CU de la US
Luis Miguel Villar Angulo

Carmona en un alcor

Carmona era una ciudad situada a 30 km de Sevilla, cargada de historia y de monumentos civiles y religiosos asentados en un collado que tenía vistas a la vasta y fértil vega del río Corbones. Tenía el “título de ciudad” desde 1.630, concedido por Felipe IV.

Muchas veces había ido a tomar café al Parador de Carmona para disfrutar de su tranquilidad y de las vistas del paisaje de los alcores y la vega. El edificio del Parador de nueva planta construido en estilo hispanomusulmán se alzaba en un solar que fue primero acrópolis, luego alcázar árabe y posteriormente palacio mudéjar de Pedro I de Castilla. Dos terremotos asolaron las construcciones históricas del edificio hasta que en 1976 se inauguró uno nuevo como sede del parador en dicho recinto. Desde el punto de vista geológico, Carmona como otros pueblos de los alcores (Mairena, El Viso o Alcalá de Guadaira) se asentaban sobre rocas porosas que permitían filtraciones del agua creando mantos freáticos.

La descripción parcial que ahora relato ocurrió en mi última visita en 2015. Carmona aspiraba a ser Patrimonio de la Humanidad por la Unesco porque las civilizaciones la habían colmado de obras singulares que fueron finamente narradas y pintadas por hombres ilustres que el Ayuntamiento había agrupado en una entrada de su página web (Maese Rodrigo Fernández de Santaella, fundador de la Universidad de Sevilla, José Arpa Perea, Francisco Buiza Fernández, Manuel Losada Villasante, José María Requena, Santa Rosa de Lima, etc.). Cualquiera podía entrar en la página web del Museo de la Ciudad y escuchar la colección de 12 rutas audioguiadas de los monumentos más significativos para imaginar la suntuosidad de la ciudad. Aparte, curiosos viajeros redactores de bitácoras habían dejado testimonios gráficos detallados y narrativas pormenorizadas que ayudaban al visitante a identificar y caracterizar sus monumentos en pocas páginas. Miré a mis adentros e inicié un esbozo para un relato – con gran esfuerzo de memoria – de mi última visita.

Iglesia de San Pedro

Mi parada inicial fue en el Alcázar de Puerta de Sevilla o de Abajo para distinguirlo del Palacio de Pedro I de Castilla. (El recinto palaciego se usaba como centro de atención al turismo desde 1996). La puerta de la muralla, monumental y aparentemente inexpugnable, tenia vestigios de factura multicultural: fenicia, cartaginesa, romana, musulmana y cristiana. Destacaba la puerta por su arco de medio punto de la época romana (siglo I d.C.), aunque se la identificaba mejor por los arcos apuntados de estilo almohade (siglos XII-XIII). Estaba orientaba hacia el oeste, en dirección a Sevilla. (Todavía recuerdo haberla cruzado en coche antes de 1976 en que se peatonalizó el acceso al interior del pueblo). En otra dirección, la Puerta de Córdoba era la segunda y última existente del recinto amurallado de la ciudad. 

Alcázar de Puerta de Sevilla o de Abajo

Dentro del Alcázar, subí a la Terraza de los Anexos que permitía divisar unos lienzos variados de la muralla: sillares cartagineses y entrepaños de la zona romana. Ahí fue donde “Carmo” tomó su raigambre urbana y próspero comercio acuñando moneda. Caminé por el adarve de la muralla, junto a las almenas, matacán, aberturas en el suelo y saeteras. Luego visité el patio del Aljibe comenzando por la Torre del Homenaje, destacada, más alta que la muralla, inaccesible al público, que albergaba las estancias más importantes y antaño los víveres de la fortaleza. Desde la terraza de la Torre del Oro divisaba la Torre del Homenaje, la espigada torre de la Iglesia de San Pedro en el exterior de la urbe rematada por un Giraldillo a la manera de su homónimo de la capital hispalense y el chapitel bulboso de la torre de la Iglesia de San Bartolomé, que sobresalía por encima de todos los tejados de las viviendas situadas en el casco histórico. Miraba la bóveda gallonada de la enladrillada Torre del Oro, y me asombrada la variedad de soluciones arquitectónicas del interior del edificio. Bajando por dicha torre llegué al nivel donde se encontraba el Salón de Presos Bajo que tenía una puerta acompañada por sendas ventanas geminadas y polilobuladas. Dentro se proyectaban videos que recordaban algunos hitos del crecimiento histórico de la ciudad. Atento, tuve la sensación de vivir un ambiente medieval.

Plaza de Abastos. Plaza de San Fernando. Casa de estilo mudéjar.

En el itinerario por las calles estrechas del recinto histórico de blancas fachadas con enrejadas ventanas, hice varias paradas: una, para contemplar de cerca la robusta torre fachada de la Iglesia de San Bartolomé, y otra, para advertir edificaciones de estilos diversos, una casa de estilo mudéjar del siglo XVI y otras viviendas con galerías porticadas de la plaza circular de San Fernando, antiguo foro romano. A partir de ese foro, la ciudad seguía la estructura urbana del cardo y decumano. En pocos pasos llegué a la Plaza de Abastos de 1842 que tenía cuatro galerías porticadas alineadas con pilares blancos de estilo neoclásico y que hacían cómoda la travesía del antiguo solar del Convento de Santa Catalina. Distraída mi mirada, oía a grupos de carmonenses sentados en las terrazas de los bares en animadas conversaciones.

Iglesia de San Bartolomé

Hice un alto más extenso para dar una vuelta por el interior del Ayuntamiento situado junto a la Iglesia del Salvador, pertenecientes ambos al antiguo complejo del colegio de Santo Teodomiro. La cúpula con linterna de la Iglesia del Salvador la había observado anteriormente como un casquete esférico desde la Plaza de San Fernando. El Ayuntamiento conservaba sus funciones administrativas al tiempo que ofrecía piezas artísticas de valor, entre ellas, un mosaico que representaba la Gorgona Medusa en medio de una grafía geométrica, hallado en 1923, o pinturas costumbristas de Juan Rodríguez Jaldón. Al salir del edificio reparé en el centro del escudo de la fachada que había una inscripción atribuida a Fernando III el Santo que rezaba: «Como el lucero luce en la aurora, así en Andalucía Carmona».

Ayuntamiento. Pinturas de J.R. Jaldón. Gorgona Medusa.

A la riqueza monumental militar de Carmona había que añadir el patrimonio religioso que se manifestaba en más de una docena de iglesias y conventos. Por la calle Martín López me acerqué a la Iglesia prioral de Santa María de la Asunción que añadía un interesante museo en su interior. Este templo había sigo objeto de múltiples descripciones y análisis, en particular, la tesis doctoral de Ojeda Barrera (2017), a la que remitía a los estudiosos e investigadores de la iglesia.

Me atreví, no obstante, a hacer una breve semblanza de la única iglesia que visité. El templo era de estilo tardogótico de los siglos XV y XIX, edificado sobre una antigua mezquita. Según los datos históricos, varios maestros intervinieron en la ejecución del interior, entre otros, Diego de Riaño, que había construido la zona que abarcaba desde el crucero hasta la cabecera y el coro, y que había dejado varios testimonios de su estilo en Sevilla y Arcos de la Frontera. Igualmente me alegraba referirme al maestro Hernán Ruiz el Joven que había dejado constancia de su conocimiento renacentista en la torre de San Pedro de la misma localidad y en el remate del campanario de la Giralda hispalense.

Iglesia Prioral de Santa María de la Asunción

Desde la calle se accedía al templo a través de un patio de naranjos, zaguán propio de la tradición constructiva de las mezquitas para las abluciones musulmanas, como en los planos de la Iglesia del Salvador y Catedral de Sevilla. En aquel patio recoleto, una columna mostraba el testimonio de un calendario visigótico grabado en el fuste de una columna. Cuando pasé al interior del templo todo fue grandioso. Sin duda, las cinco calles y cuatro cuerpos del retablo mayor rematado en un ático italianizante con la Coronación de la Virgen y Jesús en el Calvario (1563), de bella policromía, resultaba impresionante por su magnificencia. Allí dejó paciencia, habilidad escultórica y ganó salario (600 ducados) el maestro Juan Bautista Vázquez el Viejo que había trabajado en el retablo de la Catedral de Sevilla, junto al escultor Nufro Ortega que había levantado el banco y los tres primeros cuerpos del retablo. Vázquez el Viejo cambió el estilo pictórico de aquel por otro escultórico propio representando una imaginería con escenas de los Evangelios y de otros textos medievales.

No tenía desperdicio la contemplación de los colores que tornaban las piedras de las columnas en multitud de tonalidades por el efecto de la luz matinal proveniente de las altas vidrieras. Las bóvedas nervadas y el cimborrio estrellado con puntas de una geometría de ordenador con angelitos en las claves del presbiterio eran otro deleite. Recorrí la planta de salón y algunas de las capillas situadas entre los contrafuertes laterales con imágenes de sus patronos: Capilla con la Virgen de Gracia, románica (siglo XII), en un templete neoclásico, San Teodomiro de José de Arce, policromada y estofada por Valdés Leal; luego, transité sin anotar más detalles por la Capilla de San José y San Bartolomé, Capilla de la Virgen del Rosario, etcétera. Sin embargo, anoté la devoción por las figuras de crucificados. El retablo del Cristo de los Martirios, atribuido a Roque Balduque, y la talla del Cristo de los Desamparados, de escuela gótica, ejecutada hacia 1.300 en madera de cedro y policromada, eran dos de las tres esculturas de Cristo en la Iglesia. Rompiendo la nave central, un coro enrejado construido en la primera fase (siglo XV) sembró ciertas reticencias de clérigos y feligreses porque los legos no escuchaban bien los sermones. La Sacristía Mayor tenía piezas de notable interés. Ejemplo de ello era la Custodia del platero Francisco de Alfaro del siglo XVI. Aparte, otra sala mostraba una exposición con 12 cuadros de apóstoles de Zurbarán, un lienzo de la Asunción de Pedro Bocanegra, la espada de San Ignacio de Loyola y la Corona de la Virgen de los Reyes del siglo XVIII. Los ojos eran incapaces de discriminar entre tantas piezas de valor. Me apremié para seguir mi itinerario.

Museo de la Ciudad

Cargada la memoria de imaginería románica y barroca me dirigí al Museo de la Ciudad, ubicado en una casa de arquitectura solariega sevillana de 1755 (casa-palacio del marqués de las Torres), organizado a partir de un patio con pozo, arcos y macetas con 16 salas llenas de expositores repletos de piezas arqueológicas (vasija fenicia de los grifos, ánforas, cucharas, etcétera), que abarrotaron la memoria de mi cámara. La dirección del Museo había prestado especial atención al Mosaico de las Estaciones, policromado, compuesto de teselas de caliza con la imagen del dios etrusco Vertumnus procedente de una antigua “domus” romana de los siglos II o III d.C. Era un espacio dispuesto para recrear un ambiente romano. Interesantes me parecieron los lienzos de José Arpa porque la temática costumbrista introducía al espectador en la vida de Carmona: “Torre de San Pedro”, “Puerta de Sevilla” o “Algarada mora ante la Puerta de Sevilla”.

Palacio de los Rueda. Palacio de los Aguilar. Agustinas Descalzas de la Santísima Trinidad. Casa de los Briones.

Saliendo de la iglesia me topé con el Palacio de los Rueda, monumento de estilo barroco de dos plantas con portada de piedra con pares de columnas en la planta baja flanqueando el portón de entrada y balcón en la planta superior con un frontón curvo. Como si fuera una milla de alto rango social a la sombra de muros eclesiásticos, mirando a otro lado veía el ladrillo tallado de estilo barroco del Palacio de los Aguilar del siglo XVII. Tuve más curiosidad de conocer y por eso penetré en la Casa de los Briones que era la sede de los cursos de verano de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla situado en la calle Ramón y Cajal. No era ostentosa la entrada como los palacios barrocos anteriores, sino que se abría a la calle con un muro de tapial almenado. En un callejeo más bien errático por la calle de Martín López paseé por delante de los muros de la epístola de la iglesia barroca del siglo XVIII del Convento de las Agustinas Descalzas de la Santísima Trinidad. Era una hora propicia para almorzar en una terraza de la plaza De San Fernando.

Necrópolis y Anfiteatro

La tarde la dediqué a pasear por el conjunto arqueológico de Carmona que estaba en las afueras de la ciudad en dirección a Sevilla. Inicié la visita por el moderno edificio del Archivo del Conjunto Arqueológico. La Necrópolis Romana se había inaugurado en 1885 tras las excavaciones de Juan Fernández López y George Edward Bonsor que descubrieron nichos romanos concentrados y excavados en roca constituyendo una arquitectura funeraria singular. Fue el primer sitio arqueológico abierto públicamente a los visitantes en España y gestionado por una empresa privada hasta que se transfirió al Estado en 1930. De las salas expositivas del Monumento recordaba vagamente algunas piezas de visitas anteriores, en particular, la escultura del Elefante y otros ajuares hallados en tumbas monumentales como la estatua de Serviliae o el Elefante. (El conjunto tiene unas 700 tumbas excavadas). En 1973 se añadió la donación por los Condes de Rodezno del Anfiteatro romano (siglo I a.C), excavado en roca de alcor con capacidad para 18.000 espectadores para ver las distracciones en la arena con forma oval al estilo del existente en Pompeya.

El horizonte sobre los alcores se ponía ámbar. Tenía muchas imágenes archivadas en la memoria de la cámara fotográfica. Pensé que algún día sería capaz de dar forma a mis pensamientos y sensaciones sobre Carmona en un alcor. Hoy había roto con mi voluntad inerte, al tiempo que reconocía mi impotencia para culminar la visita de las imágenes de las iglesias y conventos que procesionaban en la Semana Santa carmonense declarada Fiesta de Interés Turístico Nacional en 1999.

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Luis Miguel Villar Angulo
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