Perelada, más que un festival, por Luis Miguel Villar Angulo.
Semejante a los pueblos antiguos, amurallados, de callejuelas peladas, porticadas, de piedra vista, así era la gerundense Perelada. Su antigüedad se remontaba más allá de la era cristiana, y su notoriedad provenía de un castillo que los vizcondes de Peralada decidieron construir fuera de los muros de las ciudad, una vez que el antiguo de 1285 fue derribado en las luchas con los franceses.
Antes de entrar en el Castillo, la placidez otoñal de la villa dejaba al descubierto la Plaza Grande de la que irradiaban las vías de comunicación a la muralla, al Portal del Conde, y por curiosidad al Puente del Palacio, que distaba a poca distancia. Algunos ventanales de edificios en estilo gótico añadían un ambiente medieval al recorrido.
La Iglesia Parroquial de San Martín tenía un marcado aire de robustez para ser de finales del siglo XVIII, aunque con vestigios de siglos pasados. La plaza como las callejuelas adyacentes estaban medio vacías y silenciosas.
Faltaba poco trecho para llegar a la plaza del Carmen donde como visitante no podía sustraerme a la contemplación del Convento del Carmen, extramuros, construido en el siglo XIII y restaurado en el siglo XIX por los Condes de Peralada, que te hacía recordar el trasiego de los frailes carmelitas y los cambios de propiedad desde que sufrió la guerra de los Pirineos.
Como en una crónica de sucesos, el convento pasó por tantas vicisitudes de cláusulas de recesión y dilemas, entre ellos la aciaga desamortización de Mendizábal de 1836, que el espectador afortunadamente no percibía cuando miraba el estado actual las peripecias y transformaciones habidas por los antiguos usuarios desde la llegada de la orden mendicante: el artesonado pintado con ingenio sobre las vigas de enlace mantenían su valor primigenio oculto tras una bóveda de la iglesia gótica, como el ábside con vidrieras reconstruido al estilo gótico o el rosetón bajo la entrada principal. También gustaba el claustro, siempre con un enhiesto ciprés, como el cantado por Gerardo Diego para el ciprés de Silos.
Desde el Convento se esparcía el barrio judío hacia el muro, al lado del Puente del Palacio… que también regulaba el acceso de los habitantes al barrio a toque de campana y a través de un portalón.
El castillo, inicialmente construido en el Siglo XIV, se transformó en un château con funciones de residencia al estilo francés por los condes de Rocabertí en 1875. A este castillo se añadieron jardines y un parque (“lo Bosch del Comte”) con 158 variedades de plantas y árboles (magnolios, pinos, cipreses y una encina de más de doscientos años) y cigüeñas blancas, diseñado todo el ambiente inicial por el arquitecto paisajista francobelga François Duvillers, creando de este modo una infraestructura que posteriormente desembocaría en un espacio para el ocio y festivales (posteriormente se añadió a este espacio el Auditorio del Festival Internacional de Música).
Transformado el castillo medieval en un edificio fortificado de apariencia defensiva, cubiertas parcialmente las paredes de hiedra, me pareció este indicio una apuesta por un diseño de castillo de cierto estilo europeo, cuya silueta caracterizaba el festival de música veraniego las más de las veces.
A partir de 1923, un joven industrial y coleccionista barcelonés, Miguel Mateu Pla, recordado entre otras cosas por la construcción de automóviles deportivos Hispano Suiza, instaló importantes colecciones de esculturas, retablos, tapices y muebles en el Museo del Castillo, antiguo Convento del Carmen. De la importancia de la biblioteca subrayaría el hecho de que albergaba aproximadamente 70.000 ejemplares, con códices miniados, manuscritos góticos, etc., y unos 100.000 volúmenes para investigadores.
El Museo del vidrio y la cerámica contenía la mejor colección de vidrio de España con más de 2.500 piezas que recorrían todas las épocas desde el periodo egipcio a otras de las fábricas más reconocidas de Venecia, Silesia, Bohemia y la Granja de San Ildefonso. Guardados en vitrinas los objetos, sorprendían no solo la rareza de los utensilios (botijos, copas, sacaleches, almarrajas, etc.), sino también el límite de la mirada del coleccionista. Igualmente llamaba la atención la colección cerámica de distinta procedencia (Talavera, Manises, Triana, Reus, etc.) y la originalidad de las mismas, como las mancerinas mexicanas, así como las más de 2.000 monedas de la colección numismática.
En la actualidad el Castillo mantenía viva una importante bodega, cuya tradición se remontaba al siglo XV. El Museo del Vino contenía 750 herramientas bodegueras, cuando los frailes carmelitas irradiaban el cultivo del vino. En el aire poco denso de las cuatro salas de la bodega de 4.500 barricas se elaboraba el cava artesanal Gran Claustro.
Terminé mi visita mirando la botella que el guía llevaba en la mano esperando que un día pudiera degustarla en un mes de agosto escuchando un recital de la soprano rusa Olga Peretyatko, como el celebrado en el Festival de Peralada 2016.
Sin embargo, y ojeando con detenimiento las hojas de mis recuerdos, saludé que la villa de Perelada fuera más que un festival en el Alto Ampurdán.