En la primavera de hacía seis años, repetía la excursión a La Unión desde La Manga del Mar Menor, donde transcurría el arranque del itinerario. Según mis planes, el relato del pueblo minero pasaba por el tamiz de mis recuerdos que trataban de imponerse en el desorden del magma de cuevas y minas que había conocido. Durante los 17 minutos de conducción por la carretera MU-314 y F-43 me habían asaltado imágenes agazapadas en mi memoria remota como si fueran episodios del presente. La organización episódica de las situaciones vividas había dependido más de los lugares visitados que del tiempo transcurrido. Antes de que los recuerdos se hubieran sumergido en las aguas fangosas del pasado, me había propuesto
Un posible comienzo:
Había recordado el pico y la maza de minero del escudo de las Minas de Riotinto. Había evocado con intensidad las minas a cielo abierto de Cerro Colorado dedicadas a la extracción de cobre con una concentración de sulfuros masivos. Había reconocido la faja pirítica ibérica cuando cruzaba el puente onubense sobre el río Tinto. No había bajado a ninguna cueva. Sin embargo, había guardado la visión de la sima de 230 m de profundidad, el trenecillo turístico de 12 Kms que discurría paralelo al río Tinto y el Museo Minero de Riotinto «Ernest Lluch» abierto en 1992 que había popularizado la mina. Abandonada a un destino inapelable de desindustrialización, las Minas de Riotinto habían creado tímidos servicios, infraestructuras y equipamientos para reivindicarse como un destino turístico.
Mientras conducía en dirección al pueblo de La Unión, aparecían colores y pigmentos sorprendentes en el paisaje minero. También extrañaba los colores rojo, amarillo, ocre… cuando reconstruía las imágenes de la chimenea, casa máquina y cabria de los conjuntos del Pozo nº 4 y del Pozo nº 5 de la cuenca hullera de las Minas de la Reunión – declarado Bien de Interés Cultural – en Villanueva del Río y Minas.
Los recuerdos de asentamientos, infraestructuras, explotaciones e industrias eran viejos, como las cabrias de hierro, altas y rugosas, con luz de atardecer decadente, que se confundían en las chimeneas de la Mina Las Angustias de Linares o aquellas otras que veía desde el tren al pasar por la cuenca hullera de Puertollano. Imágenes que creía olvidadas aparecían fulgurantes en pocos segundos de parpadeo: la caminata por la explotación minera romana de oro que había transformado el paisaje áureo otoñal de Las Médulas en Ponferrada o el largo recorrido por la “catedral subterránea de la sal de Polonia” iluminada en destellos de rituales cristianos en la Mina de Sal (Wieliczka).
En los pantanos de mi memoria, junto a noticias de bienes culturales, recordaba el Patrimonio del Mercurio. Almadén e Idrija, que había ganado merecido reconocimiento como Patrimonio de la Humanidad desde 2003 por ser las minas más antiguas del mundo en la extracción del mercurio. Sabía que se podían visitar los pozos, los edificios y las instalaciones, en particular, el baritel de San Andrés con su majestuoso malacate, que era la capilla sixtina del patrimonio minero, y un cabrestante o torno movido por caballerías semejante al que existió en la Mina de Sal.
La actividad museística en torno a las minas se había desarrollado en casi todas las instalaciones abandonadas del orbe. Seguía conduciendo por la carretera murciana y me había chispeado el recuerdo del museo de ciencia y tecnología de Munich que guardaba una exposición permanente con reproducciones de minerías y de utensilios de excavaciones. Allí había visto la primera reproducción de las cuevas de Altamira de Santillana del Mar, y con las piezas archivadas del museo muniqués se había iniciado la arqueología industrial allá por 1906.
Cuando circulaba por la RM-F42 había visto una señal a la derecha que indicaba el centro de interpretación Mina de las Matildes, situado a pocos kilómetros de la ciudad murciana La Unión. El paisaje campestre cambiaba a trechos por las cortas mineras, las bolsas de lodo y las escombreras o terreras onduladas de colores metálicos. Había llegado a La Unión de 19.000 habitantes que era un municipio resultado de la fusión de pequeños caseríos secesionados de Cartagena en 1868, desde la originaria localidad de Portmán, que conservaba un museo con restos de minería y de fundición de minerales de la época romana.
Había subido a la famosa Mina Agrupa Vicenta, premiada su rehabilitación sostenible por el Colegio Oficial de Ingenieros de Minas de Levante, a través del parque minero, después de sortear varias curvas y cotas de nivel con lechos de desperdicios de las industrias extractivas. Era una mina visitable para turistas desde 2010. Allí se iniciaba la Carretera del 33 para la explotación de las minas de plata, plomo, hierro y cinc de la sierra que comunicaba la boca de la mina con el puerto de Portmán, itinerario que no llegué a recorrer. La zona tenía restos arqueológicos e ingenios mineros esparcidos por el paisaje como el Horno de tostación y otros depósitos.
La oscuridad dominante en el filón descendente excavado de la mina de bajo contenido en galenas fue determinante para su abandono, dada su escasa rentabilidad. Accedí hasta la cámara principal de 5 m de altura y 25 pilares de mineral para contemplar un lago de aguas rojizas que me recordaban el curso del río Tinto. En el interior, una pequeña musealización con efectos audiovisuales y maniquíes hacía más vívida la experiencia minera. Incluso contaba con un escenario para representaciones flamencas, como había visto en otras grutas naturales (Cueva de Nerja).
El museo minero de La Unión, compuesto de cinco espaciosas salas, se encontraba ubicado en la modernista y achaflanada Casa del Piñón de 1905, que servía a su vez como Ayuntamiento, con una cúpula metálica debida a Gustave Eiffel. Guardé silencio en la calle porque el nuevo Museo Minero situado en el edificio del Antiguo Liceo de Obreros estaba en rehabilitación.
Cuando las minas habían sido la promesa de un futuro social y económico de estas tierras ocres sin un árbol, por un instante pensé en las condiciones de vida de los trabajadores de manta y chambergo. Había puesto el dedo en la llaga del incipiente desarrollismo al conocer la sobrexplotación obrera de niños de ocho años que en 1865 ponían sus manos y pies en las minas durante doce horas, cargaban zurrones de carbón de 20 kg y envejecían a corta edad. Había leído las letras pardas de los folletos turísticos apoyado sobre una pérgola de hierro forjado desde el mirador de un altozano y no daba crédito a la contratación de niños, llamados gavias, que junto a peones y vagoneros cobraban los jornales más bajos, frente a picadores con perforadoras, picadores con barrena a brazo y pedriceros entibadores de interior, y por supuesto con respecto a maquinistas de extracción y motoristas del exterior de la mina en el año 1923 (Victoria, 1983, p. 203). En fin, había entendido el nacimiento de la conciencia de clase, el asociacionismo sindical, las huelgas y las disputas entre sindicatos por la defensa de la clase minera.
Bajaba al pueblo, hurtando la cara al sol, y llegué a la puerta del Antiguo Mercado Público construido en 1907, Bien de Interés Cultural (1975), que había concentrado innumerables mendigos en las escaleras de la puerta principal en los años veinte del siglo pasado. Tenía el edificio una techumbre digna de la mejor arquitectura modernista realizada en hierro, piedra y cristal por Víctor Beltrí.
La construcción albergaba las actividades del Festival Internacional del Cante de las Minas, cuya primera edición fue en 1961, con palos flamencos propios, que obedecían a distintos tipos de compases o jonduras, como las difíciles y profundas tarantas, que evolucionaron a mineras, junto a otros cantos. El flamenco ahondó en la gente desde la venida de cantaores andaluces como mineros a trabajar en los yacimientos del entresiglo XIX-XX. La declaración del flamenco por la UNESCO patrimonio cultural inmaterial de la Humanidad había valorizado los Cantes Mineros y de Levante, que incluía 59 ganadores de la Lámpara Minera hasta 2019. Allí, sin ir más lejos, recordaba el compás de la cantaora y logopeda María José Pérez, ganadora de La Lámpara Minera de 2015, con su voz limpia y exultante compostura.
Desde la calle Mayor miraba el Monumento homenaje a los mineros de la Sierra Minera de La Unión-Cartagena de Esteban Bernal con fondo del Antiguo Mercado Público. Cargados de simbolismo, el minero y el cante jondo estaban apostados en la misma calle. Continué mi paseo hasta la Parroquia de Nuestra Señora del Rosario, cuya cúpula destacaba desde el mirador de La Unión por sus tejas de mármol azul y su torre campanario, advirtiendo la devoción de este pueblo por la Semana Santa, con imágenes señeras como el Cristo de los Mineros o la Virgen del Rosario, patrona del pueblo.
El reloj de la espigada torre marcaba una hora inverosímil de regreso a La Manga. Después de dar varias vueltas a la plaza contemplando el edificio de la Parroquia Nuestra Señora del Rosario de estilo ecléctico supe que
El pueblo minero y el tiempo pasado
Quizás sean, ambos, flamencos en el tiempo futuro
Y el tiempo flamenco estaba contenido en el tiempo de la mina.
Si todo el cante flamenco es eternamente un palo minero
Toda La Unión es un cante de letra minera irredimible.