIII habían poblado de tolvas pulmón la molturación de la aceituna. Para este bien de campo la técnica fenecía y otras prensas exprimían el jugo de la oliva en almazaras ausentes. El Pasaje del Niño Perdido tenía resonancias judías por el entramado urbanístico del callejón. Una calle que había fluctuado desde sinagoga y centro comercial a hospital y centro de expósitos, incluso cementerio. En la actualidad alojaba establecimientos de restauración. Deambulaba gente de tímida presencia, arrastrada por el recuerdo impulsivo del flamenco romántico que rítmicamente obedecía las armonías de Enrique Montoya en la Plaza de la Constitución. Por el contrario, nadie paraba al lado de la Iglesia de Santa María para reconocer al sacerdote y abogado Rodrigo Caro y su poesía arqueológica: «Estos, Fabio, ¡ay dolor! que ves ahora / campos de soledad, mustio collado…».
Caminaba por la Calle Ponce de León después de haber visitado la Iglesia de Santiago, rozando las puertas gemelas de la fachada lateral de la Iglesia del convento de la Purísima Concepción de Carmelitas Calzadas (1891). Eran puertas de medio punto como un yugo amoroso. No accedí a la nave de estilo mudéjar, aunque estaba seguro que en el coro bajo se escucharía el eco de San Juan de la Cruz: «En una noche oscura, / con ansias, en amores inflamada, / ¡oh, dichosa ventura!/ salí sin ser notada/ estando ya mi casa sosegada».
La Torre de la Alhóndiga de la calle Las Mujeres cercana a la Plaza del Altozano tenía su fachada neoclásica engalanada de blancura que los aceituneros recolectores habían turbado su serena mansedumbre en la antigüedad. Los árabes habían construido el Castillo de Utrera en una loma. Estaba en la mandorla mística del pueblo: Parroquia de Santiago, Convento de la Purísima Concepción y Hospital de la Sta. Resurrección de Ntro. Sr. Jesucristo. Era una caperuza con muchas almenas y una Torre del Homenaje desmochada que databa del siglo XIII.
La inteligencia que el orbe movía a la celeste Vía Augusta procedente de Cádiz para hacer el Camino de Santiago por Alcalá de Guadaira había llenado los oídos de romeros aficionados escuchando la esencia flamenca trina de Bambino, Fernanda y Bernarda. Yo me habría sentado con ellos en cualquier lugar de la calle Nueva para que los llantos de sus voces cantados a Consolación hubieran sido paces bañadas en sonrisas.