CU de la US
Luis Miguel Villar Angulo

Arcos de la Frontera, acartelado de blancos

La circulación por la carretera A-384 era relativamente pausada, cómoda de transitar. Lo primero que divisé, pasado Bornos, fue el fondo del Castillo Ducal que coronaba de color pajizo la silueta de una loma rojiza. Era mi destino: Arcos de la Frontera. Después de atravesar varias rotondas en la carretera, que multiplicaban las puntas de las flechas de las señales de tráfico, me dirigí a un aparcamiento público para estacionar el coche. Esta práctica era habitual entre los viajeros, como había relatado igualmente un magnífico bloguero que describió una ruta por el pueblo. La belleza hipnótica de este pueblo la conocía. Se traslucía tras la fronda de los árboles que ceñían el otero. Sabía que para llegar en coche al Mirador Plaza del Cabildo a 185 m de altura tenía que hacer previamente un cursillo para conductores de calles estrechas y sinuosas. Tomé una buena decisión: me desplacé en un taxi que se llevó los raspones en la carrocería del automóvil. Las esquinas de muchas casas testimoniaban con colores los rozamientos de los coches.

Vistas: Estatua de San Miguel y fondo del Castillo ducal. Atardecer. Ayuntamiento y Castillo ducal. Desde el Mirador Valle del Guadalete.

La Plaza de España era cuadrada, ceñida en tres de sus lados con monumentos que la circundaban, pero atestada de coches. El Balcón de la Peña Nueva, Bien de Interés Cultural, concentraba visitantes amenizados entre charlas que despedían el día suspendidos del mirador. Era un palco de teatro que tenía al famoso río Guadalete bailando una tierra alargada y compacta de naranjos donde las alquerías adornaban el paisaje y el tráfico de la C-334 representaba el murmullo de actores. La puesta de sol se despedía por el entorno de Doñana. De espaldas al vacío de la balaustrada, la Basílica menor de Santa Mª de la Asunción cambiaba su cuerpo de piedra por otro dorado hasta que las campanas advertían que la noche se apoderaba del entorno, y se iluminaban los bronces del último cuerpo de la torre. A la izquierda, el edificio del Ayuntamiento tenía desde 1634 entrada de piedra rematada mas arriba de los mástiles de las banderas oficiales por el Patrón del pueblo, el Arcángel San Miguel. Por un callejón haciendo ángulo recto, los cubos almenados del Castillo Ducal continuaban silentes. La propiedad privada era ajena a las visitas que se conformaban, como yo, con acercarse a ver el escudo de los Duques de Arcos de la portada. Bien poco para tanta piedra. A la derecha, vestidas de blanco las pilastras de corte neoclásico, el Parador Nacional de Turismo (1966), antigua Casa del Corregidor, no daba tregua al tráfico de turistas. Pocos visitantes del edificio recordarían que la trama de la obra el Sombrero de tres picos de Pedro Antonio de Alarcón se situaba en esta antigua Casa del Corregidor, Eugenio de Zúñiga y Ponce de León. Desde las ventanas y terraza del Parador, se disfrutaba de otra mirada de vértigo: el lecho curvo del Guadalete.

La Oficina de Información y Turismo me ofreció los horarios de visitas a los monumentos. El primero a conocer fue la Basílica menor de Santa María de la Asunción que ofrecía testimonios artísticos góticos (portada de Santa María), renacentistas (cabecera) y barrocos (torre de la fachada de la epístola) en el exterior. No en vano su construcción había durado seis siglos. Tenía la consideración de Monumento Histórico-Artístico Nacional declarado en 1931.

Basílica menor de Santa Mª de la Asunción. Exterior. Arbotantes en el Callejón de las Monjas

Hacia el primer cuarto del siglo XVI Arcos pertenecía a la diócesis de Sevilla. Así, maestros de la Catedral de Sevilla dejaron su marca de estilo en este templo: Juan Gil de Hontañón y Diego de Riaño. Del primero teníamos conocimiento por sus obras en las catedrales de Sigüenza y Plasencia, entre otras. Del segundo, habiendo sido Maestro mayor de la Catedral de Sevilla y habiendo desarrollado en esta ciudad obras platerescas (Casas Consistoriales), su magisterio se extendió construyendo iglesias en otros pueblos andaluces, entre ellas, la Iglesia de Santa María de la Asunción de Carmona o la Colegiata de Nuestra Señora de la Asunción de Osuna. Luego aquellos y nuevos maestros intervinieron en la Basílica menor de Arcos, como lo hicieron en la catedral hispalense Martín de Gainza y Hernán Ruiz II.

Situado en la entrada principal, a los pies del templo, dos imponentes contrafuertes profusamente decorados ahormaban la calle central de la fachada de transición del estilo gótico al renacimiento. Se olvidaron de colocar estatuas en doseles y vanos. Por el contrario, las figuritas de animales pululaban por el dintel de la puerta, y otros animales rampantes agarraban con sus manos tendidas escudos florales. El portón remachado y los dos llamadores de cabeza de león daban solidez a la entrada del templo. Una piedra en el suelo recordaba ancestros romanos. Bordeando la fachada, la torre de planta cuadrada tenía tres cuerpos. El central con balcón lucía las estatuas de San Pedro, San Pablo y la Virgen Inmaculada. El tercero era el campanario. Los sones del reloj se dejaban oír puntualmente a las horas.

Basílica menor de Santa Mª de la Asunción. Interior.

La Parroquia Mayor de Santa María de la Asunción era la más antigua, insigne y principal de Arcos, títulos concedidos por el Sacro Tribunal de la rota romana en 1764. Una de las principales razones esgrimidas para la concesión del título se debió a la posesión de la momia incorrupta de San Félix. No era muy devoto de hacer fotos de la momia ataviada con indumentaria masculina de época, así que dirigí mi foco al magnífico retablo del Altar Mayor ordenado en varios cuerpos y calles que representaba la Asunción de la Virgen, titular de la Parroquia, con la vida infantil de Jesús, Apóstoles y figuras bíblicas. Según la cartela explicativa empezó la obra en 1608 y en ella trabajaron hasta seis escultores, entre ellos, Juan Bautista el Joven, Jerónimo Hernández, Andrés de Ocampo, etc.

Luego seguí mi propio orden de visita contemplando el Altar de las Pinturas Murales que fue el primitivo altar de la capilla Mayor pintado al fresco para el ábside representando la Coronación de la Virgen. De estilo gótico mudéjar del siglo XIV, fue trasladado posteriormente al lugar que ocupaba en la actualidad. La recuperación del fresco fascinaba por el contraste con los dorados y repujados de las maderas de la capilla de las Nieves. La estatua de San Miguel, patrón de la ciudad, conmemoraba la fecha de 29 de septiembre de 1255 cuando Alfonso X conquistó la ciudad. La forma en que Juan de Oviedo la entalló respondía a un estilo manierista por la artificiosidad del movimiento del arcángel.

Mirando el coro de frente con sillería de caoba, cedro, naranjo y granado uno se topaba con un facistol de 1731 que tenía 18 libros de pergamino del siglo XVII. Encima del coro, un órgano de 1789 tubos del siglo XVIII tenía un armazón de madera de estilo barroco con remate en el segundo cuerpo de estilo churrigueresco. Los cuerpos superior e inferior se encontraban separados por entablamentos con entrantes y salientes. Desconocía los registros de voz del órgano, pero estaba seguro que las salidas de sonido sinfónico-romántico llenarían de entusiasmo a los feligreses.

Entalladores y ensambladores del coro y órgano demostraron maestría y oficio en la talla de la madera, igual que los autores del retablo. No sé cuántos ducados en reales costó la arquitectura interior de la iglesia. En fin, esta curiosidad por los costes en maravedíes y las escrituras de obligaciones en los contratos de los carpinteros y escultores lo dejo para otra ocasión. En aquel momento de la visita seguía contemplando altares y continuaban deslumbrándome las columnas que parecían enormes palmeras canarias que trenzaban la bóveda con su corona foliar. (La entrada al templo fue muy barata y aquí menciono mi agradecimiento a la señora del quiosco de acceso que pacientemente me dio muchas explicaciones sobre el templo).

Castillo ducal. Teatro. Convento de las Mercedarias Descalzas. Exposición calle Escribanos. Templo inconcluso de los jesuitas

Un paseo por las calles encaladas de Arcos de la Frontera reconfortaba cuando no tenían tráfico rodado. La calle Escribanos estaba decorada con fotografías en las paredes y colgantes para fiestas que no se iban a celebrar a pesar de la inminencia del día del Patrón del pueblo. El Covid-19 había estropeado cualquier iniciativa cultural. La Plazuela de la Botica reunía en una terraza conversaciones que se esfumaban como el humo. Casi no se podía apreciar detrás de la sillería de los veladores la puerta cerrada del Convento de las Mercedarias Descalzas de clausura, fundado en 1642. Como no se podían visitar las obras artísticas del interior ni quería comer alfajores y magdalenas que hacían las monjas continué el paseo por el callejón donde estuvo el mercado y anteriormente las basas del templo inconcluso de los jesuitas conocido así porque se inició en 1759 y a los ocho años fue expulsada la Orden de San Ignacio. (Entre exclusiones de judíos, desamortizaciones y expulsiones de jesuitas, este país inmolaba los bienes de personas e instituciones para su descrédito multicultural).

Increíble: en una fachada blanca de un edificio de 1910 y 1912, de estilo modernista, y que tenía la puerta cerrada, corría el letrero en azulejos Olivares Veas; era un teatro remozado y reinaugurado por su Majestad la Reina Sofía en 1994. La calle Maldonado tenía como fondo la torre de la iglesia de San Pedro. En esta calle había que detenerse para visitar el Belén artístico en “El Camborio”, que simulaba una cueva con siete escenas navideñas y que promovía la Asociación de Belenistas la Adoración del pueblo.   

Belén artístico. Jardín andalusí.

Antes de llegar a la portada de la iglesia de San Pedro tuve ocasión de pararme en la reja del Jardín Andalusí para contemplar la omnipresente alineación de canalillos de agua, la vegetación compuesta de plantas aromáticas y el moteado de la cerámica de la fuente que pertenecía a la Casa Palacio del Mayorazgo.

Este edificio nobiliario del siglo XVII se había convertido en un Centro de Exposiciones. La fachada era muy estrecha y geométrica, tenía estilo herreriano y miraba a la Plaza de San Pedro. La distribución de los cuerpos de la fachada variaba conforme se elevaba: si el portón estaba rodeado de dobles columnas pareadas sobre pedestales, unas pilastras ceñían el balcón acabado en un frontón con yelmo y lambrequines de la familia Núñez de Prado. Remataba el edificio una planta – más ventilada y área – con tres vanos formando una galería-corredor. Una característica arquitectónica propia de este pueblo eran los arcos de sustentación de algunos inmuebles, como un extradós de un arco o un potente arbotante. El mejor ejemplo lo representaba el Callejón de las Monjas.

El Palacio estaba dividido en varias estancias dedicadas a asuntos varios: una a los personajes de El sombrero de tres picos (el Corregidor y la Molinera) y a la Sala de Antonio el Bailarín, que zapateó la composición de Manuel de Falla; otra al Rincón de los poetas y escritores que contenía máquinas de escribir y de imprenta antiguas, un armazón de madera conocido por chibalete, y fragmentos de las obras de autores que dedicaron sus poemas a Andalucía y Arcos (como Juan de Dios Ruiz Copete, Antonio Hernández Ramírez, María Jesús Ortega Torres, etc.); otra era la Sala de la Fundación Víctor Marín con magníficas fotografías de un coleccionista foráneo, es decir, un farmacéutico navarro que fomentó la cultura arcense. De la colección de pinturas de la planta baja me llamó la atención el concurso de Pintura Rápida “Francisco Prieto” con obras de realismo colorista y conocimiento costumbrista que después se exponían en el Centro. Las arquerías de los patios fueron otro aliciente para visitar el Palacio. De otras casas palaciegas solo pude observar y fotografiar sus fachadas: Casa-palacio de los Virués, Casa-Palacio de Juan de Cuenca, Antigua Casa-Palacio del Marqués de Torresoto y Palacio de Pedro Gamaza.

Palacio del Mayorazgo

Cuando estaba en el Mirador Plaza Cabildo o en la terraza del Parador de Turismo, el campanario de la Iglesia De San Pedro cerraba el horizonte hacia el este. Era la silueta más reconocible desde la C-334 junto al río Guadalete. Por encima del arco acartelado de blancos de las casas escapaba la torre-fachada barroca en elegancia incompartible en tres cuerpos: portada, balcón y campanario. No le faltaban los detalles de un reloj y una espadaña. En el centro del entablamento, la imagen de San Pedro se guarecía en un hueco adintelado. En esta fachada había figuras bien conservadas de evangelistas en medio de dobles columnas pareadas. Monumento o torre sufrida que padeció los temblores del Terremoto de Lisboa de 1755 y que restauró añadiendo un cuerpo de campanas el alarife sevillano Pedro de Silva. La fortaleza en altura de la época romana (Arx-Arcis) no había dejado de transformarse hasta el presente.

El acceso a la iglesia tras el abono de una módica entrada no pudo ser más acertado. Un joven bien preparado en historia del arte y en la preparación litúrgica fue dándome detalles de la controversia entre los dos templos arcenses por la importancia atribuida a las momias traídas de Roma, las hermandades cofradieras o los imagineros religiosos de obras de las distintas capillas. Me abrió unos conocimientos que se escapaban de las cartelas o los folletos turísticos escritos sobre el templo.

Iglesia de San Pedro. Exterior

Destacaba el altar gótico poligonal sin ventanas, que se remontaba a los años 1538 y 1547 y que era el más antiguo de Cádiz. Su madera dorada y limpia dividía el altar en dos cuerpos y siete calles acentuando su carácter gótico con una crestería. Como no podía ser de otra manera, la calle central acogía las representaciones mas importantes talladas por Antón Vázquez: las imágenes del titular del templo, San Pedro, el Resucitado de Pedro de Heredia y la Magdalena. Algunas de las imágenes se atribuían a Roque Balduque, mientras que las pinturas de las tablas se arrogaban a un elenco de pintores, entre ellos, Ferdinad Esturm. En otras cajas se incluían escenas de la vida de Jesús, la Adoración, los Evangelistas, etc. Aquel día se exponía en el altar el Cristo de la Vera Cruz de la gubia de Antón Vázquez, cuya hermandad cumplía 475 años y procesionaba desde 1926.

Recorrí los otros dos espacios del templo y las seis capillas construidas en los estilos renacentista y barroco sin dejar de observar el ábside y las tres bóvedas de crucería. El litigio de la iglesia de San Pedro con la de Santa María para conocer cuál de los dos templos era el más antiguo e insigne suscitó una tanda de viajes de peregrinos al Vaticano. Clemente XIV refrendó a la Iglesia de Santa María, pero Clemente XIII regaló a los fieles de San Pedro dos momias en 1768: San Víctor y San Fructuoso. Situadas junto a la capilla mayor, las momias estaban adornadas con vestimentas que parecían aristocráticas.

Cuando miraba la caja del órgano; las pinturas del Apostolado de la escuela de Zurbarán que recorrían la parte superior de las paredes; el coro cerrado con artística reja y facistol con libros abiertos de cantares; la Capilla bautismal de estilo plateresco; la imagen de Cristo siguiendo los cánones barrocos a pesar de su modernidad; la suavidad de las formas de las esculturas de madera de la Divina Pastora y el niño “Quitapesares” (atribuidos a la Roldana) de la Capilla de los Virués, y la Capilla del Sagrario a los pies del lado de la Epístola con un altar de Santa Bárbara atribuida a Pedro Duque Cornejo, no imaginaba que estaba pisando una antigua residencia árabe, convertida en colegiata y reconvertida en iglesia.

Iglesia de San Pedro. Interior

Por la calle Abades, escalonada, cuesta abajo, pavimentada con acabado natural, atravesando una arcada, se leía “Bésame en este arco”. Había llegado al mirador de Abades: un lugar para la cháchara de los turistas y de los corrillos de los guías con visitantes. Era una apuesta turística del Ayuntamiento. Tenía vistas impresionantes. Desde allí se dominaba el embalse de Arcos, el crecimiento del pueblo a orillas del agua, y a mayor distancia, imaginaba la ubicación de otras poblaciones que conformaban la famosa Ruta de los Pueblos Blancos (El Bosque, Prado del Rey, Benaocaz, Ubrique, etc.). Por cierto, había degustado a mediodía el famoso queso de Prado del Rey elaborado con leche de cabra payoya y oveja marcona y otro queso emborrado, después de una berza con tagarninas. (Reconocí por la tarde que había sido una digestión pesada porque además había probado la pringá).

Aunque el pueblo se extendía más abajo siguiendo la dirección de la Puerta Matrera que delimitaba el recinto amurallado de Arcos, decidí regresar caminando despacio por el solado de las callejuelas que albergaban antiguos palacios con vestigios decorativos en el alfiz de portones y de algunas ventanas con rejas, propios de los siglos XVII y XVIII: Casa-palacio de los Virués, Casa-Palacio de los Núñez de Prado, Casa-Palacio de Juan de Cuenca y Antigua Casa-Palacio del Marqués de Torresoto.

Caminando por la calle Cuna se veían de nuevo los arbotantes que hermanaban el esfuerzo de los muros entre dos hileras de viviendas. Era una calle sencilla de blancos que acaparó la atención del museo arquitectónico del Pueblo Español de Barcelona, donde quedó representada. Pero mas importante por su función social era la Capilla de La Misericordia fundada por los Marqueses de Cádiz en 1490 para el cuidado de niños abandonados y como hogar y hospital de mujeres. Su hechura gótica en piedra destacaba sobre las paredes blancas circundantes que se utilizaba transformada para la nueva realidad de presentaciones, conferencias o coloquios.

Capilla de La Misericordia. Mirador de Abades. Calle Cuna. Convento de la Encarnación .

Regresaba por el Callejón de las Monjas y reparé en la fachada plateresca del Convento de la Encarnación del siglo XVI. Después de ver varias fachadas de piedra con ornamentos góticos o de floresta repujada se repetía la blancura del resto de las fachadas de las edificaciones y del gris abujardado del pavimento pétreo del suelo que estaba bruñido por el rozamiento del caucho de los neumáticos que atravesaban las calles con pericia envidiable.


Calle Boticas. Vistas del pantano de Arcos. Reja. Calle Bóvedas. Detalle de tejado. Colegio Ntra. Sra. de las Nieves. Casa-Palacio Conde del Aguila. Pósito. Monumento a la Semana Santa.

La bajada de la calle Boticas era un exponente de la configuración de la ciudad. Las rejas con un plano rehundido en las ventanas facilitaban la comunicación entre propietarios y visitantes. Algunas casas se asomaban por detrás al embalse de Arcos, ajenas al ruido de la calle. La calle Bóvedas conservaba un capitel romano en el chaflán de una casa. Un albañil había rematado una bocateja con una cara. La calidad sonora de las calles no se medía por el parloteo de la gente en las terrazas, ni la contaminación acústica por los tubos de escape. El ruido ambiental grácil y entrañable salía del canturreo infantil procedente del muy histórico Colegio Ntra. Sra. de las Nieves.

Bajando la Cuesta Belén, la Casa-Palacio Conde del Águila era un bello ejemplo de estilo gótico-mudéjar del siglo XV: un edificio de dos cuerpos en el que sobresalía el segundo de ellos por su ventana ajimezada con alfiz y dos agujas. El Pósito, más abajo de la cuesta, era de la época de Carlos III (1788) con una portada barroca de mármol convertido en un Centro de Salud. La calle Corredera, siempre descendiendo la cuesta, hacía honor a la Semana Santa con un monumento a los cofrades. Poco a poco me iba acercando al estacionamiento del coche.

De atalaya festoneada tan increíblemente blanca, encrestada por iglesias y palacetes, sobrecogían sus arcos acartelados, arcos apuntados, arcos adintelados, arcos carpaneles … todos, menos los arcos ciegos. Arcos de la Frontera no tenía tapiada la luz.

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Luis Miguel Villar Angulo
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