CU de la US
Luis Miguel Villar Angulo

Ciudadela y la cultura talayótica

Torre de San Nicolás.
Torre de San Nicolás. Faro de Ciudadela.

Capitalina ciudad hasta 1714, salobre y ventosa, en donde las callejas ciudadelanas amanecían limpias y solas, camino de la Catedral-Basílica de Santa María. Semejante a la hora del sol mortecino ibicenco, pero mas oriental el despertar isleño, me acercaba a la Torre de San Nicolás, detallada en su cuerpo de base octogonal, con restos desprendidos de marés en su foso perimetral. Atalaya sugestiva.

Ancla, hélice y faro.

Y un humo de ferry-crucero apagaba la jornada cada día transportando pasajeros, vehículos y mercancías entre islas. Y se escuchaba oscuro junto a las esculturas barrocas de la puerta de la Torre la rumorosidad de los barcos de pesca, el siseo acústico de los yates de recreo y el silbido de los barcos a vela. Enfrente de la bocana del puerto el Faro de Ciudadela, uno de los siete fanales de la isla, emitía un ritmo de destellos que identificaba el enfilamiento del puerto en las cartas náuticas. Tras un rato de pie, junto a un ancla varada y los álabes de una hélice añorando rotación en la piedra olvidada de garrear, fui al centro urbano. En la conducción paralela al puerto natural, al abrigo de la Tramontana, por el Passeig de San Nicolau, patrón de los marineros, veía el rosado alentar del sol en el espejo retrovisor del coche alquilado.

Obelisco y Ayuntamiento desde el Palacio Salort.
Obelisco. Palacio Salort. Cas Comte.

El obelisco de la Plaza des Born hacia perdurar la memoria de una resistencia contra saqueadores turcos en 1558. Veía la imagen blanca y fría de 22 ms de altura y aplaudía la tenacidad inscrita en latín de un pueblo. El Ayuntamiento sobre el antiguo Alcázar árabe, cuya apariencia artística se debía a una mezcla ecléctica del siglo XX, ofrecía una silueta imponente desde el puerto. Por fuera del inmueble unas arcadas de equilibrada factura modelaban la fachada. Dentro, la oficina de Turismo proveía información del distante pasado y del útil presente de Ciudadela y alrededores.

Ayuntamiento desde el puerto.

El Teatro des Born, restaurado en un color crema pastel en 2020 tras 145 años de historia, prometía una programación de exaltación de las bellas artes. El terreno que ahora ocupaba en el lateral de la plaza había sido caserna en el siglo XVII para alojar soldados o almacenar víveres cuando los ingleses ocuparon la isla. Escuchaba el sordo movimiento de los barcos en el puerto, y miraba la Casa del Comte de Torre Saura de arquitectura neoclásica civil y el Palacio Salort del siglo XVII, que enmarcaba en altura tres claras galerías luciendo el color de la piedra caliza en las horas de amortiguada luz. Representaban el conjunto urbano mas sobresaliente de monumentalidad y elegancia de la plaza y de la ciudad.

Cas Comte.
Palacio Salort.
Palacio Salort. Interior.

A partir de la Plaza des Born, kilómetro cero, miliario de oro u ombligo de la ciudad, las calles se estrechaban. El Carrer Major des Born conservaba cierta actividad comercial con anuncios ausentes de neón. El interior del Palacio Salort mantenía elegancia en la decoración y en el mobiliario de los salones, cuyos balcones miraban al obelisco y al Ayuntamiento en la Plaza des Born. La cocina de leña y carbón era una de las más grandes de Menorca con utensilios que estaban en desuso en las modernas cocinas-office como una balanza, un molinillo de café, una pastera o una bodega anexa. El patio con jardín y fuente era un remanso de velada y fábula de la naturaleza eterna. 

Catedral. Clave de bóveda
Fachada neoclásica de la Catedral.
Puerta de la Catedral.

Rodeada de casas de piedra y de suelo adoquinado y pulimentado, la Catedral-Basílica de Santa María, sede de obispado, lucía vidrieras coloristas buscando transparencia en el espacio gótico de la basílica menor. Un templo que había sufrido las voces devoradoras de turcos y las luchas fratricidas en la Guerra Civil y que había ganado restauraciones neoclásicas en la fachada y barrocas en la capilla de las Ánimas. Un órgano que retumbaba sobre el portal del reloj y una voz temblorosa y lejana de muecín que había convocado a la oración en los restos arqueológicos de los arcos de un minarete del campanario. Las palabras clamorosas del pueblo habían rehecho el gótico catalán durable y asistían las gentes con plegarias al cielo mirando las claves de las bóvedas de crucería de su templo. Todos los recuerdos de saqueos nefastos estaban ahora tapiados porque la sencillez de la tersa piedra marés había sentido la alegría de recordar que fue mandada construir una vez conquistada la isla por el rey Alfonso III de Aragón en el año 1287.

Catedral. Vidrieras.
Palacio Episcopal

A su vera, el Palacio Episcopal, construido entre los siglos XVIII y XIX, sobrio y neoclásico, no acabado, enseñaba de soslayo su aspecto más íntimo: un jardín interior y una escalera con lonja de tipo renacentista que daba acceso a la parte más noble del edificio donde solo habitaba la Curia. Al final de la calle, pintada de blanco, la casa señorial Can Squella recluía su escalera y sala noble en la influencia italiana y volcaba columnas almohadilladas a la portalada exterior.

Abarcas menorquinas en Ses Voltes

Crucé el Carrer Josep Maria Quadrado por debajo de soportales abovedados (Ses Voltes) que soportaban forjados de vigas de madera. (Me recordaba alguna de las calles de Covarrubias). Antiguamente había un sector dedicado a las verduras en este espacio transitado desde los siglos XVI al XX. En la actualidad las tiendas de comestibles (preferentemente con variedades de quesos tiernos, semicurados y curados de leche de vaca) y de moda (escapares con las típicas abarcas menorquinas para mujeres y niñas de múltiples diseños y acabados) cubrían ambas orillas. Mezclados con los comercios, se sucedían establecimientos de restauración llenando de veladores las estrechas aceras. En las fiestas populares de San Juan llegaba la calle a su máximo esplendor entre las secas paredes de sus arcos con las demostraciones hípicas del “Caragol des Born”.

Ses Voltes
Vicent Pons representando el galope hacia el Born

Las callejuelas derribaban la luz en sus múltiples vericuetos. Y la vida crecía en las placetas en torno a monumentos que daban vida. La Antigua Iglesia del Roser, terminada en 1705 en un tímido barroco, destacaba las pareadas columnas de la portalada con el remate de la Virgen del Rosario. El interior de la nave con el crucero y ábside daban esplendor a una exposición múltiple que contrastaba con los envejecidos muros. Ciudadela gustaba del arte en las callejuelas, iglesias y casonas antiguas que engañaban el olvido y guardaban la significación de la creación.

Antigua Iglesia del Roser

Cierta inquietud sentía al abordar la monumentalidad de la Ciudadela Antigua. Aquellos muros de color siena, aquellas celosías de lamas móviles de madera pintadas de verde, aquellos suelos adoquinados de piedra natural, aquellos vagos relieves de algunas fachadas, aquellas barandas decoradas de hierro forjado, aquellas cornisas seguidas o rotas, aquellas placetas anegadas de gentío y plazuelas abigarradas de árboles eran escenarios de una bulla y vagar de ensueños. Un sueño que la familia Amorós había hecho realidad en el siglo XVIII trazando calles, diseñando edificios, convirtiendo la villa en una ciudad de aspecto señorial.

Palacio de Can Saura Miret.
Palacio de Can Saura Miret. Detalle.

El Palacio de Can Saura Miret era un ejemplo de estilo barroco realizado por Joan Amorós. Estaba cerrado por rehabilitación de su carpintería y luego entró su uso en polémica por rivalidades políticas. Me entretuve fotografiando la coronación del palacio, el vuelo de la cornisa ornamentada con ménsulas y florones, las tres balconeras y pilastras estriadas que daban al exterior con el escudo nobiliario, y casas adyacentes.

Calle Seminari. Iglesia de Santo Cristo. Convento de San Agustín.
Iglesia de Santo Cristo.

Situado el Palacio en la calle Seminari, caminé posteriormente hasta el Convento de San Agustín, mas conocido como El Socorro, cuyas torres gemelas, pórtico y atrio de ingreso a la iglesia eran fácilmente reconocibles en el exterior por estar coronada con Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. De concepción renacentista, la iglesia tenía planta de cruz latina con crucero tan profundo como las capillas laterales determinando un rectángulo perfecto. Tenía el reconocimiento de Bien de Interés Cultural, por los bienes muebles vinculados al inmueble, entre otros un retablo neoclásico, un órgano de 1793 y otro nuevo de 1990. En la misma calle, la Iglesia del Santo Cristo del siglo XVII acogía tras diversas restauraciones al Cristo de los Paraires (cardadores), talla del siglo XVII, que era la principal devoción cristológica de Menorca.

Cristo de los Paraires

El claustro del Seminario diocesano, anteriormente agustino, adosado a la iglesia del Socorro, se construyó en el siglo XVII. La colección museográfica abarcaba desde la cultura talayótica hasta piezas litúrgicas y de orfebrería religiosa. Me interesó particularmente de la pintura del catalán Pere Daura un autorretrato suyo en la sala 5. Desde las arcadas encaladas del claustro miraba la cisterna y el ciprés que subía verde grisáceo al cielo azul sin que el aire, invisible, moviera sus nueces y escamas. A la espalda del edificio me señalaba la nariz un tufillo de alimentos frescos.

Claustro del Seminario diocesano

La Plaza de la Libertad, cuadrada y soportalada, cantada por los dueños de los puestos del mercado, permanecía llena de visitantes. Silbaban las voces de bajos precios; los pescados frescos en el quiosco, un olor. La huerta menorquina bajo arcadas, otro olor. Aquí se descubría la nostalgia del hortelano que regalaba ramilletes de perejil o la inquieta lejanía de la pesca de bajura con salmonetes de roca, bodión verde, vaca, serrano entre otros de los 30 peces más comunes de la isla. En otro espacio, bajo arcos forjados de hierro con tejas blancas y verdes, se situaba la zona de las carnicerías. Tuve que resistirme a la tentación de cargarme de productos, porque a quien miraba con deleite o sorpresa, el tendero enseguida colocaba un papel de estraza en la balanza para embalar una intención que nunca fraguó.

Mercado La Libertad

Me quedaba por visitar en el segundo día de mi jornada exploradora el Bastió de sa Font – Museu Municipal de Ciutadella, construido en el Siglo XVII y abierto como recinto museístico en 1995 en la condición de Bien de Interés Cultural. Su forma pentagonal sobresalía en la unión de dos lienzos de muralla con la puerta sa Font que reafirmaba su carácter defensivo. Allí donde los restos de la cultura talayótica estuvieron en una sala seguían piezas y enseres romanos; donde las basílicas paleocristianas aparecían, zumbaban luego las invasiones vándalas, y otros veleros musulmanes venidos del mar. En el lugar expositivo temporal las ánforas del comercio romano recordaban la arqueología subacuática, las rutas de transporte, los marineros sin tablas de vientos y oleajes, los trirremes con velas cebaderas y gavias, los astros. A las rutas tenebrosas imaginaba que habían mirado los marineros desvalidos con el misterio de quienes habían sufrido y el mar los había cubierto de sombra lenta.

Vistas de Fornells, pueblo de pescadores al Norte de Menorca

Cansado por el Carrer de sa Muradeta pasé de largo por la exposición permanente del Pintor Torrent a una hora intempestiva porque tenía reservada mesa para comer pescado en un restaurante de la Pla de Sant Joan. Había visto y leído críticas del pintor en la prensa y me había parecido su autorretrato de 1937 de buena factura compositiva.  

Laberinto en Lithica

El paseo entre las embarcaciones atracadas en el puerto fue gratificante. Al día siguiente quería repetir la visita hecha años atrás a Lithica en Pedreres de S’Hostal, que distaba 5,6 Kms por la carretera de Ciudadela a Mahón. Lithica era una cantera. Era el lithos griego, la naturaleza hecha piedra. Era un laberinto. Era un espacio divulgativo. Eran jardines de plantas endémicas menorquinas. Con ojos profundos descubría la intimidad del marés, el origen de las fachadas de los edificios de Ciudadela. El tránsito de los picadores de paredes secas a oficiantes tallistas de vida en pulidas y señoriales viviendas. Líthica, como el Cerro de las Canteras de Osuna, no era lugar y tiempo enterrado. Era una explotación a cielo abierto que cubrió la ciudad de rocas ornamentales y ahora crepitaba vistiendo cursos y talleres sin perder el color de su tiempo.

Naveta des Tudons

Seguí la misma carretera en dirección a la Naveta des Tudons (“la nave de las palomas torcaces”) a 2,4 Kms. Era mi siguiente parada. Ese monumento funerario colectivo coincidía con la Edad del Bronce y la Edad del Hierro. Hombres de valor y alma que martillearon bloques de piedra caliza formando hiladas de 14,5 m de largo y 6,5 m de ancho unidos sin mortero en forma de nave invertida. Era el testimonio arqueológico íntegramente conservado más antiguo de Europa. En el descampado, bajo la luz de las estrellas, había acogido la despedida de un centenar de cuerpos hacia el silencio. Era uno de los 32 monumentos que constituían la Menorca talayótica aspirante a la condición de patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Vagando por la luz del campo la prehistoria encendía mi conocimiento. Pero tan escondidas estaban las nociones antiguas en mi memoria que preferí sentir la fiesta del poniente en las colinas más lejanas y el salitre más adentro en las aguas limpias y transparentes de Cala Blanca.

Cala Blanca.
Ciudadela
Miscelánea de fotos de Ciudadela
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Luis Miguel Villar Angulo
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