CU de la US
Luis Miguel Villar Angulo

Al Este de Menorca

Ruta: Es Castell, Talayot de Trebucó, Binibeca, Fortaleza de La Mola y Faro Cabo Favarix (Menorca)

Bajo una luz primeriza de invierno, que parecía una cortina de vapor de agua en el rocío blanco de la mañana, me había evadido de Mahón para revisitar el Museo Militar an la Plaza de la Explanada de Es Castell, a 4,2 km. Tenía el edificio un vago esplendor de planimetría cuartelaria propia del siglo XIX, cuando las tropas de los ejércitos abandonaron las casas particulares y se alojaron en edificios distantes de los núcleos urbanos. La plaza parecía un enorme patio interior de un convento que iluminaba temporalmente la fachada de la Prefectura de la Policía Local, mientras las fachadas de las restantes pandas de la plaza esperaban los rayos del sol. Todas estaban revestidas del mismo color rojo coral con marcos blancos en puertas y ventanas.

Prefectura de Policía Local. Es Castell

Después de haber atesorado el aroma salado de la cercana Cala Colb, avancé por el Camí de Gracià hasta el Poblado Talayótico de Trepucó, del tamaño aproximado de cinco campos de futbol (49.240 m2). La taula de la construcción talayótica destacaba su T del muro pedregoso perimetral, dispuesto a marcar un asentamiento que se remontaba cientos de años antes de nuestra era. Me acerqué a un talayot circular para ver las piedras apiladas “en seco”, que se levantaba como un atalaya de sólida apariencia, a pesar de no estar unidas las piedras calizas por ningún tipo de argamasa. Los antiguos moradores del poblado tenían que atravesar la fúnebre torre para practicar sus ceremonias en el interior. Trucadas las atalayas, las ruinas de los muretes de este como de otros poblados, que habían dado guarida a rituales ceremoniosos, se repetían a lo largo de la isla.

Taula y talayot del Poblado de Trepucó

A 8 km de Mahón, unas casas homogéneas de veraneo de un blanco tiza que se tornaban en un blanco roto invernal se alineaban en la playa de arena dorada y aguas de azules turquesa y marino de Binibeca. El paisajista Frances Poch Romeu  había recreado el pueblo en sus óleos, como Salvador Dali hizo lo propio con el pueblo gerundense de Cadaqués. Las callejuelas estrechas de Binibeca tenían el trazado de muchas poblaciones andaluzas: esquivaban el sol en calles soportaladas, miraban el flanco sur del Mediterráneo desde balconadas de madera, se abrían en recoletas placitas y una aguja a manera de torre de iglesia señalaba el punto más alto de las cubiertas aplanadas. Una metáfora aproximada del pueblo podría ser: blancas paredes reflejadas en aguas cercetas en el bullicio de pieles tostadas. Crucé la ciudad por la mañana sin agobio de turistas. Las azoteas no estaban entoldadas. Pocas personas estaban sentadas en las terrazas de sus casas leyendo, tomando un brebaje o fumando al amparo de los tejaroces de las fachadas. El sol se apetecía. El silencio, más. Como viajero, no quería cansarme dando vueltas por las calles. Lo mejor era coger la mochila y conducir en dirección al castillo de La Mola.

Calle de Binibeca

Atravesando la ciudad de San Luis, fundada en tiempos de la dominación francesa, distinguí las aspas y el capuchón de uno de los molinos harineros característicos de la ciudad del s. XVIII (Molí de Baix). Sin parar, me planté en el Castillo de La Mola en media hora.

Las primeras horas de la tarde serían. Había pasado mediodía sin comer todavía. Enfrente del castillo se veía la bahía de Mahón, en particular, la isla de Lazareto. Atravesado el portón de entrada que recordaba la existencia de un puente elevadizo que había cruzado un foso, había un patio central. Multitud de broqueletes blanquecinos en flor y matorrales sobre terrenos pedregosos calizos, acompañaban las ruinas de la penitenciaría y otros edificios de la muralla de planta irregular con torres y almenas. Distintos pabellones semiderruidos advertían la decadencia de la penitenciaria. Se alzaban los desnudos paramentos de los pabellones apoyados en sillares en el exterior, y alineadas las abigarradas dependencias del interior de las murallas oscurecidas por el paso del tiempo. Era como una alargadísima muralla protegida por un profundísimo foso anclado en un antiguo castillo medieval del siglo XIII que almacenaba años de servicios diversos desde que se construyó en 1852 hasta que cayó en desuso en tiempos de Isabel II (1875). Gestionado el recinto por dos empresas para disfrute turístico, después de dos visitas realizadas en años distintos, seguía llamándome la curiosidad la posición estratégica de la artillería que controlaba el acceso al puerto y protegía la ciudad de posibles ataques. (En aquellos momentos recordaba los meses en que estuve de prácticas de la milicia universitaria en el cuartel de San Roque de Cádiz. Aunque hice un esfuerzo por comprender cómo habría sido la vida corriente de los soldados en las distintas épocas: romana, almohade y cristiana, siempre pensé en el sacrificio personal de los soldados, el aprendizaje socializado y el mando unívoco del gobernador de la plaza).

Fortaleza de la Mola. Base Naval de Mahón 

Quería dar una vuelta por las instalaciones del Cañón Vickers Armstrongs (1933) de procedencia inglesa en la Fortaleza de La Mola. Este cañón era uno de las 18 unidades adquiridas en tiempos de la dictadura de Primo de Rivera, con más tubo y alcance que los usados por los acorazados británicos. De los 18 adquiridos, cinco estaban conservados, aunque fuera de servicio y los restantes estaban desartillados. Recibí explicaciones de una guía de la sala de máquinas, en particular, como funcionaba la apertura y desplazamiento del cierre de la recámara del cañón. En el exterior contemplé la estación telemétrica, puesto de mando y observación.

Cañón Vickers Armstrongs (1933)

Años más tarde visité las dos unidades de la Batería de Castillitos en Cartagena construidas sobre una loma. Los castillitos tenían una arquitectura ecléctica que imitaba la tradición medieval y modernista. Los cañones estaban semiocultos e impedían ver la sala de máquinas, almacenes de pólvora y repuestos, y una cámara de carga.

Batería de Castillitos. Base Naval de Cartagena

Se adensaba la tarde, la humedad del Parque Natural de s’Albufera des Grau, parecía más penetrante en cara y manos. Conforme subía mi hambre por el aliento que respiraba del frescor vegetal del espacio natural protegido más ganas tenía de hacer un receso para comer antes de llegar al Faro Cabo Favàrix (1916) al noreste de la isla. La distancia era corta por la carretera Fornells (32 km). El viento de la tramontana arreciaba con fuerza. En una especie de chiringuito paré para reponer fuerzas. Ya veía la torre blanca con banda helicoidal negra y entorno lunar del Faro de 47m de altura, uno de los siete faros menorquines. Me acerqué a pie por un terreno pedregoso oyendo cómo rebotaba sobre los muros del campo el sonar de la gravilla pisada por los botines. El litoral era un paredón vertical sobre el mar, un acantilado pizarroso. No resultaba un espacio acogedor ni siquiera para un farero, cuya vida solitaria se mantenía activa emitiendo haces de luz que alcanzasen 26 millas y diesen seguridad marítima, porque la historia del naufragio de un barco de carga inglés había sumido a este faro en una historia trágica.

Faro Cabo Favàrix

El día forzaba su huida a las tinieblas de la noche. La luna amagaba con poseer el arco del firmamento. No dí más vueltas entre guijarros y plantas endémicas. El coche iluminaba el asfalto de una carretera conocida poco a poco hasta estacionarse delante de un hotel de la playa Arenal de Castell.

 

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Luis Miguel Villar Angulo
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