CU de la US
Luis Miguel Villar Angulo

Recordando la Villa Ducal de Marchena

Retablo de la Capilla del Sagrario. Iglesia de San Juan

El maestro interino se había bajado del tren en el andén de la estación de Marchena procedente de la antigua estación de ferrocarril de San Bernardo en Sevilla a sabiendas de que tenía que buscar una pensión en una tarde lluviosa de noviembre de 1964. Tirando de la maleta con una mano y sosteniendo el paraguas con la otra había caminado por la pendiente ligera de la Av. Maestro Santos Ruano. A la izquierda, había notado la humedad de las alineadas palmeras de tipo canario y de los árboles deshojados del Parque del Príncipe. Mas adelante había cruzado dos amplias plazas encharcadas. Una fuente solitaria marcaba el centro de la plaza de la Constitución. Dilatando el recorrido por la Plaza Padre Alvarado, había advertido una línea de muralla con almenas en torreones, uno de ellos cilíndrico, y posiblemente un adarve. Había caminado lentamente por la ancha calle Manuel Rojas Marcos con fachadas de casas de dos plantas de unos 8 metros de frente que enlazaban miradores o balcones con cierros de forja. Algunas viviendas tenían ventanales en la planta baja protegidas por cierros de forja que seccionaban la acera y vestíbulos con azulejos andaluces y cancelas. Había pensado que era la zona donde emergían las entrañas islámicas (“Marsen ah”), la villa de señorío, el solar de los Ponce de León y la capital administrativa del Estado de Arcos. Era la mandorla urbana de Marchena. Cuando había mirado las bocacalles de la derecha, una telaraña de callejuelas de casas homogéneas en altura y construcción se ramificaba en un sinfín de encaladas fachadas. Se había quitado la gabardina, plegado el paraguas y preguntado si era una pensión con todo incluido. Enfrente estaba la plaza del Ayuntamiento.

Alcázar de Sevilla. Puerta de Marchena.

Recordaba que los jornaleros y paseantes marcheneros se habían arremolinado en la acera del Casino Cultural de la Calle San Pedro enfrente de la Puerta de Morón (Museo de Lorenzo Coullaut Varela desde 1990). A veces merodeaba por el recinto amurallado del barrio de San Juan, un tanto degradado y con torreones poligonales de nombre hiperbólico (Torre del Oro), aunque en el siglo XVIII se habían celebrado corridas de toros en ese improvisado coso, y otras fiestas y acontecimientos. La redacción del Plan Especial de Protección de la Plaza Ducal y de las antiguas Casas Consistoriales había cuidado la planta cuadrangular con arcos, aunque la portada del palacio ducal se conservaba en el Alcázar de Sevilla. Tenía cierto parecido a la plazoleta de San Fernando de Carmona, que había visitado recientemente. No se olvidaba de los últimos días de primavera circulando por la carretera A-380 que unía Carmona con Marchena atravesando la vega. Guardaba la visión de una eclosión de colores amarillentos de girasoles que se cernían a compás del sol. Las lomas de margas de los alcores las había amarilleado Van Gogh para regocijo de los visitantes japoneses. En contraste con ese lugar de esparcimiento, la vida laboral del maestro interino se circunscribía a enseñar a leer y escribir a niños y niñas en una de las siete microescuelas de “tipo Sevilla” creadas en la barriada de Senda Ancha en el periodo 1960-64 y a residir en una de las treintas y seis viviendas construidas para maestros en la Avda. Maestro Santos Ruano.

Iglesia de San Juan Baustista

El maestro interino había conocido el nacimiento de la Ley de Enseñanza Primaria de 1965 en el pueblo. Había escuchado los palos del flamenco heterodoxo de Pepe Marchena que levantaron controversia en la Plaza del Ayuntamiento por su voz de filigranas y melismas. En el día del Sábado Santo se había emocionado tras escuchar saetas cantadas por carceleras, moleeras y cernicaleras a la Virgen de la Soledad ataviada con ráfagas bajo palio de metal. Se había sorprendido ante la catequesis representada en el “Mandato” de Jesús Nazareno en la cuadrada Plaza Ducal que procesionaba en la madrugada del Viernes Santo desde su sede canónica en la parroquial de San Miguel, antigua ermita del siglo XV, con su titular representado en el retablo mayor, obra del sevillano Pedro Roldán. No había llegado a ver todas las hermandades que procesionaban en la Semana Santa, declarada de Interés Turístico Nacional de Andalucía, que contrastaban con la austeridad estética y religiosa de la Semana Santa zamorana que conservaba en su retina. El día del Corpus Christi de esplendor sereno se engalanaban las calles con la Custodia de impresionante arquitectura precedida de acólitos de ciriales y turiferarios, navetas, pajes, y un pertiguero. Había sido un desfile de hermanal familia, de ventura augusta.

Retablo Mayor. Iglesia de San Juan Bautista

Había sacado regularmente entradas para ver películas en el Cine Planelles que era el centro de la vida social y juvenil. Allí había escuchado los chasquidos chirriantes de las pipas de girasol de aquellos espectadores que se nutrían con ácidos grasos esenciales, proteínas vegetales, vitamina E, potasio, fósforo, etc. de las semillas o pisaban el suelo de los pasillos convertidos en alfombras hechas de cáscaras de la planta de la vega de Carmona. Había visto a los marcheneros mayores jugar a las cartas, leer el periódico, escuchar tertulianos o simplemente traspasar la puerta acristalada de tres arcos de herradura del Casino Cultural, situado en un palacete barroco del siglo XVIII, para llegar a la barra del bar y tomar una bebida. Había probado los molletes con manteca colorá y cafés con leche antes de montarse en el autobús de línea, que operaba Comes o Linesur cuando iba a Sevilla, y de reojo había mirado a la gente campera con sombrero de ala ancha apostada en la barra fumando con una copita de orujo enturbiado de agua. Era un paisaje humano acorde con la estampa del jornalero andaluz de la vega y campiña oriental sevillana que habían retratado pintores costumbristas de la escuela de Alcalá de Guadaira. El paseante interino había embocado una copa de manzanilla de uva palomino en uno de los bares típicos de la calle Manuel Rojas Marcos. Había Ignorado que tras el velo de flor envejecido había un vino generoso, punzante en nariz, que iba acompañado de cacahuetes o altramuces. Un vino ligero que era para tomar un catavinos de aperitivo. Cuando eran dos copas el viandante veía relojes de péndulo balanceándose por las paredes, botellas de colores borrosos de tamaños imprecisos, abanicos de flamencas rasgando aire al compás de sombreros de copas y a la gente haciendo corvetas en la calle. 

Virgen de Alonso Cano y cuadros de Zurbarán

Había cambiado de siglo el calendario. El mismo narrador había regresado a Marchena para visitar dos iglesias: San Juan Bautista y San Agustín. De la iglesia matriz de San Juan Bautista llegó a conocer por su párroco, Juan Ramón Gallardo (actualmente retirado, tras 50 años de dedicación a sus feligreses), la fundación del templo que se situaba hacia 1490, aunque las naves laterales eran posteriores. La vinculación de la iglesia con la familia Ponce de León había supuesto un gran desarrollo artístico y el crecimiento patrimonial del templo con tres naves: la central cubierta con artesonado de par y nudillo, y de colgadizos y bóvedas de aristas las adyacentes, una torre y una triple cabecera cubierta por bóvedas de nervadura estrellada. Le había sorprendido la apariencia de la iglesia gótico-mudéjar por su magnificencia, y había quedado boquiabierto al recorrer con la mirada las catorce tablas pintadas con las Tentaciones de Cristo de Alejo Fernández y las esculturas de Jorge Fernández del Retablo Mayor gótico (1521-1533), artistas que habían realizado igualmente el retablo de la Catedral de Sevilla. Enhiesta la cerviz humilde del narrador, parecía clavada por un arpón mirando las cuadrículas del retablo. Había estado impaciente por dominar todos los detalles de las esculturas talladas del retablo de la Capilla del Sagrario (1556) de Roque Balduque cuya arquitectura había construido el entallador Bartolomé Ortega. Con las nueve obras del Zurbarán famoso, la Sacristía mostraba desde 1637 la dicha centenaria ante la multitud clamorosa. Había corrido la mirada por el movimiento barroco de la Virgen, el blanco de pureza de Cristo sobre fondo negro, y el manto blanco, plegado al hombro, de San Bartolomé. Estaba muy alto el listón para dirimir tanto matiz entre el apostolado. Con el rabillo del ojo evitaba los reflejos de la luz sobre los óleos para captar las emociones de los santos rostros.

San Bartolomé
Juan Ramón Gallardo tocando el órgano
Coro y órgano de la iglesia de San Juan Bautista

El coro barroco tallado en madera (1714-1717) por Juan de Valencia, entre otros artistas, estaba situado en el primer tramo de la nave central, cerrado por una reja de madera y flanqueado por las cajas de dos órganos que delimitaban un espacio singular. Sustituía a otro del siglo XVI en el que habían trabajado artistas de renombre. Se databa el órgano pequeño en 1765, y el mayor en 1802. Para algunos organeros eran los mejor conservados de España y mantenían concepciones estéticas diferentes. El órgano mayor poseía dos caras, la fachada de la caja miraba al interior del coro y la otra a una nave. Había sido invitado por el párroco-organista a conocer la sonoridad del órgano grande. Encaramado en la silla del órgano, se le encendían los ojos al antiguo párroco-organista cuando comprobaba los timbres de los registros accionando los tiradores, pulsaba los teclados, ajustaba sus sandalias a los registros graves del pedalero y asomaban los primeros sonidos. El visitante invitado estaba en una nube de preludios y fugas y no podía contener el aliento cuando escuchaba tocatas y fantasías. Después del breviario musical de contrapuntos en variadas voces, había continuado la visita ocular. No se ocultaba a la vista la serena Inmaculada (1688) de Pedro de Mena, la Custodia procesional de asiento de plata sobredorada (1575-1579) de Francisco Alfaro o la tarea silenciosa de digitalización del archivo parroquial del siglo XV.

Coro de Juan de Valencia.
Custodia de Francisco Alfaro. Detalle del segundo cuerpo.

Todo blanqueaba atravesando lentamente la Calle Mariana de Pineda hasta la Iglesia de San Agustín. El templo iniciado entre 1649 y 1653 tenía aparejo de ladrillo en las torres y cantería blanquecina en los marcos de los vanos que se elevaba sobre gradas. Imponía el alzado que destacaba sobre las casas circundantes y se veía desde la campiña. Todo era equilibrio y simetría en la fachada. Se podía dividir por un eje imaginario en el centro y las partes se plegarían homogéneamente. Parecía obra de un arquitecto japonés entusiasmado con el origami: dos torres, tres arcos, dos óculos, tres cuerpos y un frontón triangular. La línea recta dominaba la geometría de pilastras y cornisas. Un ejemplar virtuoso escurialense del siglo XVII del maestro de la catedral de Toledo, Bartolomé Zumbigo, y de su ayudante Alonso Moreno, gustosos del chapado y acabado marmóreo, que en algunos remates incluía plomo y pizarra para la cubrición del chapitel de la linterna. Del barroco al neoclásico, la arquitectura conventual de San Agustín parecía huir de la onda gótico-mudéjar de sus templos vecinos para crecer como un monumento iluminando el misterio de la noche. La planta de cruz latina del interior no hacia presagiar su profusa decoración de yeserías. El claustro de dos pisos del antiguo convento regido por los padres Mercedarios descalzos seguía un estilo foráneo. Otro empeño de la familia Ponce de León que había escogido este sitio para levantar su panteón. Cuando miraba el espectador las yeserías del interior mantenía una sonrisa impregnada de sorpresa por la armonía de las formas de estética popular. Una iglesia conventual y unas yeserías barrocas de estética hispanoamericana que respondían al gusto cortesano.

Interior de la Iglesia de San Agustín
Detalles de interior de la Iglesia de San Agustín

El tiempo del maestro había llevado el polvo de Marchena en su camino recordando cantos, saetas y emociones que en su alma se quedaron germinando.

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