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Luis Miguel Villar Angulo

Villanueva de los Infantes y Torre Juan Abad: omnipresente Quevedo

Villanueva de los Infantes

Villanueva de los Infantes y Torre Juan Abad: omnipresente Quevedo.

Desde Manzanares a Villanueva de los Infantes, que es otro lugar de la Mancha, y uno de los Pueblos Bonitos de España, tardé 43 minutos. Allí me debía esperar el hotelero de “La Morada de Juan Vargas” que me ofrecía en un palacete del S. XVI, remozado, en calle Cervantes, una habitación balconada con banderas izadas.

Estacionado el coche frente a la Alhóndiga, andando, recorrí al bies la Plaza Mayor: atrás quedaba la Iglesia Parroquial San Andrés, el Ayuntamiento en un edificio alargado a la derecha y cuatro esculturas de Juan Antonio Giraldo, inauguradas en 1966, que en silencio de bronce recordaban sonetos de Miguel de Cervantes: a Don Quijote: “Tu que imitaste la llorosa vida, Que tuve ausente, y desdeñado sobre / El gran ribaço de la peña probe….”; a Sancho Panza: “Salve varón famoso, a quien fortuna / Quando en el trato escuderil te puso…”; a Rozinante: “Soy Rozinante el famo / Bisnieto del gran Babie…”; mientras que el rucio pardo ni tenía una paja de verso ni una cebada de estrofa en el Prólogo del famoso libro.

El hotelero no estaba a esas horas para atenderme. Sin un mapa del sitio y advertido de la sede de la Oficina de Información y Turismo caminé bajo aleros de casas antiguas, nobles, de dos plantas, con escaparates de pastelerías, tiendas de regalos, restaurantes y sedes bancarias hasta localizarla en el Museo de Arte Contemporáneo “El Mercado”.

Llamativa la reconstrucción interior de la planta alta del Museo con materiales duraderos, que alojaba una exposición temporal de fotografía y una permanente que tenía obra colgada de artistas españoles reconocidos. Estaba iniciando el Museo la aventura de dar hueco en sus muros a Genovés, Úrculo, Plensa, Uslé, Valdés, Barceló… Allí se prometía pintura de actualidad como había hecho su vecina y afamada Cuenca desde dos fundaciones.

La atención de la señora de la oficina fue amable en el trato y aleccionadora en los recorridos. Me propuso un itinerario que pude cumplir casi en su totalidad. Tuvo gentileza en disuadirme de la visita de la celda de Quevedo en esa mañana porque se había lesionado fortuitamente la encargada municipal. Así que la pospuse para el día siguiente.

Y ya se sabe que en estos pueblos de iglesias y de escasos monumentos no andan sobrados de personal: los curas decían misas en varios pueblos de la comarca y los templos se abrían y cerraban según las funciones religiosas. Los conventos solían ser de clausura y las iglesias de los monasterios solo permitían el acceso durante los oficios.

Esta situación me obligó a circular deprisa sobre mis pasos para visitar la Iglesia Parroquial de San Andrés, que con símbolo parlante estaba embocado en una hornacina bajo un arco de medio punto mirando a los transeúntes al sur de la Plaza Mayor. Cuatro cuerpos levantaba la Torre de Campanas, cuadrada: edificio imponente para iglesia de una nave, crucero y presbiterio.

Allí estaban los restos, prolijamente analizados, del buen caballero y poeta D. Francisco de Quevedo, difícil de observar tras un cristal en una honda cripta. Preferí mirar las bóvedas góticas e iluminar con monedas algunos altares. Los arquitectos habían trazado geometrías en las bóvedas que aumentaban la curiosidad de los fieles para causar recuerdos en ellos del Eterno Nombre.

La Torre de las Campanas, hasta entonces muda, empezó a dar tañidos cortos, espaciados, que convocaban a misa de difuntos. A la salida, la Plaza Mayor tenía vida de respeto.

Preferí entrar en la Alhóndiga, antiguo edificio de compraventa, de patio sustentado por enormes columnas que tenían grabados nombres de personas que allí estuvieron encarceladas hacia 1719. Ahora era recinto municipal con otras funciones. Por la calle de Santo Tomás no había apenas tráfico rodado. Las casas estaban alineadas en altura y destacaba la Casa del Arco, que recordaba la fachada sur de la Iglesia Parroquial de San Andrés por el gusto del arco que enmarcaba puerta y balcón de la fachada. Cerrado, como muchos edificios privados, no se podía visitar el patio; la puerta exterior era de noble factura que cerraba la visión del interior.

Por el contrario, el patio de la Casa de los Estudios se podía contemplar desde una vecina tienda de artesanía. Había sido colegio menor y en él ocupó la cátedra de Humanidades Bartolomé Jiménez Patón, que había sido compañero de Lope de Vega en el colegio de los jesuitas de Madrid, y como él autor de comedias, poesías, autos, etcétera.

Caminaba hacia el Convento de Santo Domingo y observé un escudo esquinado por debajo del alero del tejado de la Casa de Santo Tomás, enfrente del “Oratorio en casa de los Aguados. Año 1713”, que como otros edificios del siglo XVII, tenía sillares en la planta baja y mampostería y ladrillo en la superior. Cerrado al exterior, su apariencia barroca se apreciaba en los estípites, que funcionaban como soportes de un friso con guirnaldas.

La portada adintelada con un escudo del Santo Oficio y sus atributos (cruz, calavera y tibias cruzadas) apuntaba inexorablemente a la Inquisición, que habían establecido los Reyes Católicos. Era la antigua Casa del Inquisidor. Cuántos supuestos herejes tuvo que forzar y enderezar ese Tribunal, y a cuantos por agravios a la fe impuso castigo inmerecido, no lo sé. La casa cerrada dejaba atrás una historia de intenciones que no quería siquiera pensar.

Cerca estaba el Convento de Santo Domingo, construido en 1526, desamortizado en 1844 (otra vez Mendizábal y su aciago decreto) en la Plaza de San Juan con busto dedicado al prócer literato D. Francisco de Quevedo, que falleció en 1645 (40 años después de la publicación del Quijote) en una de las celdas del convento que se conservaban junto a la iglesia y el claustro.

La subida a la Celda de Quevedo por unas escaleras de piedra era fría: no dudaba en situarme en aquellos tiempos de la angustia personal de un estoico con flamante literatura: “Que me apretó tanto mi mal en estos días, que determiné llevar mi cuerpo al convento de Santo Domingo, de esta villa, por la devoción que yo le tengo a la religión, a su santo patriarca y al angélico doctor, pareciéndome que para vivir o morir era toda la buena disposición que podía desear. En entrando a la casa parece que resucité y diéronme los padres della una celda admirable, y todo los doctos y religiosísimos me asisten, de manera que tengo grandes esperanzas y breve convalecencia”(5, abril, 1645).

Apenas dos habitaciones iluminadas tenuemente dejaban ver un camastro y un baúl de madera en una estancia con una inscripción en piedra que rezaba: “AQUÍ EN ESTE CUARTO MURIÓ DON FRANCISCO QUEVEDO I VILLEGAS EL DIA 8 DE SETIEMBRE DEL AÑO 1648”. La habitación contigua, a manera de escritorio, contenía una mesa y silla iluminadas igualmente por la luz tamizada del exterior. Difícilmente se podía leer en caligrafía personal un soneto con un primer cuarteto estremecedor:

“Ya formidable y espantoso suena
dentro del corazón el postrer día,
y la última hora, negra y fría,
se acerca, de temor y sombras llena.

Si agradable descanso, paz serena,
la muerte en traje de dolor envía,
señas da su desdén de cortesía:
más tiene de caricia que de pena.

¿Qué pretende el temor desacordado
de la que a rescatar, piadosa, viene
espíritu en miserias añudado?

Llegué rogada, pues mi bien previene;
hállame agradecido, no asustado;
mi vida acabe y mi vivir ordene”.

La Iglesia de Santo Domingo de cruz latina con altar elevado y frescos de Santo Domingo era sobria salvo detalles manieristas en las molduras y una heráldica de la orden dominica (perros con hachones encendidos). Nuestro Padre Jesús Nazareno del altar mayor recordaba en posición y estructura a Jesús del Gran Poder de Sevilla.

Un fiel devoto actúo de guía para interpretarme algunas de las capillas mandadas a construir por determinadas familias. Leí una lápida cerámica en un muro que recordaba al pintor local Rafael de Infantes.

De nuevo por la calle Cervantes, un barrendero limpiaba la entrada del Antiguo Convento de la Encarnación de la orden dominicana (s. XVI). La fachada principal, barroca, destacaba de manera distinguida sobre los edificios laterales que la acompañaban dedicados al comercio local. Ahora la iglesia era un auditorio, y se encontraba cerrada. En la misma linde estaba el Museo de Arte Contemporáneo (¡dos edificios culturales para una población de 5.243, en 2016!).

En dirección a la Plaza Mayor, la Casa Palacio de Rebuelta y haciendo esquina otro escudo en la casa del Duque de San Fernando, como había visto con anterioridad en la casa de Santo Tomás. Sus dueños habían sido o eran familias agrícolas adineradas; señores de casas con patios interiores que, de nuevo, no se podían conocer, salvo en fotografías, como el Palacio de Melgarejo. Esto ocurría igualmente con la Casa del Caballero del Verde Gabán; la originalidad constructiva del exterior se quedaba huérfana al no poderse visitar el patio interior que tanta mella debió causarle a Cervantes para describirla en el Capitulo XVIII de la segunda parte de El Quijote. Esta calle contenía la segunda Q que ensalzaba el Siglo de Oro de la literatura española (Quevedo y Quijote); en fin, una calle peatonal compuesta por palacetes, casonas y portadas conservadas o en proceso de restauración.

La Plaza Mayor, encrucijada de callejuelas, estaba muy a propósito cuadrada. En una esquina de la plazoleta el Hospital de Santiago (S. XVII) había atendido a menesterosos. A esa fachada, respetuosa con el renacimiento, seguían antiguos palacios por la calle Juan Carlos I, como el de los Ballesteros (s. XVI), Buenanoche o la denominada Casa Don Manolito (s. XVI), que era residencia de la tercera edad, con patio columnado, estancias con servicios sociales y una pequeña capilla de reluciente cupulita.

Sin pedir licencia de dueño, las fachadas abundantes con columnas de estilo toscano, de tonos cálidos en la sillería y rústicos en la apariencia, se sucedían sin atisbos de ruido de tráfico rodado. En una fachada una placa recordaba al profesor García y Bellido, que tanto mérito universitario había tenido en sus clases y obras de Arqueología.

En la plaza de la Fuente Vieja había un jardín y un espacio para juegos de niños. Desde allí, la mole del Convento de Franciscanas (s. XVI) destacaba en el entorno por fe tan alta. Me quedó por ver el Eucarístico y otros retablos, porque estaba la iglesia cerrada.

Emprendí otra ruta conventual, que resultó baldía. El Convento de Trinitarios (S. XVII) se ofrecía en una vista amplia desde la Plaza de la Trinidad. La iglesia estaba igualmente abrochada por una verja que impedía el paso. Me dieron ganas de decir: A lo que yo veo amigo visitante, estos no son conventos, sino casonas religiosas hechas para hidalgos de alta ralea y escasos parroquianos.

 

Torre Juan Abad

 

Villanueva de los Infantes y Torre Juan Abad: omnipresente Quevedo

Casa-Museo Quevedo

Tras un plato de pisto y una perdiz escabechada tan sutilmente atada con un bramante que a poco dejo el bote sin huesecillos, fui a Torre Juan Abad, distante a 12 kilómetros para culminar mi visita a la Casa-Museo de Quevedo. No sé que venganza debía tomar con los horarios estrictos de los museos. Este era de horario partido y se abría por la tarde a las 17 horas.

Llegando temprano al pueblo peregriné como otros vecinos hasta la Ermita de Nuestra Señora de la Vega, templaria (S. XIII), donde se veneraba una imagen de la Virgen del siglo XII. Suerte que el mantenedor hiciera limpieza de los jardines y pudiera visitarla. Con ahínco y fervor me relató las normas del pueblo para llevar en andas a la Virgen por el camino al pueblo (4 Kms), que me recordó a los almonteños saltando la verja para transportar a la Virgen del Rocío en un trono.

Virgen. Ermita Ntra Sra de la Vega

La Casa-Museo de Quevedo era un centro de difusión cultural: José María Lozano Cabezuelo, director, depositario del legado quevediano, de elocuente conocimiento de la vida y obra de D. Francisco Quevedo, trató de introducirme en el pensamiento estoico del poeta que abandonó la villa y corte de Madrid para establecerse en el Campo de Montiel.

Menudeaba su explicación del Museo con anécdotas sobre  el precio del traje expuesto en una sala con la cruz de la Orden de Santiago, las visitas frecuentes de escolares, el ingenioso relato de un viaje de D. Francisco Quevedo acompañando al Rey Felipe IV, la herencia y posesiones de D. Francisco en el pueblo, o la reforma arquitectónica del edificio que albergaba el Museo. Le valía a D. José María su destreza y juicio crítico para mantener su oratoria sobre la autenticidad documental de las cartas autógrafas, el testamento, el sillón y el tintero cerámico del poeta. Verdad que mantenía D. José María su fe en la historia que contaba sin quebrantamientos y arremetía contra lienzos, aunque fueran de Dalí, o respetaba el sillón del poeta madrileño, que no osaba ocuparlo por tenerlo en tan alto aprecio.

Por fin, un guía erudito me había metido en la biografía de D. Francisco Quevedo sin imposturas: recitaba mansamente sus versos, conjugaba detalles testamentarios, y hablaba del poeta como si éste dejara su escultura de bronce de la Plaza del Parador para acompañarlo virtualmente en las visitas, encajándose las gafas y estirando la cruz roja bordada, como caballero apuesto de la orden de Santiago, sobre blusón negro, que todos reconocíamos en la pintura atribuida al también madrileño Juan van der Hamen y León.

La Fundación Francisco Quevedo hacía proselitismo del poeta, habiendo conservado más de 1.000 documentos originales, algunos de los cuales habría querido para sí la Biblioteca Nacional en Madrid. Sosegado, conocedor de otras artes, D. José María me habló de exposiciones fotográficas iluminadas con versos sueltos de Quevedo y otros congresos artísticos que se celebraban en Torre Juan Abad (¡de 1.081 habitantes en 2016!).

No había oficios religiosos esa tarde en la Iglesia Ntra. Sra. de los Olmos, así que de este templo cerrado me quedé sin ver el órgano histórico de 45 notas. Ahora lo admiraba a través de una plataforma de video.

Era hora de regresar a Villanueva de los Infantes, que fue el destino final del poeta narrado anteriormente. De la obra Francisco de Quevedo desde la Torre de Juan Abad de José María Lozano (p. 102) entresaqué unos versos de un hombre melancólico, a recordar:

… “Cánsate ya, oh mortal, de fatigarte

en adquirir riquezas y tesoro,

que últimamente el tiempo ha de heredarte,

y al fin te dejarán la plata y oro:

vive para ti solo, si pudieres,

pues solo para ti, si mueres, mueres”.

Le mostré mi reconocimiento a D. José María por sus explicaciones, libros y folletos regalados…, y simultáneamente quería introducir en mi conducta una de las muchas frases célebres de Quevedo: “El agradecimiento es la parte principal de un hombre de bien”.

Luis Miguel Villar Angulo & LMVA

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2 comentarios en «Villanueva de los Infantes y Torre Juan Abad: omnipresente Quevedo»

  1. Olga

    Maravillosas descripciones que invitan a visitar lugares y soñar con bóvedas y arbotantes, con trazos de pintores y paisajes de poetas. Gracias profesor!!!!!

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Luis Miguel Villar Angulo
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