CU de la US
Luis Miguel Villar Angulo

Una escapada por pueblos costeros de Castellón

Por la tierra cálida y húmeda de la costa mediterránea de Vinarós situada al norte de la provincia de Castellón, en la Comunidad Valenciana, inicié mi escapada hacia el sur de la provincia, siguiendo el graznido de las gaviotas de los bordes marinos.

Vinarós

Sobre los muros ataludados de la Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, a lo largo de la nave longitudinal, se habían descubierto arquitecturas fingidas. Eran pinturas antiguas que el polvo había tapado ayudado por el tiempo. Había subido a la galería superior del templo que recorría el ala longitudinal desde el atrio al crucero donde se observaban vidrieras como una dedicada a San Sebastián.

La Fundación Luz de las Imágenes preparaba esta iglesia como sede de Pulchra Magistri con obras de la edad Moderna y Contemporánea. Me había deslumbrado la fachada barroca del templo parroquial y la torre campanario de 33 metros de altura. La entrada al templo era como atravesar un retablo. Las columnas salomónicas movían los fustes en giros helicoidales que sostenían un entablamento con una hornacina de la Asunción.

Contrastaba la piedra y el mármol de la Iglesia con la estructura de hierro del mercado municipal. Dos formas de edificación separadas entre sí por dos centurias. Con los expositores del mercado que salpicaban de vida de mar salivaba de gusto. Más allá, el salitre de la plaza de toros secaba los colores de albero y sangre del coso taurino.

Cerca estaba el monumento al Langostino de Ferrer Ferreres que estimulaba mi apetito. La escultura Jesús Nazareno de García Bel en alambres suspendidos reflejaba la devoción cofradiera. Repensaba en el paseo amplio frente a la playa la docena de edificios modernistas con balcones, puertas y estructuras de hierro que mantenían la mixtura estilística de una ciudad abierta a distintas influencias a partir de Gaudí.

Vistas del pueblo

Iglesia Arciprestal de la Madre de Dios de la Asunción

Benicarló

A 8,4 kilómetros al sur por la N-340 llegué a Benicarló. El pueblo tenía una población algo menor que Vinarós, aunque las dos ciudades superaban los 28.000 habitantes.

Iglesia de San Bartolomé

Me acerqué a la Iglesia de San Bartolomé construida en estilo barroco (siglo XVIII). Delante de la portada, una escultura con una pareja de labriegos portaba un cesto cargado de alcachofas anticipando mi curiosidad por visitar la feria.

En fin, la fachada del templo era monumental y la torre octogonal era airosa y estaba exenta. Como la Iglesia Arciprestal de la Madre de Dios de la Asunción de Vinarós estaba flanqueada por columnas de fuste helicoidal. Ambas iglesias tenían la misma estructura de basa y capitel. Parecía que los arquitectos se hubieran mirado de reojo para levantar portaladas de gustos similares.  

La Iglesia de San Bartolomé constaba de una nave con crucero. Las capillas laterales entre contrafuertes estaban iluminadas por lucernas cenitales. La bóveda del crucero, apoyada sobre pechinas, reflejaba la luz artificial sobre la balaustrada y paramentos adyacentes de la nave central. Preparada para la exposición Pulchra Magistri, el templo se había convertido en un expositor de piezas religiosas del Maestrazgo. Destacaba entre ellas la custodia del siglo XVII de plata dorada. El astil de la custodia culminaba con un globo del orbe circulando por un anillo escoltado por ángeles.  

Iglesia de San Bartolomé

Convento de San Francisco / Museo de la Ciudad

A cinco minutos caminando por la calle de San Francisco se hallaba el Museo de la Ciudad de Benicarló (Mucbe). Ubicado en el antiguo convento del San Francisco del siglo XVIII, su función actual era museística. Acogía exposiciones temporales de pintura, como el acrílico «Grauss en l’escala Ritcher» (Carmen Jovaní), escultura («El Grito» y «Metamorfosis» de Juan José Fontanet), y fotografía.

Para mi gusto, destacaban las pinturas de Fernando Peiro Coronado, en particular, la “Cazadora de sueños” (2007), un óleo y spray sobre lienzo, y “Ella siempre llena de razón” (1997). El estilo expresionista e imaginativo del autor lo aproximaba a autores norteamericanos (Rothko) y a la escuela catalana (Dau al Sert). Sin embargo, el motivo de la cazadora tenía para mí claras resonancias del cuadro el Paseo (1917-18) de Chagall, pintor ecléctico y colorista, de sueños y melancolías. Como éste, Peiró había encontrado en la pintura los ismos que mejor se adaptaban a su estilo.

De izquierda a derecha: El Grito, Metamorfosis, Cazadora de sueños, Ella siempre llena de razón, y Grauss en l’escala Ritcher

Feria de la Alcachofa

Benicarló tenía un cardo en su escudo. Había llegado al pueblo para ver la feria de la alcachofa y el desfile iba a comenzar. Los expositores estaban repletos de tapas y la plaza se llenaba de público. Había visto alcachofas de forma chata y compacta con su hoyuelo característico colocadas en cajas de las tiendas con una apariencia más que saludable. Olían a hierba recién cortada, con resonancias a aceite en un color verde intenso. Era una planta originaria de Egipto. Con el tiempo se distinguían variedades (como la blanca de Navarra) y se guisaba al gusto: a la brasa, cocida o al vapor. A mí me gustaban las alcachofas melosas, peladas, cocidas al vapor, marinadas en aceite de oliva y con alguna planta aromática para hacer un caldo de acompañamiento, aunque no renunciaba a probar las típicas “torrás”.

La “Fiesta de la Alcachofa”, avalada por la marca de calidad “Denominación de Origen Protegida”, iba precedida de un desfile de autoridades con una reina y damas de honor. El domingo 26 de enero de 2014, se realizó la Demostración Gastronómica de la Alcachofa de Benicarló participada por 21 restaurantes y 30 establecimientos con premios a los mejores de los 1000 pinchos expuestos para degustación a razón de un Euro cada uno. El año anterior había ganado el premio el pincho de alcachofa rellena de bacalao y langostinos de Benicarló sobre espejo de americana suave, tapa que repetía en la edición de 2014. Otro pincho había cocinado la alcachofa en estilo confit, es decir cociendo la alcachofa en aceite a fuego lento. Y así, seguiría relatando más recetas. Para terminar, en la ocasión de mi visita ganó el concurso el pincho conocido por el «Castor-xofa sísmic» pleno de simbolismo. Combinaba compota de manzana, que aludía a la arena mojada del mar; butifarra, que representaba el petróleo que se extraía de la bolsa del mar, y alcachofas como olas de un mar encrespado. La pipeta con salsa holandesa era la inyección de gas en la bolsa de extracción del petróleo. Un pincho imaginativo que rememoraba o denunciaba la extracción de gas del Proyecto Castor.

Feria de la Alcachofa

Peñíscola

Continué por CV-141en dirección a Peñíscola. Había estado varias veces en este pueblo que había narrado en otro post del blog (Peñíscola, tómbolo y refugio del Papa Luna).

Desde el Puerto del Mar de Peñíscola, atracados los barcos de recreo, veía cientos de gaviotas asentadas en las barras metálicas de las pasarelas. Esperaban la llegada de algún barco o la limpieza de las redes que dejara algún pescado enganchado. Yo estaba atrapado por el olor a ortigas de mar rebozadas y a caldereta de pulpo con patatas y alioli que salía de fogones cercanos.

No me importaba seguir caminando por la istmo para ver las murallas renacentistas construidas entre 1576 y 1578 por ingenieros italianos, los Antonelli. Era la época en que Felipe II no solo levantó castillos en España (Alicante, entre otros) sino también en América (por ejemplo, Cartagena de Indias). De las manos de la familia Antonelli eran igualmente las murallas de Altea y con anterioridad las de Ibiza (1555-1596) aunque de otro italiano, Gianbattista Calvi.

El paseo por las calles del casco antiguo atravesaba arcos de muralla. Me detenía para contemplar el faro, una torre octogonal de 11 metros de altura, que daba señales blancas de posición por la noche con un alcance de 23 millas náuticas; me asomaba por la muralla junto a un cañón defensivo para ver el azul mediterráneo; entraba en el recoleto Museo del Mar con maquetas de barcos, láminas didácticas sobre peces o restos arqueológicos de pequeña importancia; subía calles con escalinatas empedradas; escuchaba a obreros de la construcción remozando exteriores de edificios; miraba fachadas encaladas con marcos pintados de azul en puertas y ventanas; imaginaba balcones de hierro como palcos para charlas de vecindad; daba oídos a turistas extranjeros consumiendo refrescos en terrazas de bares pegadas a los muros y paredes para el descanso y alivio.

En fin, repetía fotografías exteriores de la Iglesia de Santa María (gótica y barroca) con la torre-campanario de tres cuerpos adosada al lado del Evangelio y de la Ermita de la Virgen de la Ermitana, situada en lo alto del peñón, con su cornisa rematada en pináculos, y su torre-campanario de dos cuerpos adosada igualmente al lado del Evangelio. Embutido en la roca, el busto del Papa Luna ordenado a finales del siglo XIV se había mantenido en sus trece como Benedicto XIII y había servido de motivo para la redacción de distintas obras literarias; pensaba en el colosal Castillo Templario-Pontificio del siglo XIII a 65 mt sobre el nivel del mar con figurines de caballeros templarios (de capa blanca) o sargentos (de capa negra o parda) con la cruz roja ancorada o paté. Además, una sala exponía carteleras de distintas ediciones de los desfiles de moros y cristianos. 

Vistas de Peñíscola

Benicàssim

Me desplacé a Benicàssim el 23 de enero 2015 porque era el «Día de las Paellas», la 35º edición.  En esa ocasión el Ayuntamiento había repartido 1.500 números para la distribución de espacios, había congregado a más de 20.000 personas y se hicieron más de 1000 paellas. Solo el Festival F.I.B. de julio de aquel año competía en multitudes de aficionados. Aquel año el F.I.B. agrupó a 28.700 espectadores de media al día. Era un pueblo que estaba acostumbrado a multitud de asistentes.

Veía por las calles los preparativos de la paella con el número asignado a cada puesto y saquitos de arena y leña repartidos por el Ayuntamiento la noche anterior en los bordes de las calzadas, junto a las aceras de las calles principales. Los paelleros iniciaban la candela de leña de naranjo soplando y resguardando la paellera con cartones para que el viento no desviara las llamas y torciera la cocción del arroz en la paellera.

Feria de la Paella

Las calles despedían olor. Yo llevé impregnado el olor a humo de leña en mi cazadora durante una semana. Abría el ropero de la habitación y desprendía una fragancia positiva, porque el olor a humo generaba recuerdos potentes, saludables, a fiesta, en aquella ocasión a San Antonio Abad y Santa Águeda.

Era una fiesta de interés turístico autonómico. El arroz era el cereal más consumido en la dieta mediterránea. El mar aportaba a la paella pescados y mariscos (salmonetes, anguilas, sardinas, galeras, doradas, langostinos), y la huerta de la zona cooperaba en el guiso con setas, alcachofas, judías verdes, judías blancas, garrofó fresco o seco, tomate, ramitas de romero, azafrán, y pimentón rojo en polvo. No faltaban las carnes, principalmente de conejo, que combinaba con los demás ingredientes. Casi todas las paellas se guisaban con arroz tipo bomba de grano mediano y redondo, perlado, propio de esta zona, aunque otros preferían la variedad Sénia o J. Sendrá que tenía mucha intensidad de sabor. Había probado muchos tipos de arroz en otros pueblos y ciudades de la costa valenciana y alicantina, especialmente el arroz a banda que era una de mis recetas preferidas. Pero el guiso de esta fiesta era la paella.

Había mesas corridas en la calzada para las familias. Cada grupo cocinaba para su peña. Así que me acerqué a uno que me admitió abonando una entrada de acceso. Disfruté viendo los preparativos en aquella paellera gigante donde el paellero encargado navegaba con un remo dando vueltas al sofrito de alimentos cortados en pedacitos para potenciar el sabor. Todas las paelleras burbujeaban en humaredas de cortos vuelos que densificaban de grises el aire arremolinado de las calles.

Sentados en mesas, o bien de pie, con utensilios de plástico (platos y cubiertos), llegó la hora de la degustación. Saboreé el arroz con preferencia el socarrat y en mi afán de compararlo con otros guisos probados anteriormente (arroz con costra ilicitano, a banda alicantino, de marisco valenciano, fideuás catalanas, etc.) esta paella rozaba la excelencia. La Fiesta del Arroz de Benicàssim, popular, como un acto social entrañable, fue una experiencia de sabor caramelizado, tiznada de color y de fragancia amaderada y torrada. Terminé con un paseo por la playa amplia y tranquila y me dije que después del ruido de la mañana sería bueno hacer un retiro espiritual en el Desierto de las Palmas. A lo mejor un día lo hago. 

 

Multitudinaria concurrencia en la Feria de la Paella

 

Luis Miguel Villar Angulo

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