CU de la US
Luis Miguel Villar Angulo

Osuna, Villa Ducal donde la muerte era renacimiento.

Donde el Panteón de las casas ducal de Osuna y Condal de Ureña de 1545 aludía a muerte y la Capilla del Santo Sepulcro exaltaba el Renacimiento. Aledaño a la Colegiata – Insigne Iglesia Colegial de Nuestra Señora de la Asunción, declarada Bien de Interés Cultural en 1931, las manos de portentosos arquitectos dejaban caer luz sobre líneas rectas y volúmenes cúbicos en planos ilustrados a escala de unos panteones transformados en el siglo XX por Jacomo Gali.

Panteón

En las cenizas del estilo tardo-gótico flamígero penetraba el arte ecléctico del plateresco tallando elementos vegetales, llagando el granito con festones y agitando el estuco con criaturas fantásticas en estruendo y dolor. Lo presentía tras cruzar la Puerta de acceso al Panteón. Las columnas de mármol blanco de la Capilla del Santo Sepulcro sostenían arcos escarzanos. Las yeserías de las bóvedas abundaban en composiciones de casetones de plenitud misteriosa. Unas figuras eran de alabastro (Virgen de Trapani), otras de madera (Apóstol Santiago) o de barro cocido (San Jerónimo penitente), junto a retablos con relieves (Entierro de Cristo de Roque Balduque, 1550), y pinturas.

San Jerónimo penitente, S. XVI

Cristo Portacroce (Luis de Morales)

Un óleo que no había olvidado era el Cristo Portacroce atribuido a Luis de Morales, pintor de clara raigambre extremeña que había exaltado el Cristo de la Columna, una obra manierista alojada en el Museo Catedralicio de Plasencia. Aunque artificioso el cuadro, la afligida figuración de Cristo invadía el ánimo del espectador. Allí los miembros de los fundadores de la familia Osuna descansaban en rígidos enterramientos del Panteón.

Colegiata

Ya fascinaban en esa época por la Baja Andalucía el purista Diego de Riaño con obras reputadas en Sevilla (sobresaliente la creación del Apeadero y la Sala Capitular del Ayuntamiento), y otras magnas construcciones citadas en este blog: Iglesia de Santa María de la Asunción (Arcos de la Frontera), Iglesia prioral de Santa María de la Asunción (Carmona). A su vera, el aparejador Martín de Gaínza, igualmente relevante en el levantamiento de la Capilla Real de la Catedral de Sevilla y el Hospital de la Sangre (actual Parlamento de Andalucía), lucía su competencia.

Había veces que el conocimiento de la autoría de la Iglesia Colegial de Nuestra Señora de la Asunción, erigida en Colegiata por Paulo III en 1534, se quebraba como un vaso. Los académicos revelaban los creadores de la iglesia con indicios traídos por la afinidad de estilos de arquitectos que albergaban saberes abundantes de su tiempo (Juan Gil de Hontañón o Bernardo Rosellino).

Puerta del Sol

Fuera, en el imafronte de la Colegiata, a los pies de la nave central y al caer la luz de poniente, los sillares de piedra caliza porosa de las canteras locales encendían las figuras del frontón triangular con óculo flanqueado por ángeles, el arco abocinado  de medio punto adornado de flores y cabezas de querubines, las pilastras de fuste labrado y columnas corintias, los medallones y el friso de alto relieve de la Puerta del Sol (1535), ajenos los ángeles que sostenían el escudo de la familia Girón a los tañidos del reloj de la torre desnuda de elementos iconográficos de tipo heráldico o eucarístico. Era una de las tres puertas de la Colegiata, sin duda la más elaborada, realizada según los cánones de Diego de Riaño, pendiente de documentación histórica,

Las iglesias como las cosas venían cuando tenían que venir. Desde el hastial (1531) a la terminación de la cúpula barroca (1721) por Fernando Alonso habían transcurrido casi 200 años. Este dato era la tercera parte de los 632 años de construcción de la catedral de Colonia. No sabía si los ursaonenses o los miembros de la familia ducal habían perdido ilusión por la construcción de la Colegiata o si el gusto por los estilos gótico-mudéjar, renacentista y barroco había dejado un templo de música inaudible a favor de alguno de esos estilos, pero la casa de Osuna y las diferentes autoridades eclesiásticas habían tenido manos abiertas y súbitos vuelos de coleccionista para poblar la Colegiata de soberbias obras de arte que en su presencia acabada daban consuelo de eternidad.

Cuando visité la Colegiata por última vez ya estaba todo dispuesto. Me había acercado al espectro de la vida religiosa, a la llamada Ruta de Pasión de Andalucía. Las bóvedas de crucería marcaban detenidas la cúpula sobre pechinas de la Colegiata. El retablo de la Capilla mayor era una valija de destellos barrocos en dos cuerpos presidido por la Asunción de la Virgen de Juan Bautista Finachet y rematado por un Calvario. Del presbiterio caminé a ver la Capilla de la Inmaculada Concepción (1771) en el lado de la epístola, bajo la cual se encontraban enterrados los rectores de la Universidad de Osuna. Un retablo situado en el lado derecho mostraba el Cristo de la Misericordia de Juan de Mesa de 1623, escultura realizada tres años después del Cristo de La Buena Muerte de la Hermandad de los Estudiantes de Sevilla.

Capilla de la Inmaculada Concepción
Cristo de la Misericordia (Juan de Mesa)

Sin descanso, miraba de reojo los dos púlpitos rojos de 1776 y me percataba del apostolado incrustado. Seguía moviendo la cabeza para integrar con la vista el retablo de la Capilla del Sagrario con tablas góticas de 1532 de Juan de Zamora. Me ensimismaba con la obra de José de Ribera que repartía luces y sombras en el cuerpo del Cristo de la Expiración de la Capilla de la Antigua con piadosas mujeres en éxtasis místico. El lienzo Martirio de San Genaro de Frabizzio de Santafede del s. XVII vinculaba Osuna con Nápoles, no solo por la temática y el autor del cuadro, sino también por la familia de la exvirreina de Nápoles, duquesa de Osuna, que había donado la obra a la iglesia de la hacienda familiar.

No pude escuchar timbres, tonos y volúmenes del órgano, porque no había acto litúrgico que lo requiriera, pero las vicisitudes habidas con la caja, consola y rango de tuberías para su ubicación en la pared parecían dignas de una novela mal escrita. Estaba vuelto a las capillas que llenaban los lados del evangelio y epístola entre columnas, y contemplaba una Dolorosa, enmarcada en una rocalla, y otro Crucificado mirando al cielo que desconocía su autoría, y venían despacio acompañantes de Jesús camino del Calvario en un cuadro anónimo, y una Piedad asía clemencia en un suntuoso retablo barroco en la capilla de Santa Ana o del Duque, y el Martirio de San Sebastián rompía en torsión y dolor, y la capilla de la Virgen de los Reyes recibía una imagen serena, y el retablo de Juan de Zamora enmarcaba pinturas bajo doseles dorados, y un Descendimiento tenía figuras afligidas en un paisaje innombrado y raro.

Me había metido de lleno en la Sacristía para ver las piezas religiosas del museo que desplegaba otra donación de cuadros de Pedro Téllez-Girón y Velasco Guzmán y Tovar, III duque de Osuna, para la Colegiata. Unas creaciones de José de Ribera, el Españoleto, pintor de carne y hueso que trabajaba en Nápoles. Llevaban sus obras por títulos San Sebastián, San Pedro penitente, San Jerónimo y el ángel del Juicio, y El martirio de san Bartolomé, que junto a El Calvario de la iglesia ofrecían una muestra importante de sus claroscuros. Regresando a atribuciones recientes, un San Francisco de Asís se inscribía en la gubia de Martínez Montañés. Bajo un artesonado de azulejos, las vitrinas mostraban piezas seleccionadas de arte sacro.


San Jerónimo y el ángel del Juicio (José de Ribera)
San Francisco de Asís (Martínez Montañés)

Dejaba atrás lo más alto de la colina desde la que se dominaba el pueblo. Una ubicación de la iglesia próxima a la Universidad y a los restos del castillo de los condes de Ureña que amarilleaba al atardecer y dejaba traslucir cierta humedad en los muros de la sombría.

Monasterio de la Encarnación

Monasterio de la Encarnación. En este cenobio se podían averiguar los rastros de la vida interior de las monjas Mercedarias Descalzas desde que Catalina Enríquez de Ribera, duquesa de Osuna, patrocinó el cambio de función del inmueble en 1626. La metamorfosis de muchas biografías que lo habitaron desde el antiguo Hospital de la Encarnación creado en 1549 al colegio de la compañía de Jesús y posterior monasterio permanecían en la zona más remota de la vida contemplativa de las seguidoras del fundador de la Orden, San Pedro Nolasco. Unas monjas de clasurura que habían seguido las directrices del Concilio de Trento, continuaban regidas por la regla de San Agustin y constituciones propias y emitían votos de castidad, pobreza, obediencia y clausura.

Eran cinco los monasterios existentes en España de las Mercedarias Descalzas: Santiago de Compostela, Toro, Marchena, Osuna y Arcos de la Frontera. Precisamente, de este último Monasterio solo había podido ver la fachada y el olor a la respostería que con tanta habilidad trabajaban las hermanas. Esa vida fraternal y claustral, de oración, trabajo y alegre sacrificio no se percibía en la lacónica fachada de ladrillo del edificio con espadaña y una campana instalada en 1747. Las 16 religiosas entre los 20 y los 90 años (seis españolas, ocho colombianas y dos kenianas) acababan de clausurar el Año Jubilar por el VIII Centenario de la Orden de la Merced (2021) manteniendo el carisma de la redención de cautivos por la oración en la iglesia de planta de cajón de una sola nave y capilla mayor con bóveda en el presbiterio. Desde el compás la voz suave de una hermana había dado la bienvenida a los visitantes.

Los dulces conventuales de las Mercedarias Descalzas de Osuna (almendrados, tortas de limón, roscos de vino, etc.) habían formado parte de la emoción contemplativa de las monjas reposteras pero también del turista cuando escuchaba sus voces suaves en el torno revestido de cenefas de azulejería. Había traspasado la puerta entre pilastras y zócalo partido del Monasterio para adentrarme en la iglesia. El retablo principal disponía a la Virgen de la Merced en una hornacina y un relieve de la Anunciación de la Virgen María en el ático. Antes del hundimiento de la bóveda, la imagen de la Virgen de la Merced, restaurada, que se hallaba a los pies del templo en el lado del evangelio había presidido el retablo mayor. Se sabía que el retablo barroco había sido obra del tallista ursaonés Francisco María de Seba entre 1716 y 1717, y que había sido dorado en 1761 por 17.950 reales.

Me había olvidado del nombre de  los santos enmarcados por cuatro columnas salomónicas del retablo mayor, pero ese detalle de conocimiento no impedía que me ensimismara con la cúpula sobre pechinas que tenían escudos y con las cenefas de yesería barroca que recubrían la bóveda de cañón y la cúpula. Recorriendo las capillas laterales del lado de la epístola no perdía detalle del Cristo de la Misericordia dorado en 1749 por 64 reales, o paseaba despacio para captar todos los detalles del zócalo de azulejos sevillanos del siglo XVIII en el claustro con arcadas sustentadas por columnas de mármol formando una doble galería.

El setecientos había sido una época pujante en Osuna por el poder de los terratenientes y el estamento eclesiástico. La Corona había estimulado la política cerealista y el agro estaba en auge. Los conventos habían florecido (había 14 o 15 hasta finales del s. XVIII). Las clases sociales pudientes decoraban sus edificios con azulejos de los ceramistas trianeros convirtiendo a la villa ducal en un museo de azulejería sevillana. .

El zócalo del Monasterio de la Encarnación, preservado gracias a la clausura, tenía un carácter popular. La temática iconográfica, profana, repetía el asunto de la montería combinada con escenarios como la Alameda de Hércules sevillana, alegorías de los cinco sentidos y de las estaciones, pasajes bíblicos de Sansón y Dalila, pares de damas y caballeros, y la comunidad de las monjas mercedarias en su templo. La perspectiva de la Alameda sevillana, remodelada en la realidad en 1764, había sido un lugar de paseo en el siglo XVIII. Los azulejeros hicieron una composición en perspectiva muy ajustada al natural. Los colores predominantes de los dibujos del zócalo eran “azul cielo y azul zafre, ocre claro y tierra, amarillo dorado, anaranjado y verde musgo”.

Aunque algunos rincones del monasterio estaban vedados al visitante, la galería de fotos mostraba espacios recoletos de autorrevelación de una comunidad contemplativa detrás de las rejas.

Calle San Pedro. Cilla del Cabildo Colegial. Palacio del Marqués de la Gomera con capilla privada.

Osuna era una villa ducal. Había exhibido el prestigio de la nobleza y terratenientes en el diseño de una nueva estructura urbanística y en la recreación arquitectónica de edificios civiles y religiosos al gusto del renacimiento y posterior barroco. Este cuidado de la planimetría lo había comprobado en casas palaciegas que habían marcado el devenir urbanístico de villas y pueblos españoles como Alba de Tormes, Arcos de la Frontera, Lerma, Montblanc, Gandía o Pastrana.

La nobleza había sido la protagonista del cambio estético y de la configuración barroca de la villa ducal de Osuna. Los poderosos de la tierra habían manifestado su poderío social y económico construyendo grandes palacios y cambiando el interior de templos. Tras el enriquecimiento por la posesión de tierras y cosechas, los dueños habían perseguido además la posesión de títulos nobiliarios. Entre las calles Sevilla (Casa de Govantes y Herdara) y San Pedro (Palacio de Casa-Tamayo, Cilla del Cabildo Colegial) se habían asentado las oligarquías locales en edificios habitualmente construidos con sillares de arenisca, portadas labradas de piedra caliza de dos plantas y articuladas por cierros de hierro forjado. En la calle San Pedro se habían levantado cuatro casas solariegas de estilo barroco en el siglo XVIII destacando sobremanera el Palacio del Marqués de la Gomera con su capilla privada o la representación de bulto redondo de la Giralda, Santas Justa y Rufina y las jarras de azucenas en la Cilla del Cabildo Colegial. Era una de las calles más bellas según la Unesco. Una calle apta para la realización de películas, favorecida por la proximidad a la Plaza de toros (Carmen’, de Vicente Aranda).

Museo Arqueológico Torre del Agua. Jinete a caballo. Toro ibérico. Ánfora romana.

Leía las piezas del Museo Arqueológico Torre del Agua como un viaje de ida y vuelta. Un viaje de ida que implicaba esencialmente el conocimiento de diversas culturas – ibérica y romana entre ellas – donde se alojaban restos y artefactos que descubrían por encima de todo la vida cotidiana desde la prehistoria a la época romana. La cerámica y los relieves ibéricos – un jinete a caballo representaba la heroización del guerrero ibérico -, los vidrios, capiteles, basas, ánforas y aras romanas, los ladrillos visigodos (siglos V y VII) con inscripciones griegas, las abundantes piezas de tierra o cerámica estampadas con sellos “terra sigillata” de época romana, las colecciones de monedas – algunas acuñadas en Osuna – de un incipiente comercio de bienes o los registros epigráficos en tablitas de bronce de la segunda mitad del siglo I en las que se manifestaba el poder de la ley del imperio romano en la Colonia Genua Iulia (La Lex Ursonensis). Todos los vestigios daban voz a los objetos. Parecía un viaje de ida de piezas ordenadas cronológicamente en cuatro salas superpuestas en dos plantas de la Torre del Agua que había sido parte del sistema defensivo de la ciudad en época almohade (siglo XII) y posteriormente reformada por los calatravos (siglo XIV). Un viaje de ida por distancia, muerte y acabamiento de culturas, que dejaba en Osuna y en el Museo Arqueológico Nacional espejismos de alarifes, hombres tañendo el cornicen, mujeres tocando el aulós y comerciantes. Un viaje de convergencias de tiempo, vida y muerte donde la vida corriente había sido frágil e inconsistente. Asimismo, un viaje de vuelta que era la recreación y salvación de la infancia nada altisonante de Osuna que no decepcionaba al visitante al contemplar un espacio hechizante de los gestos y vaivenes de sus habitantes.

Cerro de las Canteras

Lo que quedaba en el exterior de color albero de edificios civiles, religiosos y de la plaza de toros de Osuna era el esfuerzo de sillareros que habían despellejado las estribaciones de la Subbética con cortes regulares de 60 centímetros de largo, 15 de canto y 25 de peralte a golpe de espiochas en el sustrato rocoso de areniscas calcáreas. El lugar se llamaba el Cerro de las Canteras usado por poblaciones turdetanas (íberas) en el siglo V a.C. El IV Conde de Ureña había incrementado la extracción de piedra en el siglo XVI hasta su paralización definitiva en 1966.

Los jardines del coto del Cerro de las Canteras habían tenido muchas intervenciones del ursaonés Francisco Valdivia Gómez desde esculturas de un león y un carnero a la entrada presidida por dos altorrelieves que rememoraban la figura ibera del Cornicen perteneciente a una escena de un monumento funerario depositada en el Museo Arqueológico Nacional.

La cueva excavada tenía 1.800 metros cuadrados. En la actualidad era un espacio escénico multiusos – el auditorio natural mas grande de España -, con techos ennegrecidos por el tueste de semillas de girasol y relieves recreados de la antigüedad junto a enseres de cantería.

Busto de Francisco Rodríguez Marín. Ermita de san Arcadio. Iglesia de Santo Domingo. Iglesia de San Carlos el Real. Torre del Agua. Torre de la Colegiata.

Las fachadas de las casas se inflamaban de velas blancas mientras crecía la sombra en la cima de la colina de las piedras. Era la luz del otoño que dibujaba la silueta de la Universidad y de la Colegiata. Era la hora del cansancio y de la meditación del poeta Francisco Rodríguez Marín delante de la ermita de San Arcadio. Era la espadaña de la Iglesia de Santo Domingo, en decorados ventanales, prietos los muros, alzada sobre cúpulas en capillas laterales. Era la quietud de la torre enhiesta de la iglesia de San Carlos el Real sobresaliendo para mirar a los campos desde la altura. Eran las chumberas con sus paletas ovales que rotaban esperando pétalos y frutos. En ese desvarío regresé a Sevilla antes que la sombras lucharan con la tarde y me olvidara de Osuna, Villa Ducal donde la muerte era renacimiento.

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Luis Miguel Villar Angulo
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