CU de la US
Luis Miguel Villar Angulo

Una ruta sacra astigitana

Écija, Ciudad del Sol, conventos, iglesias y palacios.

Écija era un pueblo sevillano que tenía monumentos religiosos de cuidadas medidas y bellas proporciones y una arquitectura civil original. Una visita ligera a Écija, sin profundidad, mostraba la ornamentación de iglesias, la quietud de claustros, la clausura de monjas, el estamento de la nobleza y la destreza de alarifes ecijanos.

Fue un día de otoño y paseo por las once torres y veinte espadañas de la “Ciudad del Sol”. La despedida de mi visita a Écija, conjunto Histórico Artístico desde 1966, dejaba un hueco de intensidad en mi memoria cuando cruzaba el Genil por la Vía Augusta. Era un huésped con el ocio ganado para contemplar la fabulosa línea de eternidad astagitana. Un forastero que homenajeaba a las órdenes religiosas de tiempo espaciado y amor, y reprochaba la desidia de claustros semiderruidos y dormitorios con espejos vacíos.

Antes de la noche oscura de la desamortización de bienes eclesiásticos, del derribo de refectorios, bibliotecas, cocinas, dormitorios y claustros del siglo XX del Convento de San Pablo y Santo Domingo, sentía admiración por el siglo dieciocho y el éxtasis del barroco ecijano. Confinado en el centro de la “Sartén de Andalucía”, estuve un día sitiado por la divinidad. Escuchaba himnos de hábitos cuando la luz caía tras tupidas rejas de coros bajos conventuales. Advertía la metamorfosis de ángeles desnudos y cantores en retablos de fachada y olía incienso de los serafines turiferarios. Las exedras y muros de cal y canto se abrían a santidades de órdenes religiosas nacionales y geografías foráneas.

Los bronces campaneaban en espadañas prismáticas del Convento de Santa Florentina y desde la torre altísima de San Juan (52 m) se dominaba la “Ciudad del Algodón” (Madînat al-qutn). Celosías y tintinábulos de madera daban recogimiento y sueño de basílica al Convento de Santa Florentina. Retornaban mis ojos a la vida tras las portadas de piedra del Convento de Santa Florentina y barrocas de ladrillo liso del Convento de San Pablo y Santo Domingo. Tenía tiempo breve para comprender lo eterno revelado en la felicidad de las clarisas franciscanas del Real Monasterio de Santa Inés del Valle, las carmelitas descalzas del Convento de las Teresas – Iglesia de San José y el carisma mariano de las concepcionistas franciscanas del Convento de las Concepcionistas Franciscanas (las Marroquíes).

No me ayudaba la memoria a retener la imaginería de los retablos barrocos que completaban los testeros de las iglesias ni el nombre de sus fundadores y protectores. La luz refulgía en las columnas salomónicas doradas y estofadas apoyadas en pedestales del Convento de Santa Florentina. Ya todos los detalles de la armadura apeinazada de par y nudillo del convento de clausura de las concepcionistas franciscanas se me habían borrado. Y nada importaría si salvase la emoción de contemplar la Capilla de la Virgen del Rosario del Convento de San Pablo y Santo Domingo, pues sé que tenía una sucesión de cuarzos de colores, lunetos y frondosidades del mejor barroco ecijano. Y el estuco pintado y dorado imitando madera del convento de clausura de las Concepcionistas Franciscanas se había borrado de mi retina.

Extrañado, había mirado cada fragmento de la tribuna mixtilínea que soportaba el órgano del siglo XVIII de la Iglesia de la Limpia Concepción de Nuestra Señora donde una cantoría de ángeles rozaba con dedos velocísimos instrumentos musicales. Eran imágenes sin voz y la pintura perdida las extrañaba hasta su restitución reconocida con el Premio Nacional de Restauración y Conservación de Bienes Culturales en 2009. Fui un transeúnte que una vez cruzó el cenobio del Real Monasterio de Santa Inés del Valle, donde residieron la reina Isabel la Católica, la emperatriz María de Austria y la infanta Isabel Clara Eugenia. Buscad la espina de la corona de Jesús, que yo no pude ver la reliquia.

Estuve en la Ciudad del Sol para visitar los conventos, las iglesias y los edificios civiles de arquitectura barroca. Se rompía la mañana y miré la fachada de ladrillo sobre zócalo de piedra del Palacio de Benamejí. Mi vago cristal de gafas no vio la Amazona Herida con restos de policromía del Museo Histórico Municipal, aunque me consoló el chapoteo del agua de la fuente de piedra del patio con arcos de medio punto. Al fondo, tres arcos con columnas dóricas abrían una escalera elegante en medio del silencio. Todo el fulgor arquitectónico iniciado en el gótico-mudéjar del Convento de San Pablo y Santo Domingo o en el antiguo palacio de los Condes de Palma del Convento de las Teresas – Iglesia de San José se abría al renacimiento mientras los alarifes ecijanos hilaban las hojas de acanto en esquemas ternarios y rocallas superpuestas. Y se gastaron sus manos en la técnica de la cerámica de cuerda seca hendida en portadas, torres y espadañas.

En el instante vano de captar los remates de frontones rectos y pináculos piramidales, pechinas de cúpulas gallonadas de media naranja en antepresbiterios, estípetes flanqueando manifestadores, cupulillas rematadas en linternas mis ojos parpadeaban y no encontraban palabras o las inventaban para fundamentar la sustancia de tantos seres inertes.

Caminaba a un mar extenso de conventos, rodando interminable un aro sacro de barroco, que me dejaría los ojos velados, con flecos de humedad.

En el Real Monasterio de Santa Inés del Valle de monjas Clarisas Franciscanas fundado en el Siglo XV rezaban y cantaban detrás de una reja. Desde el coro bajo se veía la iglesia (siglo XVII), que era la única parte visitable para el público. El Retablo Mayor, barroco, tenía un ostensorio-sagrario y cajas laterales con figuras. El anteprebisterio se remataba con una cúpula de media naranja gallonada que estaba ricamente decorada de yesería.

Real Monasterio de Santa Inés del Valle

Dentro de la Orden de las Dominicas predicadoras, el Convento de Santa Florentina sonaba con cantos de otros siglos en el refectorio, iglesia y sacristía (el mas antiguo de Écija). Su portada barroca de piedra con la Virgen del Rosario guarecida en una hornacina era como una mañana luminosa que oliera a flores de azahar. La espadaña de composición prismática era la música de las alturas. La iglesia de una nave se cubría con una artesa en el techo para amasar las oraciones de los fieles, porque las monjas renunciando al mundo revelaban a través del torno el firmamento en la repostería (manjar del cielo, rosquillas de San Martín de Anís, tortas de San Antonio…). La cúpula de media naranja del presbiterio tomaba forma de los naranjos que acompañaban la portada. Cuatro soportes salomónicos sostenían el retablo barroco donde habitaban la simbología y la creencia religiosa. Y en la calle central los dorados acariciaban los estípetes que flanqueaban el manifestador, el templete para la santa titular y relieve del ático. Un retablo que seguía las normas de Cristóbal de Guadix. Tras la reja, la vista penetraba a un mundo de silencio y oración.

Convento de Santa Florentina

El mirar complacido al torreón y las lentas caricias a la repostería de bizcochos anulaban otros mundos antes de entrar en el Convento de las Concepcionistas Franciscanas (las Marroquíes). Fundado por dos hermanas y terminado en los siglos XVII y XVIII, desde el retablo barroco y rococó la Inmaculada Concepción contemplaba el abandono de la última monja como una llaga en la sombra. También se desvanecía el óleo del Ecce Homo de rasgos murillescos del sagrario recordando cuántas hermanas había perdido en la clausura. Misericordia extraña para los ecijanos que acudían al torno y amaban aún su inexistencia.

Convento de las Concepcionistas Franciscanas (las Marroquíes)

Aquel día comprendí que había momentos muertos que valía la pena de recobrar. Aquel día quise salvar la luz de la Orden de Predicadores de Santo Domingo del Convento de San Pablo y Santo Domingo que ahora ocupaba la Congregación Operarios del Reino de Cristo. Como una noria de exclaustraciones en el rincón del tiempo, los vuelos de mecenas habían protegido el convento desde su fundador allá por los años 1353 y 1383. Varias restauraciones no habían secado el orden gótico-mudejárico del templo, ni desordenado la tracería mudéjar del artesonado. Con asombro encendido para los ecijanos, traspasado el compás, antes de que la luz borrara la vieja torre, como un furtivo entre portadas, no había una iglesia tan prieta de altares y capillas: un Santuario con brotes de santidades que abarrotaban calles y cuerpos del retablo mayor con la Virgen del Rosario. En el altar neoclásico del Sagrario un Jesús flagelado atribuido a Pedro Millán marcaba el nivel más alto del dolor.

Convento de San Pablo y Santo Domingo

La cúpula daba luz sorprendente a cualquier ojo visitante, cofrade, lego o arquitecto. Volvía a ser milagro de rompimiento una capilla barroquísima para la Santísima Virgen portadora de un misterio de cuentas, alegría de la Orden de San Benito: gozosos, gloriosos y dolorosos. La Virgen del Rosario, imagen atribuida a Pedro Millán, posaba en una hornacina entre 1728 y 1776. Experiencia piadosísima del mes del rosario extendida en intimidad al universo que deslumbró Fray José M. Peralta Márquez.

Capilla de la Virgen del Rosario. Convento de San Pablo y Santo Domingo

Latía el mar en la fachada gótico-manuelina del Convento de las Teresas – Iglesia de San José, Monumento histórico-artístico (!931). Un pelícano flanqueado por estachas marineras se enrollaba en pares de carreteles haciendo más breve el peso del pájaro. En el nivel más alto de la transición del gótico al renacimiento el Palacio de los Condes de Palma respiraba aires mudéjares en sus yeserías, como las del Palacio de Pedro I en los Alcázares de Sevilla. Allí las monjas Teresas llevaban túnicas del característico color carmelita, sujetas con una correa, toca larga y, encima de ellas, un escapulario con un escote trapezolidal. Unas túnicas rasantes que oraban y estimaban la vida amorosa cuando los sones de la espadaña en bicromía de almagre y albero acertaba las horas. El silencio del patio con la portería, el antelocutorio y el locutorio, y la sala del torno tenía pasado y se viviría en el tiempo, lo sabían el polvo y las cenizas. La escultura de la Virgen del Carmen predominaba en el retablo del altar mayor barroco de dos cuerpos y tres calles. Las calles laterales estaban dedicadas a narrar la vida de santos (escenas hagiográficas).

Convento de las Teresas – Iglesia de San José

Antes de que se dilatase la sombra de la noche por la planta de cruz latina de una nave de la Iglesia de la Limpia Concepción de Nuestra Señora, alcé tantas miradas a las yeserías y pinturas murales en las capillas laterales y en la cúpula sobre pechinas del presbiterio, que supe lo que era cansancio, por no apartar mis ojos de la belleza frágil de las esculturas del retablo del altar mayor. Era el siglo XVIII en la carpintería y en el órgano. Cuanto barroco restaurado. Cuanto dorado en el Sagrario, el Manifestador y el camarín donde se alojaba la Virgen del Carmen. La ignorancia de los nombres de los santos y santas de los retablos no borraba mi goce por las esculturas aunque errara en el santoral de las imágenes. Humedecí los dedos en la pila de jaspe del trascoro y me dirigí a ver el paso del Misterio de la Sagrada Mortaja de Nuestra Señor Jesucristo que representaba a Jesús Descendido de la Cruz.

Iglesia de la Limpia Concepción de Nuestra Señora

En la Iglesia de la Limpia Concepción de Nuestra Señora destacaba el órgano de finales del siglo XVIII sobre una tribuna de forma mixtilínea. El frontal del mismo se hallaba protegido por una celosía de madera. Por debajo de ella se conservaba una pintura mural con una representación de un coro de ángeles que tocaban diversos instrumentos. La calidad pictórica de la obra se reflejaba en la composición de los cantores e intérpretes que escenificaban alegría por las nuevas del gran gozo.

Órgano de la Iglesia de la Limpia Concepción de Nuestra Señora.

Afuera seguía la línea barroca de la arquitectura civil del siglo XVIII. La fachada de ladrillo del Palacio de Benamejí discurría aplomada con balcones en hilera caídos en el pecho del muro que se elevaba en las torres de los extremos. Las arcadas toscanas del patio se abrían a la escalinata para entrar en la Sala de la Edad Media-La Ciudad del Museo Histórico Municipal. Las toberas de la fuente chorreaban agua que no tenían destino. Las Caballerizas recreaban con audiovisuales la historia romana y la historia ecuestre de Écija.

Palacio de Benamejí

Si ahora pudiera ver la exuberante luz cayendo entre las piedras, a sus pies las rocas, ladrillos y muros encalados, el aire azul en torno a torres y espadañas y adentro el barroco muy dorado. Si ahora pudiera estar de paso allí, imaginándome alarife astagitano, esperando ver más iglesias en días esforzados, repetiría con la carne tirante la ruta varada en mi memoria.

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Luis Miguel Villar Angulo
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